Fé, ética y verdad en el siglo XXI

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Erase una vez, no hace tanto tiempo, un hombre bueno, uno malo y uno feo; los tres pistoleros de la cinta épica de Sergio Leone que tienen una sola meta: encontrar el tesoro en medio de la Guerra Civil estadounidense, encontrar el oro confederado que vale millones. Obviamente, los tres hombres –Blondie, Angel Eyes y Tuco– quieren el dinero para sí mismos. Así, dos salen sobrando y todo se vale: los tres engañan, torturan, asesinan y anhelan matar a sus rivales. Pero lo más fascinante de esta gran película es aquello que falta: en toda la cinta no encontramos amor, ni amistad, ni misericordia, ni justicia, ni paz, ni cortesía, ni arte, ni dignidad, ni Dios, ni bondad, ni belleza (la naturaleza es un desierto, una tierra baldía y cruel), y aquello que es hermoso –un poco de música– sólo aparecerá para esconder los gritos que la tortura provoca. ¡Incluso la belleza es una mentira! Sin embargo, pese a todo lo que no está, hay una profunda verdad en la película: la verdad de esa creencia inamovible según la cual ser rico ¡es la meta suprema en la vida! Es esta creencia la que impulsa a los tres hombres a través de las numerosas y tremendas penurias. Dada la inmensa popularidad de la película, que no ha disminuido al día de hoy, podemos suponer que esta creencia nos resulta cuando menos familiar, e incluso que posiblemente la compartimos.

Hay otra película –poco conocida, pero también una obra maestra– sobre otros tres hombres que buscan otro tesoro: la cinta Stalker, del cineasta ruso Andréi Tarkovski. Stalker es el nombre del guía capaz de conducirnos a la Zona. En el escenario de un sombrío poblado industrial de la Unión Soviética, a finales de la década de 1970, se sitúa una habitación secreta a la que este hombre, Stalker, puede llevarnos. El viaje a ese lugar es por demás peligroso: debemos atravesar una zona militar y existen toda clase de trampas. Sin embargo, a quienes lleguen a la Habitación, su deseo más recóndito les será concedido. Como explica Stalker a sus dos compañeros: la Habitación es el único lugar que queda para aquellos que no tienen esperanza.

Los dos compañeros de Stalker son el Escritor y el Científico: dos brillantes intelectuales; dos hombres amargados, frustrados; dos individuos que ya no tienen ninguna fe en la vida que viven. Durante el viaje hacia la Habitación, Stalker narra la siguiente historia: un antecesor de Stalker había sido responsable de la muerte de su propio hermano. El hombre fue a la Habitación para expresar el deseo de que su hermano volviera a la vida. Sin embargo, al regresar a casa se encontró con una pila de oro, diamantes y dinero. La Zona, la Habitación, le había concedido eso que en realidad era su más profundo deseo, y no lo que quería considerar como su deseo más preciado: le importaba más la riqueza que la vida de su propio hermano. Este antecesor se ahorcó. Stalker narra la historia para hacer saber a sus compañeros que en la Zona será revelado su ser más íntimo. Y, al llegar, tanto el Escritor como el Científico se rehúsan a entrar; no tienen ya el valor de confrontarse con su propio ser.

La película termina con la siguiente secuencia: los tres están de vuelta en el café de donde partieron, conocen a la esposa de Stalker y quedan atónitos. Stalker –han de saber– es un hombre simple y pobre, uno podría incluso decir que es un poco lerdo. Su hija nació discapacitada debido al ambiente radioactivo del lugar en que viven, cercano a una planta nuclear. Y, sin embargo, pese a su miseria, resulta evidente para los dos hombres cultos que esta mujer hermosa en verdad ama a Stalker. El final de la cinta muestra a un Stalker profundamente decepcionado, que llora y dice a su esposa: “Estos intelectuales no creen en nada. Mira, mira sus ojos vacíos.”

Todo lo que falta en El bueno, el malo y el feo está presente en Stalker: amor, compasión, búsqueda espiritual, belleza interna, esperanza. Aunque, siendo honestos, esto es lo que vemos en el hombre sencillo y la mujer que lo ama. Los dos intelectuales son lo opuesto: sus mentes son brillantes pero, como se percata Stalker, tienen “ojos vacíos”. Lo que ambas cintas tienen en común, empero, es que nos confrontan con la pregunta: ¿qué hace de mi vida una vida digna de vivirse? Lo que equivale a: ¿a qué debo mi dignidad humana, qué hace que mi vida tenga sentido? Y esto trae a colación otra pregunta: si sabemos lo que es la dignidad humana, ¿cómo hacerla nuestra?

Estas preguntas no son preguntas “académicas”, sino todo lo contrario. Estas preguntas pertenecen a nuestra realidad y son las preguntas de todo el mundo. No hay forma de escapar de ellas; Sócrates sostiene incluso que nacemos para lidiar con ellas. Sin embargo, el contexto en el que debemos lidiar con preguntas como: ¿qué es nuestra dignidad?, o ¿qué le da sentido a la vida? ha sido descrito acertadamente por Nietzsche en una sencilla frase: “el signo más universal de la edad moderna: a sus propios ojos, el hombre ha perdido la dignidad hasta un punto increíble”.1 Este señalamiento, formulado alrededor de 1886 o 1887, resulta muy cierto aún hoy, pues nos ayuda a entender mucho de lo sucedido en el siglo XX y de nuestra sociedad. Si Nietzsche realmente tiene razón al afirmar que el hombre ha perdido su propia dignidad, eso implica que debemos plantear otras preguntas distintas antes de regresar a nuestras preguntas originales. Debemos entender primero por qué el hombre ha perdido la dignidad a sus propios ojos. Y Nietzsche será nuestro Virgilio, nuestro guía, en la búsqueda de una respuesta a esta pregunta fundamental a la que dedicó toda su vida. En sus análisis, la clave para entender la edad moderna y el destino del hombre es la muerte de Dios. Nietzsche evocó este acontecimiento de manera magistral en el fragmento 125 de su Gaya ciencia (1881-1882), donde escribe:

 

 

¿No habéis oído hablar de aquel hombre frenético que en la claridad del mediodía prendió una lámpara, corrió al mercado y gritaba sin cesar: “¡Busco a Dios, busco a Dios!”? Puesto que allí estaban reunidos muchos que precisamente no creían en Dios, provocó una gran carcajada. “¿Es que se ha perdido?”, dijo uno. “¿Se ha extraviado como un niño?”, dijo otro. “¿O es que se mantiene escondido? ¿Tiene temor de nosotros? ¿Se ha embarcado en un navío? ¿Ha emigrado?” –así gritaban y reían confusamente. El hombre frenético saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. “¿A dónde ha ido Dios?”, gritó, “¡yo os lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado –vosotros y yo! ¡Todos somos unos asesinos! […] ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? […] ¿No llega continuamente la noche y más noche? […] ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! […] ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo para aparecer dignos ante ellos?”2

 

 

Lo fascinante de este texto radica en que:

1. Dios murió porque nosotros, los humanos, lo matamos.

2. El anuncio se hace para aquellos que ya no creen en Dios.

3. Los no creyentes consideran la desaparición de Dios como algo irrelevante y, sin embargo, el loco –¡Nietzsche!– comprende la magnitud y el horror de este acontecimiento. ¿Por qué? Porque, según Nietzsche, a esto sólo pueden seguir “doscientos años de nihilismo”.

¿Qué es el nihilismo? La descripción más concisa de Nietzsche reza: “Nihilismo: falta la finalidad; falta la respuesta al ¿para qué? […] los valores supremos se desvalorizan”.3 ¡Pensémoslo! Para todas las preguntas con las que comencé, esas preguntas no académicas, de la vida real, esenciales, relativas al sentido de nuestra vida, para esas preguntas no habrá respuesta. Porque, como lo hizo notar Nietzsche, no hay valores espirituales atemporales, absolutos, valores que den sentido a nuestra vida y medida a nuestra conducta, que juzguen lo que hacemos y quiénes somos. Estos valores no existen así como no existe un absoluto; no hay trascendencia. Nada tiene ningún valor intrínseco, todo es relativo, todo puede significar cualquier cosa y, por ende, todo es prácticamente insignificante. El sentido será sustituido por la utilidad, y todo individuo decidirá lo que es útil y cuándo lo es. No hay sentido, no hay finalidad, no hay dignidad. Nuestra libertad ya no es la difícil libertad que necesitamos para convertirnos en lo que debemos ser; es una libertad total: todo es permisible. Como no hay valores espirituales, la libertad se convierte en la indulgencia total de nuestros instintos físicos, en la ley de la naturaleza, la supervivencia del más apto, la voluntad de poder. Habrá violencia, destrucción, autodestrucción. Esto es el nihilismo; esto es lo que Nietzsche predijo para las edades por venir.

Y ahora, ¿qué?

Nietzsche sabía que los seres humanos no serían capaces de vivir con el nihilismo y, puesto que la buena fe ya no era posible –o, en cualquier caso, era muy difícil–, predijo la edad de la mala fe: la edad de los muchos sucedáneos que reemplazarían a Dios tras su muerte.

Dos de estos sucedáneos son omnipresentes en la sociedad occidental.

 

La ciencia como visión del mundo

No estoy seguro de que los nuevos ateos estén al tanto de ello, pero Nietzsche consideraría su ateísmo como una forma de mala fe, un ateísmo trivializado. Lo que hacen estos ateos es poner toda su fe en la ciencia y considerar el positivismo lógico como la verdad última. Ahora la verdad es –y sólo puede ser– matemática, empírica, material. Se trata de una visión del mundo utilitaria, pragmática, racional. No es nueva. Grandes mentes como Bertrand Russell han estado a favor de ella, y mentes igualmente grandes la han criticado.

Ludwig Wittgenstein, amigo y crítico de Russell, escribió su famoso Tractatus para explicar la naturaleza de la verdad científica y su lenguaje. Resulta esencial su proposición 6.52: “Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado.”4

El núcleo del argumento de Wittgenstein es que existe verdad en la ciencia, pero se trata de una verdad menor. La ciencia y la razón pueden informarnos sobre los hechos, no sobre los valores; pueden hablarnos sobre el uso, pero no pueden distinguir y decirnos qué es el bien y qué es el mal en un sentido moral; la razón puede decirnos cómo, pero no puede explicar por qué y darnos sentido. En una visión del mundo completamente racional, científica, mandamientos como “no matarás” y “amarás a tu prójimo como a ti mismo” no pueden existir, ya que la ciencia no proporciona un fundamento para ello.

La Proposición Final del Tractatus de Wittgenstein es bien conocida: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.”5

Lo que Wittgenstein quiere decir es que el lenguaje científico no habla en realidad de los problemas de la vida –no tiene nada que decir sobre la dignidad humana, ni sobre lo que hace que valga la pena vivir– ni del sufrimiento humano. De acuerdo con Wittgenstein, existe una verdad más alta, existe sentido, pero se manifiesta en el lenguaje de las Musas, en el arte. Sin embargo, no hay lugar para ellas en la visión del mundo racionalista y científica. Como explicara el director Harnoncourt en 2005, en su conferencia de apertura del Año Mozart: “El arte es el lenguaje de lo inefable y, aun así, se acerca más a muchas verdades últimas que el lenguaje del entendimiento, con su lógica, su claridad, sus terribles síes y noes.”6

La ciencia como visión del mundo, como proclamación de la verdad última sobre la vida, es mala fe en la medida en que su verdad carece de sentido en relación con las preguntas de la vida.

 

Kitsch

Pero la ciencia como visión del mundo es una posición un tanto elitista. Si realmente queremos saber en qué pone su fe una amplia mayoría de nuestra sociedad, qué es lo que considera realmente importante, debemos ir a una tienda de revistas como las que hay en cada aeropuerto. Son el espejo perfecto de nuestra sociedad. Lo que encontramos en todas esas tiendas es esto:

1. Una sección de computadoras y tecnología que indica cuánta fe tenemos en la tecnología y su progreso.

2. Invariablemente, una sección de deportes y carreras que expresa algo de nuestra fe en la velocidad. Todo debe ser siempre más rápido por la sencilla razón de que ya no tenemos tiempo.

3. No hay mucho que decir sobre la enorme sección dedicada al dinero y las finanzas. ¡Es nuestro poder supremo!

4. Y no olvidemos la sección sobre estilos de vida, belleza, sexo y celebridades. Aparentemente, no podemos vivir sin el brillo exterior, sin la emoción, sin el entretenimiento.

¿Por qué tenemos tanta fe en estos valores, y por qué, según Nietzsche, sólo se trata de una forma de mala fe? Una vez más Sócrates puede ayudarnos. Alguna vez el filósofo comentó sobre una cierta visión del mundo: “pone sus miras en lo agradable, sin atender a lo mejor”,7 lo cual constituye una perfecta definición del kitsch. Por lo general, pensamos en el kitsch como arte malo o mal gusto pero, como el filósofo Hermann Broch ha explicado, el kitsch es una visión del mundo, una mala fe con sus propios valores. ¿Cómo es la cultura kitsch?

Imaginemos una sociedad donde nuestra única meta sea lo agradable e ignoremos los valores absolutos de lo espiritual. A falta de absolutos, el primer resultado es la subjetividad total. Sólo existe mi ser individual y el resto de mundo gira en torno mío: lo que yo siento, lo que yo pienso, lo que yo soy. Ya que no puede haber nada más importante que mi ego, la actitud que se deriva de lo anterior es la que dice: “¡Debes respetar mi gusto; esta es mi opinión; debes respetar mis sentimientos; así soy yo!” No hay lugar para la crítica. En el marco de pensamiento de la subjetividad total –privado de cualquier identidad espiritual– la identidad se convierte en algo material. Debemos tener ese coche porque constituye lo que somos; o debemos tener ese reloj porque es la expresión de lo que somos; y lo mismo pasa con la ropa, las vacaciones, las casas, etcétera. Podemos comprar nuestra identidad, pues la identidad se expresa esencialmente en lo que tenemos.

Como la vida del intelecto ya no es relevante, la meta primaria es sentirse bien. Y en el preciso instante en que ya no nos sentimos bien, alguien debe analizarnos y componernos, hacernos sentir bien de nuevo. Queremos estar enamorados, no podemos vivir sin ese mágico sentimiento de romance y deseo. Pero cuando el romance se termina, el amor se va. La religión también está ahí para hacernos sentir bien, para estimular los sentimientos religiosos, para darnos una sensación de armonía, de paz. Ignoramos el hecho de que ninguno de los profetas que sí encontraron a Dios no tuvo jamás una experiencia agradable. En la cultura ego-kitsch, el significado de las palabras es el que queremos que tengan, así que cada vocablo puede significar lo que sea. Las palabras ya no son mensajeras de verdad y sentido; se convierten en parloteo hueco. Tenemos talk shows que existen para entretenernos con… parloteo. La poesía, en la que cada palabra es importante y está llena de sentido, es sustituida por el parloteo, por las palabras huecas de periódicos y talk shows.

En una visión del mundo que busca lo agradable no hay valores intrínsecos, todo es instrumental, todo debe ser útil. Así que no nos sorprenda ver que el arte aún importa, pero sólo en tanto propiedad, en tanto buena inversión o forma de entretenimiento. Y claro que tenemos amigos, siempre y cuando nos sean útiles. En la sociedad utilitaria de una cultura kitsch, la economía domina en la medida en que es mensurable, y el dinero es rey en la medida en que el valor instrumental por excelencia se ha convertido en la meta principal. Con dinero podemos comprar nuestra identidad, con dinero podemos comprar la felicidad, y entre más kitsch seamos, más dinero adquiriremos.

Es sencillamente evidente que en el mundo kitsch falta una palabra: eternidad. Sin trascendencia ni absoluto, no hay eternidad. Todo lo que hay es finito y transitorio. Saber que la vida no es más que un momento tiene un impacto enorme. Si ya no tenemos tiempo, es porque el sentido de eternidad se ha ido y todo debe ser hecho, vivido y experimentado ahora. Así adquirimos también un profundo miedo a la muerte. De ahí el culto a la lozanía, la glorificación de ser joven, de la eterna juventud, y la total infantilización de nuestra sociedad.

En el gran escape de la realidad, del aburrimiento y de la falta de sentido, otro aspecto acompaña al kitsch: el mundo de las drogas y el ruido. Hay un gigantesco aumento en los niveles de ruido, ruido en todas partes, de cualquier tipo; hay un miedo al silencio profundamente arraigado, adicción al parloteo, a los juegos, a la gratificación instantánea, al entretenimiento, todos ellos fenómenos que forman parte de la cultura kitsch.

Y no existe política sin kitsch. La política debería ser la discusión sobre qué es una sociedad buena, pero en el mundo kitsch todo gira en torno a la imagen perfecta, a las mentiras útiles, y a si yo –he aquí el yo de nuevo– me puedo identificar con el candidato X o Y. La economía ya no está sólo en los negocios y la generación de bienestar, en el desarrollo sustentable, sino en el pensamiento meramente comercial, en el que la calidad es reemplazada por el criterio único de la cantidad. Lo mismo vale para la educación. Las universidades ya no existen para la búsqueda del conocimiento; están subordinadas al utilitarismo. Desde este punto de vista, las personas estudian para “estar bien informadas” y “mantenerse al día”, para aprender la forma más fácil de obtener dinero. La educación ha hecho suya la tarea de formar personas “estándar”, personas que, de ser posible, serán tan fáciles de utilizar y tan intercambiables como una moneda.

En pocas palabras, el kitsch es el gran reductor de todo: la verdad se reduce a los hechos; el amor y la religión a la gratificación instantánea; el conocimiento a la información; el mundo a mi ego; la eternidad a un momento; el arte a una mercancía. Según mi definición, el kitsch es belleza sin verdad. Es tentador y parece atractivo debido a su belleza… pero es hueco. Pretende ser real, pero es kitsch. Y no entendemos lo suficientemente bien sus consecuencias. Cuando Joseph Brodsky, el gran poeta y ganador del Premio Nobel, pudo escapar del totalitarismo de la Unión Soviética y marchó hacia el exilio en Estados Unidos, se sintió profundamente conmocionado al ver lo que el mundo libre hacía con su libertad. Brodsky hizo la siguiente observación:

 

 

Peor que la censura, incluso peor que la quema de libros, es la negligencia hacia la literatura, el no leer literatura. No se trata del destino de la cultura. Se trata del destino del ser humano. La poesía, el lenguaje de la literatura, es el único instrumento que tenemos para comprender y comunicar nuestras experiencias y emociones más profundas. Sin este lenguaje, las personas ya no podrán comunicar lo que yace en lo profundo de su ser. El único lenguaje que nos queda es el lenguaje corporal, que es por definición violento.

 

 

Brodsky tiene razón, y debemos darnos cuenta de que hay una conexión inmediata entre la quiebra de las librerías independientes, la escasa lectura de poesía, la desaparición de la educación artística, el culto a la hombría en las películas de Clint Eastwood, Bruce Willis, Tom Cruise, etcétera, en las que un hombre de verdad mantiene la boca cerrada y se limita a asesinar, y las recientes masacres escolares. Quienquiera que sostenga la urgencia de mayor seguridad para evitar estas atrocidades es, o bien, hipócrita, o increíblemente estúpido. Hemos creado una situación en la que las personas ya no son capaces de expresarse con palabras, sólo con acciones.

Todas las características de la cultura kitsch tienen un común denominador: la pérdida de la libertad espiritual, descrita magistralmente por Dostoievski en su novela Los hermanos Karamazov, en el célebre capítulo “La leyenda del Gran Inquisidor”.

Recordemos dónde se sitúa: Sevilla, España, siglo XVI; el apogeo del catolicismo. Es el día en que, “en honor a Dios”, ¡un centenar de herejes serán enviados a la hoguera!, una ocasión a la que asisten el Rey, la corte, los caballeros, los cardenales y toda la población de Sevilla. Pero, de pronto, la gente reconoce a un extraño como Él –con E mayúscula. Él cura a un hombre ciego; un niño vuelve a la vida. El Gran Inquisidor, un cardenal de noventa años, también reconoce al extraño como el Cristo e inmediatamente ordena a sus guardias apresar a Jesús, cosa que hacen, entrenados como están para obedecer y seguir órdenes, y la gente lo acepta.

Más tarde esa noche, el cardenal visita a Cristo en la prisión. Cristo no dice nada. Es el cardenal quien habla y culpa a Jesús por su regreso, mismo que, según este funcionario de alto rango de la Iglesia, terminará a la mañana siguiente, porque Jesús también será quemado como un hereje. ¿Por qué? Según Cristo, “no sólo de pan vive el hombre”, y Cristo quiere que seamos libres. “¡Error!”, le dice el Gran Inquisidor:

 

 

“Eres un tonto, y nosotros, la Iglesia, hemos corregido tu enorme equivocación. Si las personas se ven forzadas a elegir entre la libertad espiritual y la satisfacción material, escogerán esta última. La gente –sostiene el cardenal– ¡odia la libertad! Quieren a alguien para que los gobierne y para venerarlo. La gente quiere deshacerse de su libertad tan rápido como sea posible. No desean libertad de conciencia, experimentan el conocimiento del bien y el mal sólo como una gran causa de sufrimiento. Lo más horrible que has hecho –le dice el cardenal a Cristo al tiempo que lo señala con el dedo– es exigir que la gente sea libre y tome sus propias decisiones en la vida. Esto pese a los tres poderes que te fueron ofrecidos en el desierto por mi verdadero héroe, el diablo: el milagro, el misterio y la autoridad. Con esos tres poderes podrías haber hecho feliz a la gente, pero, arrogante, ¡te negaste!” La amarga conclusión del cardenal es: “Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro (que es mucho más fácil de venerar), el misterio y la autoridad. A la gente le encanta obedecer porque esto los libera de la carga de la libertad y la responsabilidad. Ahora, con estos tres poderes, la Iglesia ofrece, ni más ni menos que la felicidad universal.”8

 

 

La felicidad al precio de la libertad perdida: en eso consiste la mala fe.

 

Política

Si esta es nuestra cultura, la cultura de la mala fe, entonces, ¿qué podemos esperar de la política, ya sea como ciencia o como búsqueda de la buena sociedad? ¿Con qué clase de ideas nos encontramos aquí? En general, la política democrática se encuentra en estado de negación. Alexis de Tocqueville ya nos había advertido sobre la transformación de la política en administración burocrática concentrada en la economía, la estabilidad, la aplicación de la ley, la representación del interés… en pocas palabras, en mantener el poder y garantizar el statu quo.

Obviamente, existen diferencias entre “conservadores/republicanos” y “liberales/demócratas”. Sin embargo, lo que resulta sorprendente (o lo que ya no nos sorprende) es que sus opiniones están muy desconectadas de las preguntas reales, y que su retórica tan hueca expresa una visión del mundo extremadamente empobrecida.

Los conservadores:

• hablan mucho sobre los valores espirituales pero, al final del día, cuenta más lo que se tiene que lo que se es;

• hablan constantemente sobre Dios y Jesús, pero en la práctica su preocupación central es proteger el statu quo y los intereses del establishment. Nunca los escucharemos mencionar el hecho de que la ética de los profetas del Antiguo Testamento y del hombre de Nazaret es una revuelta radical contra la injusticia, la pobreza, el materialismo y el racismo;

• hablan todo el tiempo sobre los valores, pero consideran que el estilo de vida correcto se basa siempre en la obediencia, no en las preguntas, no en la búsqueda y la experiencia personal de la vida;

• hablan sobre la libertad, pero un fuerte antiintelectualismo rechaza la formación liberal en la reflexión crítica. (En su gran libro sobre el antiintelectualismo en Estados Unidos, el historiador Richard Hofstadter cita a un político conservador que durante las elecciones de la década de 1930 dijo: “No estoy familiarizado con las grandes obras de arte europeas, pero esta noche les digo: ‘Sé leer los corazones del Pueblo Estadounidense. Y vamos a arrancar el gobierno de manos de estos citadinos, y vamos a devolvérselo a la gente que aún cree que dos más dos son cuatro, que Dios está en el Cielo y que la Biblia es su Palabra’.”9

Los liberales sí creen en la justicia social, en la igualdad de oportunidades, en el progreso, pero:

• tienen una visión del mundo fundamentalmente materialista; las preocupaciones sociales y materiales se anteponen;

• reducen los valores espirituales a valores sociales;

• no creen que haya una medida objetiva para saber qué es mejor en términos de valores espirituales. Todo depende de la elección individual; no hay un sentido intrínseco, sólo un contexto social;

• sin embargo, saben lo que es peor y, a fin de evitarlo, les resultan esenciales los derechos humanos y el derecho internacional;

• hay entre ellos menos antiintelectualismo, aunque la alta cultura se considera elitista. La diferencia entre Mozart y Madonna es simplemente una diferencia de gusto.

Hace cerca de 150 años Kierkegaard hizo la siguiente observación: “Nuestra época recuerda la de la decadencia griega: todo subsiste, pero nadie cree ya en las viejas formas. Han desaparecido los vínculos espirituales que las legitimaban.”10

Esta observación no ha hecho sino cobrar importancia: sí, todo continúa, pero todo aquel que mantenga un ojo abierto sabe que las élites políticas no tienen autoridad, ni respuestas a las preguntas clave; que el tejido conectivo que mantiene unida a nuestra sociedad, “el vínculo invisible y espiritual” que otorga validez y sentido ha desaparecido en verdad. Lo que enfrentamos es una fragmentación étnica creciente, un abismo cada vez más grande entre ricos y pobres, una continua desintegración, un aumento de la violencia y la agresión, una sensación de falta de sentido por doquier.

Resulta ingenuo y peligroso pensar que esto no tendrá consecuencias; la historia sabe que situaciones así le dan más y más espacio a los populistas, a los demagogos, a los charlatanes y, finalmente, a la tentación de una visión fundamentalista del mundo. He aquí una fea fe y, ya sea religiosa o secular, sus características son las mismas:

• hay un filósofo rey y una élite de sacerdotes e intelectuales que se declara poseedora de la verdad;

• existe la promesa de una sociedad perfecta;

• se tiene una visión del mundo maniquea: el bien absoluto contra el mal absoluto, y la élite gobernante conoce perfectamente el bien y el mal;

• no hay libertad, sino obediencia a la autoridad absoluta;

• es antidemocrática, cuenta con una ingeniería social;

• hay un fuerte antiintelectualismo y una fuerte politización mental;

• el fin justifica los medios: la violencia y el asesinato son permitidos para alcanzar la sagrada meta;

• nunca hay compasión;

• es profundamente nihilista, ya que la violencia nunca cesará, nunca podrá cesar, pues sólo terminará cuando exista la “sociedad perfecta”;

• el culto a la muerte es el único lenguaje: hay una gramática de la muerte.

 

Hacia la nobleza de espíritu

¿Es eso todo lo que hay? ¿Una cultura kitsch, el culto fundamentalista a la muerte, la retórica vacía de la política democrática?

“Sí”, dice Nietzsche, “¡se lo dije!”

“No”, dice una voz tenue, pero resuelta. Es la voz de Sócrates que nos invita a regresar a nuestra pregunta original, la pregunta que formulamos en ocasión de aquellas dos películas: ¿qué hace que la vida valga la pena de vivirse? ¿A qué debemos la dignidad humana?, ¿qué le da sentido a la vida? Sócrates nos recuerda lo que dijo en su juicio: “una vida sin examen no merece ser vivida”,11 es decir que vivimos para hacer preguntas, y las preguntas más importantes son esas que acabamos de mencionar. ¿Cómo debemos vivir?

Sócrates explica que formular la pregunta ya es el primer paso fuera de la esfera de lo kitsch, del nihilismo. A continuación nos recuerda que en tanto seres humanos poseemos una naturaleza dual. Puesto que somos carne y sangre, tenemos una existencia física, terrenal, con instintos, corrientes, pasiones. Un hecho mostrado de manera impactante en la película de Sergio Leone. Pero también somos seres espirituales, sabemos sobre la verdad, la justicia, la compasión, la libertad, la bondad.

Irritado, Nietzsche interviene de nuevo, convencido de que Sócrates hará una vez más uno de sus famosos trucos dialécticos, y dice: “Podemos saber sobre estos majestuosos ideales, pero no olvidemos que son sólo palabras, palabras insignificantes, pues lo que expresan no permanece y, por lo tanto, su ‘sentido’ es sólo una interpretación o depende de los poderes existentes.”

Sócrates, empero, nos advierte que hemos de ser cuidadosos y nos pide un poco de examen antes de abandonar la fe en el significado de las palabras. ¿Es verdad que nada permanece? Sí, todos somos mortales y, más que nada, todos estamos bien conscientes de que podemos perder lo que nos es caro: la salud, los amores, las amistades, el trabajo, el dinero, el estatus, etcétera. La vida es básicamente experiencia de la pérdida. Y precisamente por eso existe una búsqueda de aquello que permanece. Pronto descubrimos que de lo material no mucho permanece, pero también descubrimos que hay amistades que duran toda la vida, o que la experiencia indescriptible de un amor permanece incluso después de que el amado ha muerto. Descubrimos que hay verdad en las palabras del Cantar de los Cantares: “es fuerte el amor como la muerte”,12 que hay un amor que incluso la muerte no puede destruir. Ese amor, esa amistad, existen por un acto de buena fe, por la confianza en su verdad. El arte puede ayudarnos a entender qué clase de verdad es ésta, ya que no nos es tan familiar como la verdad científica. El gran arte también tiene la cualidad de la permanencia: aún escuchamos la música de Bach y nos sentimos conmovidos, leemos los sonetos de Shakespeare y lloramos, podemos ver las tragedias de Sófocles y sentirnos conmocionados. ¿Por qué? Porque estas obras nos hablan y sólo pueden hablarnos porque hay vida en ellas. Todo lo muerto permanece en silencio, pero lo que está vivo tiene voz. Hay vida en estas obras porque hay verdad en ellas. Sin la verdad, sin el sentido, no existirían ya. La verdad trae vida porque la vida no puede fundarse en una mentira. Sólo la verdadera amistad permanece, el verdadero amor, la verdadera belleza.

Recordemos lo que Sócrates dijo sobre la cultura kitsch: “pone sus miras en lo agradable, sin atender a lo mejor”. ¿Qué es lo mejor? ¿Qué hace que la vida tenga sentido y valga la pena de vivirse? La respuesta de Sócrates es tan simple como profunda: si todo lo que tiene vida es bueno, entonces lo mejor de nuestra vida es ¡aquello que da vida a la vida! Lo que debemos saber, practicar y predicar, por ende, es lo que podría llamarse “la gramática de la vida”. Las palabras clave de esta gramática son: libertad, verdad, belleza, justicia, amor, amistad, alma, perdón, y estas son cualidades que dan vida; pueden transformar lo físico y material en espiritual; lo transitorio en atemporal; el sinsentido en sentido. Estas palabras dan vida a la vida porque la dignifican, la llenan de verdad y le otorgan un valor perenne. Estos valores son sagrados, lo que significa que son intrínsecos, que no han de ser usados, manipulados ni poseídos. Son la encarnación trascendente de nuestra verdadera identidad, de lo que deberíamos ser en tanto seres espirituales, la expresión de la verdad contra la que ha de medirse el nivel de nuestra dignidad humana. En este espejo crítico no importa lo que tenemos, sino lo que hacemos; la riqueza, el poder, la fama, la raza, el género, son irrelevantes, lo que importa es que seamos justos. ¿Tenemos compasión? ¿Vivimos con verdad? Sólo los valores espirituales nos permiten darnos cuenta de que no derivamos nuestra verdadera identidad de lo que somos –carne y sangre– sino de lo que deberíamos ser: los portadores de estas cualidades, de estos valores y virtudes perennes, dadores de vida, que representan lo mejor de la existencia humana.

No se trata de quiénes somos sino de quiénes deberíamos ser. ¡La gramática de la vida es una forma de educación! Debemos educarnos en el significado de las palabras para comprender las ideas; debemos educarnos para construir valores universales y atemporales propios, para desarrollar nuestra sensibilidad hacia lo que tiene valor real; debemos educarnos en la práctica de las virtudes, pues sin arrojo y valentía no podremos alcanzar la sabiduría, ni actuar conforme a ella. En pocas palabras: necesitamos una educación liberal, educación en el espíritu de las humanidades, pues la esencia de esta educación nos hará libres; necesitamos vivir una vida que no esté guiada por el miedo, el prejuicio, la estupidez, la lujuria, la obediencia, sino por la nobleza de espíritu, la dignidad humana, la verdadera libertad. Y no hay una educación liberal sin arte, sin los clásicos de las humanidades: son ellos la quintaesencia de la vida.

En Si esto es un hombre, las memorias de Primo Levi –científico y agnóstico– sobre su supervivencia en Auschwitz, Levi relata el momento decisivo, el instante en que se dio cuenta de que podría sobrevivir. Levi, junto con un joven amigo francés, va a recoger la sopa para el grupo que está a medio kilómetro de donde realizan trabajos forzados. De pronto recuerda el canto de Ulises en la Divina Comedia de Dante. Levi se sabe la mayor parte de estos cantos de memoria, y quiere traducirlos al francés para su amigo. Así, escribe:

 

 

Tengo prisa, una prisa furibunda.

        Mira, atento Pikolo, abre los oídos y la mente, necesito que entiendas:

 

               Considerad vuestra ascendencia:

               para vida animal no habéis nacido,

               sino para adquirir virtud y ciencia.

 

Es como si lo escuchara por primera vez: como un toque de clarín, como la voz de Dios. Por un momento olvido quién soy y dónde estoy.13

 

 

Otro ejemplo es la historia del poeta judío polaco Aleksander Wat, quien durante la Segunda Guerra Mundial fue encerrado en la prisión estalinista de Lubyanka, en Moscú. En Mi siglo –sus memorias– cuenta que de pronto tuvo la sensación de que podría soportar esa terrorífica prisión cuando, una mañana a principios de primavera, escuchó algunos fragmentos de la Pasión según San Mateo, de Bach. Se conmovió y se dio cuenta: “si la voz humana, si los instrumentos hechos por el hombre, si el alma humana puede crear, aunque sea una vez en toda la historia, tal armonía, tal belleza, tal verdad y poder en tal unidad de inspiración, si esto existe, entonces qué efímera, qué insustancial debe ser toda la fuerza del imperio soviético”.14

Estas dos historias atestiguan el significado del gran arte en la vida humana. Ilustran que si hay algo –además del amor y la amistad– que puede dar sentido a la vida, que da vida a la vida, es la belleza del arte. ~

Notas y traducción del inglés de Marianela Santoveña

 

 

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1. Se trata de un fragmento póstumo que no aparece en ninguna de las selecciones que han sido editadas en español. Véase la nota 3.

2. Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial. “La gaya scienza”, 2da. edición, traducción, introducción y notas de José Jara (Caracas, Monte Ávila Editores, 1992), fragmento 125. Cursivas en el original.

3. Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos: una selección, edición de Günter Wohlfart, traducción de Joaquín Chamorro Mielke (Madrid, Abada, 2004), fragmento 9 [35] (primavera-verano de 1887). Cursivas en el original.

4. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, versión española de Enrique Tierno Galván (Madrid, Alianza Editorial, 1985), fragmento 6.52. Cursivas en el original.

5. Ibíd., fragmento 7.

6. Puede encontrarse una selección de los escritos de Harnoncourt, incluido este discurso, en Nikolaus Harnoncourt, La música como discurso sonoro, traducción de Juan Luis Milán (Barcelona, Acantilado, 2006).

7. Platón, Gorgias, traducción, introducción y notas de Francisco García Yagüe (Buenos Aires, Aguilar, 1980), 465a. Riemen se refiere a la visión del mundo de la retórica según Sócrates.

8. El texto entrecomillado no es el texto original de Fiodor Dostoievski en el Libro v, Capítulo v de Los hermanos Karamazov, sino una versión del diálogo narrada por el propio Riemen.

9. Richard Hofstadter, El antiintelectualismo en la vida norteamericana (Madrid, Tecnos, 1965). El texto no se reedita desde la década de los setenta.

10. Søren Kierkegaard, O lo uno o lo otro / Un fragmento de vida i, edición y traducción de Darío González (Madrid, Trotta, 2006).

11. Platón, Apología, traducción de Julio Calonge, en Diálogos (Madrid, Gredos, 1999), 38e.

12. Cantar de los Cantares (8, 6).

13. Primo Levi, Si esto es un hombre, traducción de Pilar Gómez Bedate (Barcelona, Muchnik, 1989).

14. Existe un proyecto de publicación de las memorias de Aleksander Wat, recogidas por Czeslaw Milosz, en español, pero el texto aún no ha salido al mercado.

 

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