Fracaso total de kubrick, pero qué bien corre Lola

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Virtualmente todos los filmes de Stanley Kubrick han estado basados en novelas. Para su decimotercera y última película, Eyes Wide Shut (que no quiere decir Ojos bien cerrados, sino —poniendo en juego una expresión inglesa— algo más cercano a "Ojos abiertamente cerrados"), hizo una elección —Traumnovelle, del escritor vienés de principios de siglo Arthur Schnitzler— que, para Kubrick, terminó siendo enteramente indigerible e intransmutable a alguna forma de narrativa contemporánea artísticamente válida.
La elección parece haber sido el primer paso en falso al producir un filme que sólo puedo describir
como verdaderamente espantoso.
     Ciertamente tiene un tema central, una idea neovictoriana que, puesta en palabras por una sensibilidad de finales del siglo XIX, pudo haber tenido un cierto peso alguna vez: el varón de una pareja de clase alta (y, hasta cierto grado, la mujer) que simplemente busca (de manera consciente o no) un cosquilleo mental para revivir un matrimonio que se ha vuelto sexualmente moribundo o por lo menos muy aburrido, y en el que los sentimientos del varón han sido heridos por la confesión de la esposa de que una vez deseó a otro hombre (aunque, por supuesto, no hizo absolutamente nada al respecto). La elección de los glamorosos Kidman y Cruise como la pareja de élite pudo haber sido un contrapunto interesante para el tema del desinterés sexual, pero Kubrick los constriñe terriblemente dentro de un estilo sin énfasis y de tonos planos que funcionó con los fantasmas en El resplandor, con el duelo entre astronautas robotizados y una computadora sicótica pero al menos emocional en 2001, pero que aquí simplemente destruye cualquier posibilidad de verosimilitud o de interés en los personajes. ¡Y el guión! Frase por frase, tiene algunos de los peores y más inexpresivos diálogos que haya escuchado nunca en inglés, como si hubiera sido escrito automáticamente por alguna persona (o máquina) cuya gramática y dicción fueran correctas, pero que estuviera totalmente fuera de contacto con los tonos vivos, emocionales del idioma inglés. Sabemos que Kubrick descartó casi por completo un guión del reconocido guionista Frederic Raphael, y que produjo él mismo mucho del diálogo (lo que pudo haberse llamado un error colosal, si un término tan pretencioso fuera remotamente aplicable a esta producción cara pero trivial, el "ratón ridículo" de Horacio nacido de un presupuesto elefantino).
     Técnicamente, la película está filmada con limpieza, con unas cuantas composiciones agradables en color y la tendencia a utilizar disolvencias sencillas al pasar de una escena a otra, un método —en este caso desastroso— que concentra toda nuestra atención en los personajes y en la trama. El acostumbrado ingenio barroco de Kubrick aparece en sólo un episodio, el único momento en la película con algún interés visual verdadero, aunque imposiblemente anticuado como idea (un grupo de gente en un castillo al estilo del Marqués de Sade revivida, reprimida y por completo carente de inventiva sexual). Supuestamente una orgía de licenciosos, repleta de máscaras grotescas, túnicas negras, desnudos femeninos frontales (aunque nunca masculinos), se asemeja vagamente a una ceremonia de misa negra, acompañada por música y cánticos lúgubres, ni siquiera totalmente atonales. Vale la pena ver (pero nada más) algunas composiciones de la mise en scène con figuras enmascaradas de esta "orgía" (cuyo sexo tibiamente fingido y observado con frialdad se ha convertido en el aspecto más importante de la mercadotecnia de la película).
     Filmado en un escenario sonoro británico que se supone es Nueva York, se equivoca totalmente incluso en detalles menores (incorrectos no sólo para Nueva York, sino absurdamente equivocados en contexto —residuos neovictorianos sin digerir, incoherentemente traducidos a los noventa: un seductor húngaro de caricatura, una puta callejera de gran ciudad imposiblemente elegante y recatada). Pero la cuestión no es que estas cosas estén tan equivocadas en términos realistas (aunque cualquiera que piense que esta película se asemeja remotamente a un retrato sociológico de la vida entre prósperos neoyorquinos puede igualmente tomar los spaghetti westerns por un retrato fiel del Dallas moderno). Finalmente no es importante si el Nueva York de papel maché de Kubrick (o los personajes victorianos que lo habitan, transportados al presente) son reales. Lo que importa es que el filme no acierta como retrato psicológicamente válido de gente de nuestro (o cualquier) tiempo (a diferencia, por ejemplo, de las películas de Antonioni, con su ritmo aun más lento pero mucho más expresivo y apasionado), ni convierte con éxito la materia prima en alguna especie de sueño, fantasía o esencia simbólica. Simplemente se afana de principio a fin, montado en su publicidad y en el valioso nombre de Stanley Kubrick.
     Y si está "inconcluso", ninguna consumación final podría haber hecho gran cosa en este caso. (Uno de los rumores es que Kubrick pretendía eliminar completamente a Nicole Kidman y rehacer todas sus escenas. Sea cierto o no —Kidman es profundamente inexpresiva en palabras y en acción, aunque quizá no como carne—, podría haber mejorado en algo esta película, pero nunca salvarla.) Pero entre sus doce obras anteriores, las fieras composiciones grises de la antibélica Caminos de Gloria, el frío terror sobrenatural (y domesticado) de El resplandor, el ritual obsceno y despiadado para crear asesinos militares en Full Metal Jacket y otros filmes menos plenamente exitosos (pero con pasajes magníficos) serán como yo recuerde a Kubrick. La mera autoridad de la creación pasada no puede mejorar en lo más mínimo una obra mala. Pero tampoco el final de una vida es su significado. Cada vida es una serie de vidas, una serie de significados, y Kubrick, a través de la mayoría de las series que hilaron su existencia particular —hasta su decimosegundo filme, de hace doce años—, fue un gran artista y una fuerza que admirar.
     Es un alivio volverme hacia el gusto agridulce de una película que bien vale la pena ver, que llena nuestro tiempo de inventiva y al menos una idea profunda, en lugar de hacer que dos horas y cuarenta y cinco minutos parezcan una era geológica sin acontecimientos: Corre Lola corre (Lola rennt), el tercer filme del director alemán Tom Tykwer. La película es un calco (aunque por otra parte totalmente original) de la idea central de uno de los filmes más espléndidos e intelectualmente característico de Krzysztof Kieslowski: Przypadek (El azar), terminado en 1982, pero que no se estrenó hasta 1987, a causa de la censura del gobierno polaco. Como en Corre Lola corre, donde vemos distintos cursos posibles de acontecimientos disparados por variaciones alrededor de cómo salta Lola (cuando empieza a correr) las escaleras que bajan de su departamento, Witek, un estudiante de medicina en el filme de Kieslowski, corre tras de un tren y a) choca con el conductor y se retrasa, y salta dentro de un vagón en el que de otra manera no habría entrado, b) choca con el conductor del tren, se enreda en una disputa y es arrestado y pierde el tren, c) evita al conductor del tren y se sube al mismo fácilmente. Cada pequeño cambio de circunstancia lleva a una vida diferente: un joven líder comunista, un oponente católico del régimen comunista, un médico investigador exitoso y brillante que se casa con un amor ideal. En las tres vidas, Witek es un ser humano decente; en las tres vidas, se encuentra con un amor diferente, con relaciones más problemáticas y difíciles en las dos primeras vidas que en la tercera. Cada una de las dos primeras líneas de vida termina con Witek perdiendo un avión y regresando a su carrera. En la tercera vida, la más feliz, alcanza el avión, de camino a una conferencia para entregar un importante documento de investigación. Vemos despegar al avión con lentitud, llenando la pantalla maravillosa y poderosamente. Y entonces explota en el aire.
     Blind Chance (Azar ciego) fue la traducción del título en los Estados Unidos, y —en un mundo que también involucra y comunica los temas humanos fundamentales del amor y la muerte, pero dentro del espacio abstracto de una fantasía urbana— el filme de Tykwer baila una cadencia ligera y constantemente inventiva con el concepto de peso completo del azar puro que determina la dirección de una vida: una persona que se encuentra o no en la calle, un viaje hecho o evitado, un solo paseo por el bosque en lugar de un paseo en la playa, unos cuantos segundos de retraso en alcanzar un objetivo.
     La historia estructural (dentro de la cual podría suceder cada uno de los episodios alternativos) es una llamada telefónica que Lola (interpretada por la cantante de rock alemana Franka Potente, con candente cabello rojo) recibe de su novio Manni (Moritz Bleibtreu), un correo en un negocio de drogas que entró en pánico y dejó cien mil marcos en el autobahn de Berlín, donde —mirando con Manni a través de la puerta que se cierra y las ventanas del tren— vemos cómo un vagabundo halla el paquete. Lola tiene veinte minutos para juntar y entregar el dinero (alrededor de 650,000 pesos) a Manni, o el novio será asesinado cuando su jefe skinhead llegue por los marcos. En el tablero en blanco de esta situación improbable, Tykwer manda a Lola a correr una y otra vez. Será retrasada por, tropezará con, o simplemente puede que salte por encima de, un chico grosero y su perro en uno de los rellanos, con los pocos segundos de diferencia cambiando absolutamente todo lo que seguirá. Esta secuencia clave es una caricatura animada con la Lola de carne y hueso empezando a correr y luego reapareciendo de nuevo al pie de las escaleras. Este recurso —y otros recursos visuales enajenantes (como las pantallas divididas) u ornamentos narrativos, como la capacidad mágica de Lola de dominar situaciones difíciles con un grito que hace estallar oídos y cristales— acentúa la fantasía e incrementa nuestra distancia observadora, mientras que muchos detalles (especialmente en la secuencia final, donde Lola salva la vida de su padre) involucran poderosamente nuestras emociones en formas altamente generalizadas, a medida que respondemos al dolor y la alegría humanos y no meramente a estos personajes fantásticos.
     Lola se ve bien corriendo, como si supiera cómo (o hubiera tenido algún entrenamiento profesional para la película). Una secuencia posible llevará a la muerte de Lola, otra a la de Manni, otra a un final intensamente feliz. El filme cambia del color al blanco y negro, de los 35 milímetros al video, muchos de los cambios sugiriendo un estado emocional o la medida de "realidad" o "posibilidad" de cada acontecimiento. Las vidas salvajemente alternativas de personajes momentáneos con los que Lola se encuentra por casualidad, o con los que simplemente se cruza por la calle o en un corredor de oficina durante sus distintas carreras, se bosquejan en fotografías en blanco y negro de escenas venideras.
     En el Przypadek de Kieslowski, los tres cursos de vida posibles se desenvuelven de manera realista y tienen sentido totalmente. A pesar de las vidas alternativas, nuestra incredulidad se suspende completamente por la cuidadosa construcción narrativa, y el accidente final es como un golpe macizo en el estómago. Con Corre Lola corre, es la idea misma —del dominio que tiene el azar sobre nosotros— la que le da su profundidad al filme. Los detalles son una improvisación loca, caprichosa y de forma libre al ritmo de sonora y acelerada música pop. Por ejemplo, no se nos da razón para entender por qué una diferencia de segundos en el paso de Lola podría causar diferencias tan inmensas en las vidas posibles de la gente en la calle. El filme es más bien como uno de esos cuentos de Borges donde una sola idea alteradora de la realidad es todo el tema, pero elaborado y adornado con frases lapidarias que mantienen constantemente nuestro interés y placer, como lo hace el ingenio cinematográfico de Tykwer.
     Contrario a las críticas simplificadoras, el tema principal del desaparecido, gran Krzysztof Kieslowski, no era el destino o el designio (con sus armónicos de seguridad teñidos de religión). Era el azar ciego; y su entorno católico, como el de Luis Buñuel, forma la tierra de su arte, pero no los árboles. (Después de todo, en Rojo, de Kieslowski, donde hace su aparición una figura de Dios, éste ocupa el difícilmente ortodoxo papel de un juez retirado que subrepticiamente, por diversión, interviene llamadas telefónicas privadas.) Con el prometedor Tom Tykwer, se nos da la sorpresa y el capricho de una construcción musical, y el imperio terrorífico del azar se convierte no sólo en la tierra que tiembla bajo nuestros pies, sino también en la abierta esperanza de que, entre un momento y el que sigue, un cambio inesperado de dirección pueda traer lo mejor, y no lo peor. –— Traducción de Adriana Díaz Enciso

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