Ilustración: Ari Chávez Chacón

Entre el deshielo y la democratización

La relajación del embargo estadounidense a Cuba acaba con una política que ha durado más de medio siglo. Pero, sin un proceso de cambio democrático y ampliación de libertades, será otra oportunidad perdida para los cubanos.
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Los cubanos tienen un dicho sobre la vida diaria:

“No es fácil.” Hoy, Estados Unidos quiere

ser un socio para hacer que la vida de los cubanos

ordinarios sea un poco más fácil,

más libre y más próspera.

Barack Obama

La noticia de una paulatina normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba ha desatado abundante polémica.Washington marcó una ruta de acciones concretas mientras que Raúl Castro se limitó a ofrecer algunas consideraciones, más bien generales, en torno al proceso. Desde entonces, se expande en la prensa y redes sociales un debate cuyos ejes son la validez, legitimidad y futuro de la política estadounidense de aislamiento hacia Cuba; el nexo de esta con el pendiente proceso democratizador cubano; así como la viabilidad y consecuencias del proceso de diálogo y apertura para las relaciones bilaterales y el régimen político de La Habana.

Segmentos radicales del exilio de Miami y políticos republicanos han reprochado a Obama su traición al pueblo cubano y al compromiso de los Estados Unidos en la defensa global de la democracia. Algo debatible, pues no solo el mandatario enfatizó en su discurso la continuada apuesta en pro de la democratización de la isla, sino que la diplomacia de Estados Unidos no se basa en una inconmovible política de aislamiento a todo régimen que viole los derechos humanos. De ser así Estados Unidos no tendría embajadas ni comercio con Arabia Saudita y Vietnam, ni con otros muchos gobiernos poco afectos a las ideas de soberanía popular y pluralismo político. Queda claro que otras variables de la geopolítica bilateral (los limitados intereses comerciales, el moderado riesgo militar) o de la política doméstica (el peso del lobby cubanoamericano dentro del establishment estadounidense) han servido, hasta la fecha, para el mantenimiento de la hostilidad contra La Habana.

Otro de los argumentos de los enemigos de la normalización consiste en señalar que, ante la actual crisis venezolana, el gobierno cubano se encuentra en una desesperada búsqueda de créditos e inversiones, lo que le haría proclive a una apertura política. Por ello, insisten en que los anuncios de Obama equivalen a una suerte de salvavidas navideño para el ahogado del Caribe. Sin embargo, aquí se obvia la historia reciente. La experiencia del fin de la Unión Soviética (1991) reveló que un gobierno como el cubano, con total control de los recursos materiales y movilizativos del país, puede operar en condiciones de extrema restricción de recursos financieros y aislamiento diplomático. Adicionalmente, como ha explicado Carmelo Mesa Lago, en la actualidad una mayor (aunque insuficiente) diversificación de la matriz energética, el comercio y las inversiones del país caribeño disminuyen el potencial impacto del fin del subsidio petrolero venezolano. Las relaciones diplomáticas de la Habana pasan por el mejor momento de toda la etapa revolucionaria. En suma: Cuba está en mejores condiciones para afrontar una (poco probable) crisis de la magnitud de la de 1989-1993 a contrapelo de un Estados Unidos crecientemente aislado en el entorno internacional –recuérdese la repetida condena en la onu al bloqueo– y en los organismos interamericanos.

Por la naturaleza de su esquema postotalitario de dominación, el gobierno cubano apenas necesita, para sostenerse, de una reproducción simple que le garantice los recursos para la represión de los opositores, las ganancias (por el momento canalizadas al consumo en fronteras) de la élite político-militar y sus aliados menores (gerentes, artistas, nuevos ricos, oficiales de los cuerpos armados) y una canasta (muy) básica para una población desgastada en la lucha por la supervivencia cotidiana. Para pasar a una reproducción ampliada (donde se sustituya la represión por un control hegemónico, donde las élites dispongan de capitales y mercados para la inversión allende el país, y donde se amplíe la base social del régimen), sí precisa un relajamiento o, en extremo, la normalización de las relaciones con su poderoso vecino. Por ello se abre una posibilidad de que los intereses de disímiles actores (los futuros dirigentes cubanos, la nueva clase media emergente, la disidencia cubana, etc.) coincidan, de forma aleatoria, con las condiciones generadas por la normalización.

La hipótesis de la olla de presión –agudizar las sanciones para provocar la sublevación popular contra el gobierno– debería ser, además, moralmente indefendible por quienes no compartimos, cotidianamente, la suerte y condiciones de vida de nuestros compatriotas en la isla. Los costos (reales y simbólicos) de tan fracasada política los pagan los ciudadanos cubanos: tanto las mayorías que ven sus vidas cotidianas (ya precarias por el mediocre funcionamiento del modelo estatista) adicionalmente afectadas por las carencias provocadas por el embargo/bloqueo como los acosados disidentes que ven su labor distorsionada por una propaganda oficial que les señala como “mercenarios de una potencia extranjera”. Entonces, probada la ineficacia de esta estrategia a lo largo de cinco décadas, el momento de probar algo distinto parece haber llegado.

El atizamiento del hastío interno como recurso político es también dudoso en su efectividad, pues no hay pruebas de que el mantenimiento o refuerzo de las sanciones dividiría a la élite, debilitaría su control político y envalentonaría a la población, sacándola a la calle. En todo caso, a mayor pobreza de la gente, mayor dependencia de esta respecto al Estado. Hoy ese Estado es, a la vez, patrón y policía de la ciudadanía toda; mañana puede ser apenas lo segundo, si se abren mayores esferas de autonomía personal y colectiva.

Que defendamos lo correcto (en términos prácticos y éticos) de la iniciativa de Obama no nos lleva a asumir, peregrinamente, la fábula de que la normalización habilitará, mecánicamente y en el mediano plazo, dinámicas democratizadoras decisivas. Queda claro que el gobierno cubano no se compromete, por motivación propia, a ninguna apertura política como contrapartida del cese de las sanciones. No pasó en China ni en Vietnam, dos regímenes gemelos al cubano en cuanto a sistema político, mecanismos de control social e ideología de Estado. De hecho, la élite cubana ha sostenido, en su estrategia hacia el exterior, dos posturas respecto a la relación bloqueo-democratización: la principal (en boca de sus dirigentes más destacados) insiste hasta el cansancio en que es posible dialogar con Estados Unidos pero sin hacer concesiones de principio (léase cambios políticos); la secundaria (ocasionalmente expresada por funcionarios de menor rango y dirigida a públicos y foros foráneos simpatizantes de la “Revolución”) ha coqueteado con la ecuación a menor acoso de Estados Unidos mayor posibilidad de apertura, pero sin asumir compromisos claros y explícitos sobre las formas y pasos que concretarían esta última. De modo que, en el corto plazo, cabe esperar que la élite cubana seguirá sustituyendo las reglas de un Estado de derecho por su ejercicio arbitrario de los derechos del Estado. Las detenciones y actos represivos con los que el gobierno cubano cerró el 2014 y recibió el nuevo año apuntan en esa dirección.

Sin embargo, evaluados desde la sana combinación del optimismo de la voluntad y el pesimismo del intelecto, los complejos caminos derivados del acercamiento Estados Unidos-Cuba sugieren algunos escenarios interesantes. La ruta (incierta y dinámica) de la normalización presenta oportunidades para la pluralización de la sociedad civil, una mayor autonomía de los sujetos económicos y un ascenso de nuevas élites (más tecnocráticas/civiles y menos ideológicas/militares) al comando del país. Ello guarda relación con la resistencia y creatividad que muestre la oposición interna para adaptarse a las nuevas condiciones, así como del modo en que el acoso unilateral de Estados Unidos se transforme en una política interamericana de promoción pacifica de la democracia y los derechos humanos, para lo cual los gobiernos de la región deberán ser menos complacientes con los desplantes y represiones de La Habana. En esa dirección, sería también deseable una mayor articulación de los activistas y organizaciones existentes en la isla con entidades reconocidas de la sociedad civil internacional (Amnistía Internacional y Human Rights Watch, entre otros); de modo que sea la iniciativa civil trasnacional –más que cualquier agenda gubernamental extranjera– la que marque el paso de la democratización.

Si las sinergias entre los procesos de normalización (entre Estados Unidos y Cuba) y democratización (abandono del monopartidismo, despenalización del disenso y apertura de los medios y la sociedad civil en la isla) no se producen (con actos concretos como el reconocimiento a la existencia y labor de las organizaciones defensoras de derechos humanos, la visita de los relatores de la onu y la ratificación de los pactos en esa materia suscritos, en 2009, por La Habana), el proceso que ahora arranca significará otra oportunidad perdida para la causa de una Cuba plenamente reconciliada con los estándares regionales.

La política, como el dios Jano, tiene dos caras; ya que tanto las acciones de la élite como la movilización popular pueden contribuir a la democratización de un país o avalar inmovilismos y regresiones autoritarias. Hasta la fecha, el gobierno cubano –sin nada nuevo que ofrecer en cuanto a las vulneradas promesas revolucionarias– no ha dado muestras de procurar lo primero y la oposición –aunque meritoria en su resistencia y lento crecimiento– se ha revelado incapaz de frenar lo segundo. Si la anunciada normalización no se ve acompañada de procesos de empoderamiento ciudadano y cambio democrático, proseguirá la marcha triunfante del capitalismo autoritario (conjugando la retórica comunista y la explotación voraz de los trabajadores) mientras sus élites (y asociados globales) podrán lucrar, reprimir y perpetuarse, con la venia hemisférica. Como China, Cuba tendrá, en el mediano plazo, su autoritarismo colegiado, su burguesía roja, su internet con cortafuegos y su mercado sin república. Realidades para las que hoy, en un oscuro rincón de La Habana, se fraguan los cimientos. Corresponde, a los demócratas de dentro y fuera de la isla, imaginar y construir –con fórmulas de justicia social, pluralismo político y prosperidad económica– futuros alternativos para el pueblo cubano. ~

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es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.


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