El libro que Borges soñó

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Yo soy un Dios. Yo puedo crear la vida.

Borges, “Paréntesis pasional”, Grecia, 20 de enero de 1920.

Compruebo con una suerte de agridulce melancolía que todas las cosas en el mundo me llevan a una cita o a un libro.

Borges, “Las islas del Tigre”, Atlas, 1984.

Hasta el último suspiro Borges vivió bajo el dominio familiar de una “vasta y compleja literatura”. Como es sabido, se despidió del mundo al acabar una traducción, ejercicio que consideraba como la menos vanidosa tarea de escritura, la que exige más abnegación del autor. Esta operación casi mágica —decía la Oración Universal en los idiomas que poblaron su vida terrena de políglota— le permitió entregarse al último de esos juegos de máscaras cuyas reglas él inventó, afinó y complicó, y que practicó con brillantez desde el inicio, hasta con astucia a veces, como lo proclamaba el título de su primer libro de ensayos, Los naipes del tahúr, que en 1921 condenó a las llamas de su propia Inquisición.

Sus últimas lecturas lo habían preparado para este desfile verbal; nos habían llevado de la agonía de don Quijote —en ese capítulo final que Borges hubiera querido reescribir, para prolongar quizás, al menos en la ficción, su propia vida— al libro de Thomas de Quincey Los últimos días de Emmanuel Kant, cuya traducción francesa, hecha por Marcel Schwob y publicada en 1899, el año de su propio nacimiento, quiso que le releyeran.

Algunos días más tarde, el 4 de junio de 1986, Borges, quien acababa de dar a conocer sus últimos deseos sobre los rasgos de la presente edición, declaró con un entusiasmo que apenas disimulaba un inmenso y resignado cansancio: “Sí, se acabó”. Así repitió, traduciendo literalmente doce siglos después de que fueron pronunciadas, las palabras con las que Beda el Venerable dijo adiós a su propia vida y a la obra que acababa de terminar gracias a un escribano anónimo y escrupuloso. Borges quiso alimentar con circunstancias literarias los preparativos de su propia muerte, preparativos indisociables de una trama de referencias y de palabras que se entrecruzan en una larga filiación, y de las que sin duda alguna había dado la señal el poema “Cristo en la cruz”, de Los conjurados.

Hombre ordenado y riguroso, perfeccionista hasta en los menores detalles, aunque fingiera una debilidad por las erratas que, según él, mejoraban los textos, Borges quiso legar a la posteridad (a la que se avenía su “falsa modestia”) un estado último de su obra. La perspectiva, la urgencia le imponían una visión global, definitiva y rigurosamente estructurada. La preparación de la presente edición le había proporcionado el pretexto, la ocasión de poner un punto final a su obra en una traducción que le parecía una variante suplementaria, y atractiva, de la versión original.

En una etapa precedente había podido realizar una edición en lengua española de sus obras completas que reunía en un solo volumen su producción anterior a 1974.1 Este grueso volumen dedicado a su madre, tantas veces modificado y aligerado de textos desechados y condenados al olvido, le hizo sentir que había organizado una suma significativa —y no una colección de fragmentos o un tomo misceláneo— tendiente a esta exigencia de unidad que ordena con tanta constancia y maestría una producción en apariencia proteica.

Al adoptar para sus obras completas en lengua española una perspectiva cronológica (que además recuperaría para La Pléiade), Borges rechazaba decididamente una clasificación que hubiera opuesto la prosa a los versos, los cuentos a los ensayos, y que él consideraba artificial y arbitraria. Siempre sostuvo que el marco formal, lejos de ser lo primero, era para él un accidente que sólo dictaban las circunstancias, y en cualquier caso posterior a la inspiración original, que en la mayoría de los casos permanecía ajena a la fatalidad de las categorías convenidas. En sus colecciones llamadas “poéticas” mezcló con frecuencia —a partir de El hacedor (1960)— la prosa y el verso, y transcribió por igual bajo estas dos formas varios de sus poemas de juventud, cuyas dos versiones se encontrarían separadas si se diera a la noción de “género literario” el lugar que legítimamente ocupa en la obra de otros escritores.

No cabe duda de que conservó con esta práctica el ejemplo que le dieron otros autores modernistas: Rubén Darío —quien introdujo el poema en prosa en la lengua española— y Leopoldo Lugones —el maestro directo, que en el Lunario sentimental (1909) se entrega a un juego de metáforas sobre la luna usando unas veces la forma versificada, otras la teatral y otras más la narrativa. Por añadidura, Borges no olvidó que sus primeros relatos fantásticos abstractos, “El acercamiento a Almotásim” y “Pierre Menard, autor del Quijote”,2 fueron tomados en su mismo medio por una reseña de lectura objetiva y un ensayo en forma de noticia bibliográfica; fue así que el joven Bioy Casares se mostró lo bastante ingenuo como para mandar pedir a Londres The Approach to Al-Mu’tasim, supuestamente escrito por el abogado Mir Bahadur Ali, de Bombay. Más impertinente aún resulta La leche cuajada de La Martona, texto de 1935 cuya paternidad Borges compartió generosamente con Bioy: tal vez bajo la apariencia de un prospecto comercial, medio científico, medio chiflado, aquí esté ya la matriz del catálogo de libros que inscribe en la realidad de la ficción una vida imaginaria a tal punto verosímil que parece más real que la verdadera. Simulando promover el yogurt argentino —pretexto inesperado—, Borges, quien asume intelectualmente los encantos de la impostura y la verdad confundidas, reescribe con fantasía e imaginación los títulos y la obra de un auténtico investigador, Élie Metchnikoff, autor en 1904 de Algunos comentarios sobre la leche agria. En apariencia fútil, esta “transfiguración” cobra interés al recordar que se basa en una fuente literaria,3 que fundamenta y justifica el ejercicio de estilo, tan característico de la complejidad contenida en la mistificación borgeana.

Por medio de este ejemplo se aprende una de las propiedades de la escritura de Borges, que se sitúa más allá de la tradición de los géneros comprobados y la ortodoxia de la historia literaria. Borges se burlaba a menudo de lo que consideraba el procedimiento reductor de los profesores; siempre prefirió el acercamiento lúdico a los textos, liberado de las restricciones de la explicación. Además dejó testimonios muy elocuentes sobre su propia práctica docente, que según él debía limitarse al solo placer del texto, al goce literario —lo que no nos impedirá en modo alguno averiguar las reglas del juego, que nunca dejó de modificar.

Para este volumen, que recoge obras publicadas entre 1960 y 1985, igual que para el precedente, Borges quiso, pues, que se mantuviera el principio de una ordenación cronológica. Ya se vio que la cronología le parecía una superstición menos fastidiosa que la clasificación genérica. Pero como la versión de referencia (la de las Obras completas en lengua española publicadas en 1974) se detiene en El oro de los tigres, dictó hasta el detalle el orden que debía regir una construcción aún no realizada en el original. Mediante el análisis comparativo de las traducciones, mediante su aprobación o su rechazo, mediante la anexión a los textos canónicos de márgenes selectivos, reconstruyó especularmente lo que deseaba reconocer y conservar de su obra escrita desde los inicios de su ceguera (1955) hasta su muerte en 1986. Como hemos dicho, le gustaba ese toque final añadido por la traducción: confería a su obra una dimensión suplementaria, susceptible a su vez de otras transcripciones, de otras expansiones en otros idiomas, lo que la liberaba de una cierta resignación a la monodia. Y luego esa voluntad final lo reconducía a sus inicios, a los tiempos en que aún se preguntaba en qué idioma escribiría, y a la época (1919) de su primera publicación en francés, en Ginebra.4

Se descubre el lugar cada vez mayor que en su obra —desde finales de los años cincuenta— se asigna a la poesía, ejercicio solitario al alcance del ciego frustrado de gloria épica y que, en la sombra y el silencio, se deja guiar por el ritmo, la rima, y no pocas veces al comienzo hasta por el marco riguroso del soneto, antes de abandonarse al orden secreto de la enumeración caótica que en adelante gobierna su universo:

No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.5

Los ensayos, que estaban tan presentes en la primera etapa de su producción todavía muy marcada por la influencia de las especulaciones y el estilo de Macedonio Fernández, se limitan en este volumen a la reescritura de algunos fragmentos inspirados por la lectura de La divina comedia,6 y sobre todo a la reunión de prólogos que fueron, durante toda la vida de Borges, una manera de dialogar con las obras amadas y los autores amigos.7

Borges quiso concluir con una colección de cuentos no publicada en vida y que tituló La memoria de Shakespeare; estos cuatro vastos relatos (vastos al menos según la escala de su universo de formas breves) recuperan las intenciones de las “Parábolas”8 que, en 1920, iniciaron su producción en prosa, imaginativa y edificante a la vez.

También quiso introducir en el texto canónico otra de sus voces. La voz oral, descubierta cuando la escritura le quedó vedada9 y que tanto le costó expresar, le permitió entregarse en público al acto de creación literaria. Así se encuentran situadas en el mismo plano su producción escrita, largamente elaborada y revisada sin cesar, y esas conferencias reunidas en vida bajo los títulos Siete noches y Borges oral, que retoman, en un registro diferente y a modo de una pretendida improvisación, la mayor parte de los grandes temas que alimentaron su obra y su vida. Lo ubican en una tradición por él amada, la de los bardos o los contadores anónimos orientales, y en ciertos aspectos se asemejan a esas entrevistas que surgen a partir de sus encuentros con Georges Charbonnier10 y Jean de Milleret11 y que, más allá de la pertinencia o la banalidad de las preguntas planteadas, son el pretexto para una brillante autoexégesis (no exenta en ocasiones de autocrítica), para reconsiderar la situación de textos más o menos viejos. Someten al lector a las mismas repeticiones, a las mismas variaciones infinitas que las obras escritas; a Borges le gustaba considerarlas como una oportunidad inesperada de introspección, como otras tantas aventuras.

Sus obras escritas en colaboración fueron en cambio excluidas de manera inapelable,12 y sin embargo Borges siempre soñó con la escritura entre dos. Desde 1920 la practicó a menudo con el mallorquín Jacobo Sureda, su amigo de juventud, y aún en 1922 pensaba en ella, después de haber salido de Europa. Entonces proyecta escribir con Sureda un libro de ensayos y hasta un libro de poemas provisto de un polémico prefacio en la línea combativa del ultraísmo. Seguramente soñaba con revivir mediante una aventura literaria compartida lo que para él era una referencia obsesiva: la fraternidad viril que unió a su abuelo, el coronel Suárez, y al amigo de éste, el coronel Olavarría, una fraternidad tan evidente y ejemplar que hizo nacer un libro que ocupaba un lugar de honor en la biblioteca de Borges.13 Durante toda su vida Borges estaría tentado de reescribir en composiciones a dos voces la gloriosa asociación de los dos héroes:

Comme Euryale et Nisius, unis dans la vie.
Comme Euryale et Nisius, morts dans la gloire…14

Más tarde se complacerá en repetir que todo comienza y todo termina con un libro.

Cualesquiera que fueran los motivos que lo llevaron a excluir las obras escritas en colaboración, el lugar que Borges concedía a la amistad lo guió en las elecciones que hizo para la presente edición.

Así, al margen del texto, en su periferia inmediata, quiso que se publicaran algunos de los discursos que pronunció y los homenajes que rindió. Los textos cuya elección sugirió ilustran, ciertamente, los grandes momentos de su vida de escritor, el reconocimiento público que no evadió en modo alguno, aunque afirmaba buscar, como su padre, el anonimato. (No es ésta la menor de las ambigüedades del hombre, enmascarado, cortado en dos en “Borges y yo” —título que se convirtió en una fórmula de éxito—,15 pero que en realidad asumía sus numerosas contradicciones en un sueño sincero de unidad reconciliadora.) También algunos discursos, pronunciados en entregas de premios o en ceremonias diversas, satisfacen su fantasía de eterno niño sensible a las recompensas. Pero otros son claros tributos a la amistad, homenajes rendidos, casi siempre después de que habían desaparecido, a los amigos que lo rodearon y acompañaron en el intercambio.16 Borges, quien siempre profesó la religión de la amistad y observó sus ritos, se empeñó en relacionar a sus más queridos amigos con su obra literaria, en los homenajes, mediante los poemas que les están dedicados o por medio de las citas que les confieren un papel de testigos hasta en las ficciones más fantásticas. Vinculados a la vida de Borges, debían reaparecer en su obra.

Finalmente Borges quiso publicar en los márgenes de la última versión de sus obras completas algunas de sus cartas de juventud a costa de una infracción a la sucesión cronológica. Por las fechas en que fueron escritas, estas cartas debieron haber ocupado un lugar en el primer volumen, pero situadas al final del recorrido, como él sugirió, nos remiten, en una circularidad significativa, a sus inicios, a la etapa europea de iniciación, que es aclarada por ellas; a su vez, la etapa europea ayuda a comprender mejor las filiaciones, los encadenamientos, la trama futura de una obra hecha obsesivamente de simetrías y variaciones en eco.

Con una espontaneidad, una vitalidad, una exuberancia que poco a poco se difuminarán antes de dar lugar a una reserva victoriana que sólo abandonará en la intimidad, en sus cartas a Maurice Abramowicz Borges nos hace descubrir Ginebra, la ciudad que medio siglo después será la de Los conjurados, y el espíritu de mesura, tolerancia y fraternidad universal que profetizará con entusiasmo en su última obra, como un último mensaje, una conclusión dinámica. En su correspondencia con Cansinos Assens, el hombre de las metáforas, los excesos ultraístas, los salmos modernizados, es el universo de su maestro de la escritura el que cobra nueva vida —como renace, en las cartas a Macedonio Fernández, el universo de su maestro del pensamiento, del mentor que va a respaldarlo en su atracción por una libertad a veces rayana en lo arbitrario, que va a comunicarle su escepticismo creador, su fobia a las circunstancias, que va a hacerle entrever la dimensión metafísica de los mundos imaginarios que su amigo Xul Solar creaba en serie, como creaba religiones y lenguas. Finalmente Borges nos revela a Jacobo Sureda, el amigo mallorquín, arquetipo de ese encuentro soñado que hubiera podido hacer renacer el modelo ejemplar de la familia (el del abuelo Suárez y su amigo Olavarría), pero cuyo alejamiento, y poco después la muerte, impidieron concretar.

Al llegar al final de su vida, Borges declaraba, no sin cierta provocación, que quería que se guardara de él no la imagen de un autor, sino la de un gran lector. Ya en 1969 afirmaba en “Elogio de la sombra”:

De las generaciones de los textos que hay en la tierra,
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.17

La primera línea de escritura que nos llega de él —data de 1904— revela la importancia del descubrimiento de la lectura, descubrimiento que Borges debía a su extraordinaria abuela inglesa, Fanny Haslam, exiliada en una Argentina que nunca borró el recuerdo de su país natal. Esta primera línea —”Tiger, León, Papá, Leopard”— es perturbadora por más de un motivo: por su bilingüismo, que realiza la síntesis entre el otro y el mismo; por una enumeración rítmica, que anticipa la escritura cifrada que Borges hará suya posteriormente de una manera consciente; en fin, por su contenido: el tigre y su variante, el leopardo, nos sitúan precozmente en el camino de esas versiones y perversiones borgeanas que definen la coherencia de una obra en apariencia repetitiva y que en el fondo es la reescritura infinita de repeticiones infinitas.

Borges tiene siete años cuando reescribe en inglés su versión del Dictionnaire mythologique de Lemprière, o cuando improvisa en español arcaico, a la manera de Cervantes, en “La visera fatal”. Tiene nueve cuando se ejercita en la traducción de El príncipe feliz de Oscar Wilde, cuya elección, significativa debido a su atracción por un mundo imaginario y refinado y por cierto dandismo, no es inocente, como él mismo reconocerá posteriormente. En Ginebra querrá imitar a Ascasubi, Wordsworth, los simbolistas franceses, los expresionistas alemanes. En España, se entregará al estilo bíblico de las Parábolas y los Salmos, y parodiará a su padre inspirándose en el Cantar de los Cantares.

La aventura continuará. Escribirá Soleares andaluces, milongas criollas, tankas, haiku e incluso, en “El informe de Brodie”, el último viaje de Gulliver —y además, bajo distintas máscaras, fragmentos de antiguas literaturas escandinavas, zéjels y todas las piezas de “Museo”,18 en las que él aparece de manera muy compleja y hasta un poco perversa como un admirable falsificador. Con esto se inscribe en la tradición del tahúr, ese “tramposo” renegado, pero que él habría podido ser de manera exclusiva y perfecta si no hubiera tenido la intuición genial de poner en perspectiva tantos fragmentos significativos para reconstruirlos bajo su dominio en un universo que le pertenece sólo a él y que les da una existencia nueva y algo así como el toque final: “Soy un espejo, un eco. El epitafio”.19

En las páginas de los libros que leía y releía, Borges siempre dejó su huella. Según reglas muy elaboradas escribía, y después haría escribir, en las páginas blancas del inicio o del fin de los volúmenes, fragmentos significativos de la obra, fragmentos sabiamente recortados y que se leen con fascinación, como si fueran textos desconocidos, de otro orden —como si fueran creaciones intermedias, mediadoras entre la lectura de la que surgieron y la reescritura que ya en ellas se anuncia. Esos lugares de la vasta memoria borgeana desconciertan y provocan un encantamiento, seguramente por esa doble situación del antes y el después confundidos en el tiempo de la creación. Son los símbolos de una nueva escritura, autorizada por lecturas infinitas.

Esta edición restituye, pues, una obra rica, polifónica. De acuerdo con los deseos de Borges, recoge casi todas las voces de aquel que, polígrafo sin cortapisas, no privilegiaba ninguna.

Más allá de la variedad de las palabras y las formas, emerge una evolución que Borges destacó en numerosas ocasiones. Su escritura, nacida en las rupturas ultraístas, fuera de las reglas sintácticas, en la rebelión provocadora contra los modelos dominantes, pronto se repliega y se organiza en las sendas sucesivas de Whitman y los autores barrocos españoles, antes de orientarse hacia un criollismo oportunista, destinado a acercarlo a lectores en ocasiones reticentes. Después, bajo la influencia de Macedonio Fernández, Borges descubre una dimensión metafísica, a menudo polémica, antes de llegar a su propia voz fantástica, verdadero laberinto de lecturas cruzadas. La ceguera definitiva coincide con la madurez; una evolución sistemática y sin retorno lo conduce hacia una simplicidad léxica ysintáctica cada vez mayor y, paralelamente, hacia el uso de un número de referencias siempre creciente. Desde entonces, cada palabra, al cabo de numerosas reescrituras, se encuentra cargada de sus múltiples ocurrencias anteriores. En adelante, el texto de Borges lleva en sí páginas enteras de la literatura universal, en una especie de ecumenismo cultural que permite al artesano de una conjuración tan generosa reconciliar las lenguas de Babel en una red de interferencias vertiginosas —una red que puede desconcertar al lector y desequilibrar al comentador, sometido a la perpetua tentación de repetirse y con harta frecuencia condenado a la paráfrasis de su propia paráfrasis.

La presente edición quisiera ser el libro que Borges soñó, ese libro tan deseado y que por muchas razones no pudo realizar en vida. Con sus numerosas anotaciones, en los que el autor precisa, enriquece y da una nueva situación al libro canónico, se convierte en el libro de los libros con el que Borges se identifica (y para el que sugería un acercamiento fragmentario y un uso hedonista), al no haber podido encarnarse en una obra maestra, como lo hicieron Dante o Cervantes. De Dante, de Cervantes, Borges “sólo” quería conservar La divina comedia y el Quijote, obras emblemáticas que pensó reescribir, al menos bajo la forma casi virtual de argumentos de relatos, que su muerte suspendió.

A esta obra en expansión, que reescribía sin cesar, hasta el vértigo, y que había hecho de su vida una biblioteca infinita, la petrificó la muerte. Él había determinado los contornos con precisión e impaciencia, y de algún modo confió a sus traductores la tarea de llevarla a término, pues con un humor generoso, pero de doble filo, declaraba haberse dedicado, por su parte, a escribir el último borrador.

En realidad deja a los lectores el cuidado de acabarla. Éste es su último mensaje. A imagen de Pierre Menard, ese lector genial que supo conciliar, reconciliar incluso la lectura y la escritura,20 Borges, el otro, el mismo, invita a cada lector a imitarlo y a proseguir sin descanso la tarea infinita de la reescritura. Nos remite al misterio de los orígenes. En 1960, con una osadía sacrílega o, por decir lo menos, marcada por una temeridad loca, titula con naturalidad El Hacedor, un libro esencial en el que se reencuentra con la poesía y las parábolas de sus inicios. El título autoriza múltiples traducciones, que van desde el “artesano” hasta el “Creador” supremo. Tal vez es ésta, más allá de una provocación, la máscara en llamas que anula todos los vestuarios precedentes. Tal vez es la desnudez del “rojo Adán del Paraíso” y la recuperación, por aquel que “tantos hombres [ha] sido”, de la inocencia de los vergeles de antaño. Tal vez la suma de los innumerables rostros de Borges lo remite a los orígenes de la Creación.

Traducción de Rossana Reyes
© Gallimard (París) 1999

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