Donde bajan los dioses (fragmento)

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Se sentó en la terraza del hostal y pidió una botella de vino blanco: necesitaba dolorosamente beber, como Adolfo Castro. Hacerlo no le iba a ayudar a desentrañar lo sucedido en Carnota, ni siquiera le ayudaría a establecer si lo sucedido en Carnota había sido real o un mal sueño. Quizá debiera acudir a un médico porque ciertas circunstancias (la presencia del intruso en su casa, que se le apareciese Laura Ponte en momentos de soledad, las monstruosas huellas de la playa) eran extravíos sintomáticos de una salud mental y física a punto de colapsarse. Había barcos de recreo fondeados en medio de la ría. Nacho lo telefoneó al móvil por lo que se telefonea casi siempre a los móviles, o sea, por nada, que si hacía buen tiempo (mintió: dijo que llovía), que qué tal su estrategia de documentación, ah, y que, por cierto, de madrugada había pasado por delante de la casa de Sansavenir y había visto luz en la cocina, que si le había prestado el piso a alguien durante su ausencia. Que no: que dejaba siempre una luz encendida cuando estaba fuera para ahuyentar ladrones. Precavido. Hasta mañana. Hasta mañana. ¿Qué cojones haría Onofre levantado a esas horas? Quizá no pudiese dormir, se prepararía un vaso de leche o una infusión. Al día siguiente hablaría con él, sin más demora. Sin rodeos. Lo siento, Onofre, pero tienes que abandonar este piso. Yo no me llamo Onofre. La cagamos. Pidió otra botella. Sí, se haría unos análisis al llegar a la ciudad de mierda. Una dieta sana, un poco de ejercicio y las vacaciones le ayudarían a restablecerse, a recuperar el equilibrio y la tranquilidad: nunca volvería a ver huellas extrañas ni a descubrirse hablando con Laura Ponte ni a cruzarse con septuagenarios por el pasillo de su casa. Todo en orden, con aire de poema de Jorge Guillén. El sol calentaba con fuerza; recogió la botella y la copa y se sentó en el interior del bar, de cuyas paredes colgaban viejas fotografías de barcos. Reclamó el libro de firmas: quería echarle un último vistazo antes de marchar, confirmar que, sospechosamente, allí no había signos del poeta más importante de la zona y sí de otros considerados menores. El vino iba devolviéndole la calma y cierta euforia. Los acontecimientos de la playa, ahora, a la una de la tarde y tras botella y media, adquirían la lábil consistencia de una pesadilla infantil. Fue repasando las firmas, la mayoría de ellas estampadas al pie de dedicatorias más o menos convencionales. Un turista que había comido como dios, un pintor que nunca podría agradecer la insólita luz reflejada en las laderas de O Pindo, un cineasta que disfrutó de una calma beatífica, un don nadie que alababa el trato cortés, un poeta que había dado con el tono de un poema, un aficionado que dibujó una gaviota sobrevolando su firma, un deportista que se recuperaba de una lesión, un presentador de la tele en gira gastronómica, una señora que nunca había comido empanada tan exquisita, un andoba que lamentaba una quincena de lluvias interminables, un tal Vecilla que aludía a su adolescencia en Corcubión, una actriz que memorizó su papel en Las Hortensias, un Velasco que citaba un alcatraz herido, un cocinero que había aprendido no sé qué truco culinario, un tal Meilán que recorrió unas cuevas subterráneas, una doctora que corrigió la tesis en el hotel, en fin, así hasta dar con una dedicatoria sorprendente:
      
     Yo vi todos los mares del mundo, escapé de
     mil naufragios, yo vi el esqueleto de una sirena
     en Liverpool, mitad pez, mitad humano.
     — Anselmo Meis 6 de noviembre de 1960

El camarero se acercó a retirar la botella vacía y obsequiarle un pincho de empanada. Ah, está leyendo la dedicatoria de Meis, el loco de la sirena, le llamábamos por aquí. Un buen tipo, dijo el periodista. Tenía ganas de charla: extravertido alcohol del mediodía. Eso dicen, no llegué a conocerlo, murió cuando yo era muy niño. Fue uno de los pescadores más populares de esta costa. No vería todos los mares que asegura ni sobreviviría a mil naufragios, ni, probablemente, conoció en Liverpool ese esqueleto pero se pasó más de media vida en el mar hasta que desapareció durante un temporal en el Cabo de Hornos, en 1965 o 66, lo recuerdo porque en aquel barco iban varios marineros de Corcubión y fueron unos días trágicos, muchas familias quedaron rotas. Horrible. Sansavenir no quiso alarmarse: él había estado la noche pasada conversando con Anselmo Meis; ahora el camarero afirmaba que Meis había desaparecido casi cuarenta años atrás. Pensó: habré charlado con un hijo de ese Meis muerto que le habría transmitido a Sansavenir no sólo su memoria sino la memoria apócrifa del padre, incluido el esqueleto de Liverpool. El periodista no estaba dispuesto a que su vida de aquel domingo almacenara un nuevo despropósito: ya tenía suficiente con las huellas inexplicables en la playa de Carnota que, a medida que saboreaba el vino, se le antojaba un episodio ajeno, leído o soñado. Ese tal Meis, ¿tuvo hijos?, alguno que… No, no, Anselmo Meis murió soltero y sin hijos. El desastre del Cabo de Hornos marcó este pueblo. Sólo le cabía utilizar la razón para desmantelar lo absurdo de los datos que le proporcionaba el ilustrado camarero para determinar que entre este Anselmo Meis del que le hablaba, fallecido en 1965 o 1966, durante una tempestad en el Cabo de Hornos y el Anselmo Meis con el que Sansavenir había dialogado la madrugada anterior, verano de 2002, no existía correspondencia alguna porque el tiempo y la muerte poseen sus propias leyes inviolables. ¿Cómo era Meis, qué aspecto tenía? Ya le conté que cuando lo del naufragio yo era un crío, pero ahí, en aquella pared hay una foto de Anselmo, disculpe, tengo que seguir trabajando. Sansavenir dudó si acercarse a la pared indicada; colgaban varias fotografías pero no se veían con nitidez desde su sitio. Se levantó con el ánimo de quien debe reconocer el cadáver de una persona especialmente querida. Había fotos de la playa de Quenxe antes de la construcción del hostal, gentes arracimadas en el muelle, pescadores diminutos alrededor de una ballena, olas batiendo contra la costa escarpada. Todas en blanco y negro. Instantáneas de cuando el mundo quizá resultase más incómodo pero también más simple y las cosas no tenían nombres en inglés y uno sólo viajaba por obligación o aventura y había menos leyes y las lluvias cumplían sus ciclos rigurosos y el sol no producía cáncer y el cielo estaba arriba y el infierno abajo y nunca se mezclaban entre sí y allí, a la derecha, vio la fotografía de un hombre sentado en una barca puesta del revés (el nombre de la barca era La Sirena II): el hombre sostenía un cigarrillo en la mano izquierda y el pie de la foto retrocedía hasta 1964. Y supo que ese hombre que en la foto aparentaba cuarenta años —camisa blanca, pantalón oscuro, chaqueta también oscura doblada sobre el casco— era, con ocho lustros menos, el mismo hombre con el que había hablado la noche anterior. Lo supo por las manos grandes y las arrugas incipientes que denotaban las que padecería en la vejez, en una vejez que no iba a cumplirse, y en la sonrisa socarrona y en la frente altiva y en los ojos profundos de superviviente. Y supo entonces que en un bar de Cee, la noche anterior, él, Sansavenir, había conversado con Anselmo Meis; y supo que ese Anselmo Meis con el que había hablado y con el que compartió tres botellas de vino había muerto cuarenta años atrás durante una tempestad en el Cabo de Hornos. Y le pareció escuchar de nuevo las palabras con las que Meis se había despedido de madrugada para regresar a la muerte: Olvido. Es lo mejor. El olvido. Miró fijamente los ojos de Anselmo Meis en la fotografía y volvió a la mesa. Algo no andaba bien en su interior, algún desarreglo encenizaba su percepción de la realidad. ¿Síntomas de una enfermedad mortal, una incipiente locura? ¿La vida estaba desquiciada o era él quien no acertaba a interpretarla adecuadamente? Subió a la habitación y se tumbó en la cama, contemplando el techo como si en algún punto del cielorraso estuviese la salida de aquel laberinto de incongruencias en el que se veía atrapado. La biografía de César Luis Canosa, verdadera o falsa, se le antojaba ahora irrelevante, el eslabón de una cadena de contradicciones que formaba parte de otra biografía, la de un periodista asignado al área de cultura de un gris periódico de provincias que investigaba la vida de un poeta que parecía existir sólo en una enciclopedia escrita por un loco y entonces cesó la deslumbrante claridad del verano recién nacido para fundirse en un despropósito de nubes oscuras que dejaron su habitación, aquella en la que tal vez Blanca Andreu había concluido un poema o Manuel Rivas ideado un cuento, sumida en una penumbra sin aristas de algodón manchado como si el femenino rostro de la tarde se desmaquillara, una penumbra que se condecía con el descabalado fin de semana que no sabría integrar en una autobiografía que solía suceder dentro de unas normas violadas ahora por huellas de delirio en una playa solitaria y por un muerto resucitado en una taberna sombría y el cloc-cloc de la lluvia fue adormeciéndolo y soñó con Laura Ponte que le cogía una mano, le acariciaba el pelo y le decía tranquilo, amor, descansa, y ambos contemplaban el mundo desde el cabo de Fisterra donde César Luis Canosa Castro escribía en la superficie del mar un verso efímero pero inolvidable que Onofre recitaba en su dormitorio compartiendo una botella de Terras Gauda con Anselmo Meis que se apoyaba en una pared de la que colgaba el esqueleto de una sirena.
     Se despertó a las cinco y media de la tarde. Había vuelto a clarear pero un fuerte viento mecía las embarcaciones fondeadas, como si un gigante invisible recorriera el mar saltando sobre ellas. Se dio una ducha apresurada y preparó el equipaje. Hizo despacio el trayecto hasta Noia, disfrutando de aquel paisaje tan abrumadoramente hermoso, tratando de no pensar en los hermanos Canosa, ni en Meis, ni en huellas extrañas. Quizá la historia de César Luis, se dijo, debería permanecer tal cual, tal como estaba consignada en enciclopedias y otros textos, con su vida ejemplar y sus poemas civiles y sus premios y sus glorias porque en la biografía de cualquier personaje importante siempre existe una mosca cojonera como Pascual Armesto que ejerce de iconoclasta: lo fundamental no es lo que sucede sino cómo se cuenta. Las guerras responden siempre a turbios intereses económicos y los historiadores las analizan como enfrentamientos ideológicos, religiosos o culturales. E inventan héroes. Y César Luis Canosa era el héroe. Descanse en paz en el cementerio civil y católico de Corcubión. Amén.
     En Santiago lo esperaba el camión cargado de madera que le había asignado el ayuntamiento para precederlo hasta Silleda, tocándole los huevos, así que no pensó en nada porque iba cagándose en la puta madre del camionero. En el mesón Los Toneles bebió dos tazas de ribeiro tinto que le supieron a gloria in excelsis Deo y prosiguió ruta imaginándose la reacción de Onofre cuando lo viera, urdiendo las palabras con las que al día siguiente pondría fin a su estancia en el piso: Ya está bien, Onofre, esto es una broma, una broma demasiado larga y de mal gusto, así que recoge lo que hayas traído y vete, aunque Sansavenir sospechó la literaria respuesta: Preferiría no hacerlo. Y añadiría: Además, no me llamo Onofre. Cuando entró en casa, el parásito estaba siguiendo en la televisión las noticias de Tele 5. Se miraron: sólo unos segundos. Sansavenir fue directamente a su habitación un poco avergonzado.
     No le iba a resultar fácil deshacerse del intruso. Lo supo el miércoles que pidió la mañana libre en el trabajo con el fin de someterse a los análisis médicos que estableciesen la precariedad o la solidez de su salud, en fin, que determinasen la razón por la cual había visto huellas monstruosas donde debería haber visto las de un pie —de dos— humano de la talla 40, tipo Viernes de Robinson Crusoe. Cuando le contó su experiencia por extenso al médico de cabecera y sucintamente su vida (la tensión del divorcio, el trabajo excesivo), silenciando, eso sí, la presencia de Onofre, los diálogos con Laura Ponte y la inmoderada ingestión de alcohol, el hombre pareció alarmarse (o compadecerse) porque se avino a extender volantes para que Sansavenir pasara las pruebas de dos electros (electroencefalograma y electrocardiograma) y una extracción de sangre que ni Marco Pantani en el tour de Francia. Debilitado por el exiguo caudal sanguíneo y nervioso por los resultados de los electros a los que se sometió posteriormente y que quizá determinasen la propincuidad de su óbito o una incapacidad laboral que lo abocase a la jubilación anticipada (se vio como Onofre, paseando sin saber qué hacer con las horas, dialogando con Laura Ponte, adicto a las telenovelas, yendo a escuchar a Toñita Barbanza, visitando exposiciones, echándoles migajas a las palomas), decidió añadirle al flujo de su sangre algunas cervezas reconstituyentes en Pérgola, donde Nacho se interesó por el asunto Canosa, pero Sansavenir fue poco explícito ya que le parecía improcedente confesarle que lo más valioso de la investigación se lo había suministrado Anselmo Meis, un tipo que llevaba medio siglo muerto, que había follado como un semental y que juraba haber visto el esqueleto de una sirena, mitad humano, mitad pez. O sea, comentaría Freire, dices que hablaste con un fulano que murió a mediados del siglo pasado; y ese fulano afirma que se tiró a mujeres de casi todos los países y que la ex esposa de Canosa Castro es la madre de Toñita Barbanza; afirma también que vio el esqueleto de una sirena y, de paso, asegura que los dos primeros libros de César Luis Canosa no los escribió él sino su hermano, Adolfo Canosa, un alcohólico. Cierto que los bebedores tenemos una vena poética, como es mi caso, pero al escucharte siento incredulidad, asimismo, sed, ¡camarero, otra cerveza! Así pues, Sansavenir se limitó a exponer que carecía de argumentos nuevos en torno al poeta de Corcubión, que necesitaría regresar con más calma para hablar con personas que habían conocido a César Luis y que quizá aprovechara las vacaciones para hacerlo y que, realmente, que César Luis Canosa fuese o no el autor de los dos primeros libros carecía de interés, al menos, de interés periodístico, pero Nacho Freire argumentaba que si Lágrimas espesas y O paxaro nas illas pertenecían a Adolfo Canosa que al césar lo que es del césar. El juego de palabras de Nacho no resultaba brillante porque Nacho es ingenioso a partir de la sexta cerveza y sólo llevaba dos; pareció darse cuenta de ello porque vació la segunda y le hizo un gesto de ahogado al camarero para que le aprontase la tercera.
     Sansavenir estaba decidido a comer en casa aquel día y, mediante razonamientos fundamentados y corteses, conseguir que Onofre abandonase su hogar; quería recuperar su soledad con Laura Ponte, pasear desnudo por el piso después de ducharse,escuchar a todo volumen los tangos de Carlos Gardel, en fin, moverse libremente por su casa como en el poema “A patria” (No corazón da lúa, 1955) de César Luis.

Camiñaremos ceibes
pola patria
sen ninguén que interrompa
o noso soño.

Más o menos. Cuando llegó a casa a las 13.45 Onofre sonreía en el salón viendo una serie de dibujos animados en la que el coyote se daba unos hostiazos de escalofrío tratando de sorprender al correcaminos: ignoraba por qué, pero Sansavenir se sintió un poco coyote. Fue directamente a la cocina. Onofre había preparado una pota de lentejas —deliciosa— de las que comió dos platos repasando el discurso con el que instaría al intruso a desaparecer del piso. Amigo Onofre, su presencia aquí, aunque discreta, educada y silenciosa, no deja de ser un inconveniente ya que usted, ignoro cómo, ha invadido mi soledad, todo ello expresado sin irritación, incluso con un tono monótono, quizá su vida sea triste pero eso no le otorga ningún derecho sobre mi casa, entienda que toda persona necesita intimidad, la intimidad es un bien valioso, innegociable, si usted carece de techo bajo el que cobijarse, mi buen amigo, me ofrezco a hacer las gestiones pertinentes para conseguirle uno en una residencia donde, no lo dude, iré a visitarlo con regularidad, pero le ruego que cese ya esta invasión, en el fondo nada desagradable —son excelentes estas lentejas que usted prepara—. No sólo por la intimidad antes citada sino porque su presencia grava mi floja economía, comprenda mis razones, aquí me tiene para apoyarlo en lo que fuere menester pero le ruego que abandone este piso, se lo pido sin rencor y espero que usted, sin rencor, así lo haga, gracias, amigo.
     Se suministró una dosis extra de firmeza con un whisky. La deposición, coherente y ponderada, tenía que convencer a Onofre, por fuerza. Le dijo allá voy a la foto de Laura Ponte, le guiñó un ojo y se dirigió al salón. Onofre estaba siguiendo las noticias de Tele 5. Àngels Barceló introducía una que le impidió a Sansavenir, con el mando en la mano, no sólo escamotear la voz al aparato sino también hilvanar el discurso tan concienzudamente diseñado en la cocina, porque Àngels hablaba de que ahora que se acercaban las vacaciones, como todos los años, se produciría “el inhumano abandono” de ancianos que eran internados en residencias por sus familiares sin que pasaran luego a recogerlos, “cuando no”, decía, “abandonados sin más” en cualquier sitio, un supermercado, una gasolinera, un parque, “como objetos inútiles” y que la falta de sensibilidad de una sociedad “hacia sus mayores” constituía la lacra más repugnante y vil que pueda achacarse al ser humano “si ser humano puede llamarse a quien actúa así con un anciano porque”, a fin de cuentas, si la vida nos era propicia, “la ancianidad es el futuro que a todos nos aguarda” y en la pantalla se paseaban hombres y mujeres de muchísima edad o con el aspecto de tener muchos años, viejos y viejas que parecían vivir en la ausencia, dolorosamente indefensos, como si hubiesen seleccionado a los más decrépitos, matusalenes que de tanto vivir resultaban tristes como muñecos rotos, habitantes de una remota civilización sin niños ni jóvenes, sólo aquellos ancianos como espectros, como una legión de inmigrantes en permanente tránsito hacia patrias que jamás les abrían sus puertas obligándoles a proseguir su dolorosa errancia hasta que al fin un día, la muerte, su patria última, les franqueaba el acceso, pasad, adelante, bienvenidos, éste es el destino de vuestra peregrinación, al terminar el reportaje Onofre y Sansavenir se miraron en silencio, como si el intruso hubiese adivinado lo que el periodista proyectaba decirle y el periodista adivinado que el otro había adivinado y Sansavenir se sintió repugnante o traidor y ni siquiera se cepilló los dientes, salió al calor estival de la ciudad de mierda, se maldijo, blasfemó y se cagó en la putísima madre, sin especificar, hostia. –

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