Diario en el museo de los juguetes

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El 6 de diciembre de 1926 un oscuro filósofo y crítico literario llegó a Moscú. Se llamaba Walter Benjamin. El motivo político de su viaje era decidir, en la propia patria del socialismo, si debía ingresar al Partido Comunista Alemán. Su propósito privado no era menos acuciante: encontrarse con Asia Lacis (1891-1972), de la que Walter se había enamorado dos años atrás en Italia. Pero Asia no sólo vivía en Moscú con el dramaturgo alemán Bernhard Reich, sino llevaba tres meses internada en el sanatorio Rott, cerca de la calle Gorkij, víctima de una depresión nerviosa.
     El Diario de Moscú de Walter Benjamin (Berlín, 1892-Port Bou, 1940), el único documento realmente íntimo que dejó, comienza con el saludo de una Asia demacrada afuera del hospital y se cierra el 1 de febrero de 1927, con la despedida llorosa de los amantes, en la esquina de la Tverskaya, donde él tomó un trineo. Durante esos 60 días de un invierno benigno, Benjamin decidió no adherirse al partido y solamente pospuso el orto de su romance con Asia, que culminaría en Berlín en 1929. En la probable historia de los diarios íntimos del siglo xx, estas páginas del crítico alemán aparentan registrar un tiempo muerto. Pero creo que para el espíritu de Benjamin, en su aura como él diría, esos días moscovitas son decisivos.
     Dudo que exista un lector de Benjamin que no le guarde la más cariñosa de las amistades. Entre la turbulencia secular es difícil encontrar una inteligencia a la vez tan sutil y compleja, enamorada de la experiencia como miniatura poética pero rendida ante la totalidad sombría del lenguaje. Hijo de la germanidad judía, Walter Benjamin deseó caminar en la cuerda floja que separa al “materialismo” del “idealismo”. Fue mesiánico y empirista, literato y militante, marxista sin pretender ser dialéctico, artista de la teoría crítica o paradigma de su imposibilidad. Se propuso ser –no usando nunca la palabra yo– el primer crítico de la literatura alemana. No vivió para saber que lo recordamos como el intérprete más original de las letras europeas durante la primera mitad de la centuria. A diferencia de otros genios, Benjamin creyó en la insinuación y no en el dicterio. Ortodoxo o heterodoxo, no lo sé, jamás escupió sobre ninguna idea o persona. Quisiéramos llevar esa aura como una bendición.
     Entre las miles de páginas que se han escrito sobre él, sólo alcanzo a entender que fue un maestro de la vacilación como forma de pensar. Vaciló ante el sionismo. Desaprovechó la oportunidad de conocer a Kafka en Münich. Vivió de manera extravagante como marxista metafísico. Bertold Brecht lo deslumbró. Se resistió trágicamente a refugiarse, primero en Palestina, luego en los Estados Unidos. Su relación con sus autoritarios protectores de la llamada Escuela de Frankfurt sigue dando motivos de equívoco. Y a cambio de una muerte desoladora dejó una obra hospitalaria, donde el vacilante se convierte en guía generoso durante esa travesía que llamamos, por pereza mental, modernidad. La historia no tiene fin ni principio, pues lo que “llamamos camino es vacilación”, como escribió Kafka, ese arcano que apareció para que Benjamin lo interpretara.

Gershom Scholem (1897-1982) fue para Benjamin lo que Montaigne para La Boètie, el amigo entre los amigos, la sombra del árbol junto al sepulcro. Capítulo aparte merecería la crónica de una amistad cuyo baremo sólo se encuentra recordando a Tácito y Plinio el joven, a los santos poetas Teresa y Juan, a Goethe y Schiller.
     El gran estudioso de la Cábala, Scholem, sionista convencido, se salvó del Holocausto gracias a su emigración a Palestina en 1924. Más allá de la reconstrucción –Borges la llamaría invención– del misticismo judío, el sabio Scholem dedicó su vejez al rescate de la obra de Benjamin. Poco después del suicidio de Walter en Port Bou, la noche transcurrida entre el 26 y el 27 de noviembre de 1940, Scholem se aventuró a esa peligrosa marca entre la España franquista y la Francia de Vichy a buscar, sin certidumbre final, los restos de su amigo: “el lugar (donde supuestamente está enterrado) es hermoso pero la tumba es apócrifa”.1 Poco antes de su propia muerte, Scholem rescató su correspondencia con Benjamin, secuestrada en la República Democrática Alemana. Y sobre todo, Scholem supo respetar, no sin irritación amorosa, ese inusual privilegio con que Benjamin ejerció la amistad, pues fue un hombre de variados (y por fuerza contradictorios) afectos. Dicen que admiró a Brecht hasta la servidumbre. Y éste, con su ingratitud característica, se limitó a registrar la noticia de la muerte del más entregado de sus exegetas como una mera alteración climática.2 Scholem se quejaba de “la cabeza de Jano” de Benjamin, pues con una cara le hablaba a él y con otra al dramaturgo. Quizá Brecht representaba la voluntad de poder, la expresión y el expresionismo, el teatro y la vanguardia, el comunismo, mientras que Scholem encarnaba la sumisión al texto, la religión y el misticismo, el Libro y la tradición, el judaísmo.
     El amigo más fiel no sólo entendió esa riqueza oculta de los afectos benjaminianos, sino que los defendió ante la posteridad. Fue Scholem quien tuvo que recordar que pese a que maltrataron a Benjamin por sus “inconsistencias teóricas”, T.W. Adorno y Max Horkheimer lo becaron en París antes de la guerra y lo urgieron, desesperadamente, a que los alcanzara en el exilio estadounidense. Y el cabalista, que malquería a Hanna Arendt, advirtió la preocupación constante de ésta por “nuestro pequeño Benjamin”.3
     Me parece imposible –y por ello insisto en Scholem– leer el Diario de Moscú sin los comentarios al margen del tratadista de la Cábala. Y si Benjamin es, como dice Roberto Calasso, la única imagen contemporánea del antiguo escoliasta, no veo mejor homenaje que desgajar, como el talmudista, comentarios del comentario del comentario.4 El propio Scholem, aunque no lo escribió utilizando exactamente esas palabras, intuyó que si una de las divisiones del Talmud es entre la Halaká, regla, norma, única ley, y la Haggadá, depósito variopinto de la espiritualidad legendaria, Benjamin vacilaba entre su alianza con la Ley a través del comunismo y esa añoranza susceptible de la imaginación judía.

Walter Benjamin llegó a la Unión Soviética en un momento de calma tensa. La muerte de Lenin en 1924 desató pugnas virulentas que no amenazaron inmediatamente a un poder soviético salvado tanto del “comunismo de guerra” como de la intervención extranjera. La introducción de la nep –tolerancia y estímulo del mercado capitalista– paliaba las privaciones económicas más graves. El generalísimo Trotski había abandonado la Comisaría de Guerra en 1925 pero aún confiaba en minar el creciente dominio de Stalin en el partido bolchevique, a través de una oposición que operaba en la semiclandestinidad. En noviembre de 1927, finalmente, Trotski, Kaménev, Zinóviev y Rádek fueron expulsados del partido. Faltaban muchos meses para el sismo financiero de 1929 que resucitó, en la Internacional Comunista, la fantasía del derrumbe inmediato del capitalismo. Había fracasado la huelga general en Inglaterra, la revolución alemana quedó archivada para siempre y las rebeliones en China estaban lejos. A seis millones de campesinos rusos les restaban dos o tres años de vida antes de morir de hambre provocada durante la “deskulakización” iniciada en 1930.
     Todavía cuando los bolcheviques alemanes y húngaros intentaron infructuosamente, entre 1918 y 1919, imponer las dictaduras soviéticas, Benjamin, según Scholem, era bastante indiferente a los trastornos de la política contemporánea. En 1920 el socialismo de ambos era parte de la simpatía universal por la Revolución Rusa, y más estrictamente, del legado profético-mesiánico del sionismo radical. Pero mientras Scholem se inclinaba hacia los estudios hebreos, Benjamin sucumbió a la influencia del “teólogo” marxista Ernst Bloch, y en menor medida, de su camarada Lukács. Fue entonces cuando el encuentro en Capri con Asia Lacis, “la hermosa bolchevique letona de Riga”, desencadenó la atracción de Benjamin por el marxismo. Benjamin viajó a Moscú con su cautela característica, transido por un viaje sentimental que buscaba tensar la intimidad contra el estruendo vital. A punto de entrar a un penoso proceso de divorcio con su primera mujer, Dora Pollak, excluido de la academia “por falta de méritos” y autor de muchos artículos pero sólo de un libro publicado (El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, 1919)5, Benjamin llegaba a la urss como turista. Su única encomienda era entregar un ensayo sobre Goethe para la Gran Enciclopedia Soviética.
     Durante la temporada en la capital de los soviets, Benjamin no se pudo quitar al cornudo Reich de las espaldas. Eran amigos y Reich, muy probablemente, estaba al tanto del entuerto entre Benjamin y su mujer. Bernhard Reich (1880-1872) guió al crítico por las ruinas de la efervescencia cultural revolucionaria: las películas de Serguei Eisenstein, el teatro de Meyerhold, la ópera recuperada de Rimski-Korsákov (La novia del zar) que se estrenaba en la versión de Stanislavski, así como ese himno a la “nueva iconolatría rusa” que, según Benjamin, era La sexta parte del mundo, el filme de Dziga Vertov. Esenin ya se había suicidado; Maiacovski todavía no. Reich y Benjamin concordaron en que una revolución establecida tiende a cancelar la renovación artística. Cuando Stalin ordenó a Máximo Gorki, un izquierdista antibolchevique al fin seducido, imponer el realismo socialista en 1932, a Benjamin no pareció importarle.
     El Diario de Moscú demuestra un escaso interés de Benjamin por la vida cultural soviética. Cuando no podía cazar algunos momentos de intimidad con la convaleciente Asia, prefería permanecer en su habitación de hotel leyendo a Marcel Proust y comiendo mazapanes. En algunas entradas el crítico literario intenta, con un candor cuya extravagancia sólo es admisible en él, relacionar a Proust con la vida del proletariado triunfante. Quizá ocurría que los soviets le eran tan fantásticos como el salón de la duquesa de Guermantes.
     En contraste con el testimonio de tantos viajeros de la época tampoco hay en Benjamin mayor atención a la novedad económica y política del mundo soviético. Ni el entusiasmo delirante de Bernard Shaw ni la pronta censura de Bertrand Russell. Antes que el socialismo, por ejemplo, le interesan las ventanas de las iglesias ortodoxas, la posibilidad de que, estando vacías, parecieran habitadas. Su primer trago de vodka en Moscú lo toma con Joseph Roth, el novelista galitziano que, como Benjamin, se dejará morir antes que caer en manos de los nazis. Anota, sin ninguna sorpresa, que Roth llegó a Rusia en calidad de bolchevique casi convencido y parte como monárquico. Las conversaciones de Roth, cuya insoportable borrachera era un tópico centroeuropeo, le inspiran un esbozo de teoría sobre el trueque de valores entre barbarie y civilización: la historia de los intelectuales sólo podrá contarse como una historia de la Incultura. O comete errores que, una década más tarde, le habrían costado la vida, como declarar a la prensa que se encuentra allí para escribir una comparación sobre la vida artística bajo las dictaduras soviética y fascista. Y encuentra lógica la multiplicación de bustos y retratos de Lenin: Rusia es un país de iconos. Prefiere meditar, con Asia y Reich, sobre la tristeza emblematizada por el piano en toda vivienda pequeñoburguesa.

El 28 de diciembre aparece en el diario el Benjamin más puro, el cartógrafo de los grandes pasajes y de las delicias diminutas: “Creo que en ninguna ciudad hay tantos relojes como en Moscú. Cosa tanto más extraña cuanto que la gente aquí no se toma el tiempo demasiado en serio. Pero deberían existir razones históricas…”6
     Benjamin no sabía hebreo ni ruso. Esa doble ignorancia le permitió posponer indefinidamente la invitación a Palestina y lo mantuvo aislado en Rusia. Y una nota curiosa, apuntada por Scholem, es que Benjamin, quien dejó al morir una lista pormenorizada de los libros que había leído durante su madurez, no registra la lectura de las obras esenciales de la tradición judía ni del pensamiento marxista. Mientras Asia y Reich discutían en ruso sobre el porvenir del socialismo con un amigo ucraniano, el 2 de enero de 1927, Benjamin les hacía el cuarto jugando al dominó. Entre una jugada y otra, el crítico anunció, distraídamente, que había tomado la decisión de mantenerse “al margen de cualquier partido o profesión”.7
     El Diario de Moscú no es la crónica de un desencuentro. Tampoco un testimonio de conversión. Benjamin nunca se convirtió al marxismo, ni mucho menos al comunismo soviético, de tal forma que la decepción que martirizó a otros intelectuales estaba en su caso fuera de lugar. Se relacionó con esa cultura revolucionaria y despótica con el mismo estoicismo y astucia que utilizaron Montaigne o Vico para permanecer ortodoxamente católicos mientras escribían ensayos fundadores de una teoría materialista de la historia o de esa tolerancia radicalmente egotista. Benjamin, taimado y sutil, tomó muchísimo del marxismo. Pero me temo que le dio poca cosa a cambio. Tan sólo en las inteligencias barrocas de sus impacientes jefes académicos, Adorno y Horkheimer, encontramos la herencia del aura benjaminiana, que los salvó del fracaso del marxismo occidental.
     El primer secreto –si es que Benjamin puede revelarnos alguno– del Diario de Moscú acaso se encuentre en la página donde el comisario Rádek examina el artículo sobre Goethe. El 13 de enero Benjamin cuenta que Reich, al llegar a una cita, le dijo: “¡Tiene usted mala suerte!” pues “había ido a la oficina de la enciclopedia soviética a entregar mi artículo sobre Goethe. En ese momento había llegado casualmente Rádek, que vio el manuscrito sobre la mesa y lo cogió. Mostrándose desconfiado quiso saber de quién era. ‘En cada página aparece la Lucha de clases diez veces por lo menos.’ Reich le demostró que no era cierto y le dijo que, por otra parte, es imposible estudiar la obra de Goethe, que coincide con una época de grandes luchas sociales, sin emplear esa palabra. Rádek: ‘lo único que importa es que aparezca en el sitio adecuado’. En consecuencia, las esperanzas de que acepten mi exposición son extremadamente escasas. Pues los infelices directores de este proyecto se sienten demasiado inseguros como para permitirse siquiera la posibilidad de expresar la propia opinión frente al peor chiste de cualquier autoridad. Este incidente le resultó a Reich más desagradable que a mí…”8
     Dejemos el Diario de Moscú para leer el artículo “soviético” de Benjamin. Es un texto claridosamente enciclopédico, lleno de atisbos geniales y de torpezas provocadas, en efecto, por la insistencia en utilizar muletillas dogmáticas al estilo de “frente clasista de la burguesía” o “sistema feudal”. Durante media hora jugué a leerlo sin esas expresiones hasta encontrar una tesis luminosa: Goethe fue un “Gran Organismo literario”.9 Pero mi censura interesada resultó ociosa. En el apéndice salta de inmediato la broma tendida por Benjamin al camarada Rádek y a otros comisarios literarios de menor monta. En una carta a Scholem, antes de partir a Moscú, Walter confiesa: “un encargo curioso me arrancará pronto las 300 líneas pedidas. Tanto es lo que me pide la Gran Enciclopedia Rusa sobre Goethe, desde el punto de vista de la teoría marxista. El descaro divino que se esconde en la aceptación de un encargo tal me ha embelesado y creo que aquí me inventaré lo oportuno. Ya se verá. […] La ‘historia de la literatura’, al menos la más reciente, en cuanto la conozco, puede hacer tan poco alarde de sus métodos que una observación ‘marxista’ de Goethe es un motivo para improvisar como cualquier otro. En qué consiste esto y qué puede enseñar es algo que tendré que averiguar yo mismo, y si a partir del marxismo (como tiendo a suponer) como de cualquier otro punto de vista razonado no existe ‘una historia de la literatura’ en sentido estricto, eso no impide que en el intento de relacionarme desde ese ángulo a un objeto, al que si no probablemente no me consagraré, pueda surgir algo interesante, aunque en el peor de los casos el comité de redacción puede rechazar tranquilamente.”10
     ¿Quien hace la broma es la misma persona que lamenta, ya en Moscú, la probable exclusión de su artículo? Sí. Ése es Benjamin para quien los diferentes niveles de interpretación de la escritura, en apariencia antagónicos, iluminan el “alarde divino” del escoliasta. Pero Scholem tendrá motivos para nunca tomarse en serio el “marxismo” de Benjamin, igual que Rádek, uno de los bolcheviques más cultivados, para limar los ardores revolucionarios de ese desconocido literato alemán. La entrada de Goethe de la Gran Enciclopedia Soviética, en su edición de 1929, sólo conserva 12% del original de Benjamin.
     Karl Rádek (1885-1940 o 1941), judío galitziano de formación alemana, fue electo secretario de la Internacional Comunista en 1920, excluido del partido en 1927 y degradado con el cargo de redactor en jefe de la enciclopedia. Dos años después se reconciliará con Stalin y en 1936 lo veremos redactando la constitución soviética con Bujarin. En la purga de 1938 fue detenido y acusado de sostener relaciones secretas con Trotski –lo que era cierto, cosa rara en esos procesos–. Durante el juicio enloqueció, oscilando entre la insolencia y la delación. Salió del tribunal convertido en “un demonio, pero no un hombre”. Lo más probable es que fuera asesinado en prisión. Versiones más piadosas advierten que murió de un infarto durante su evacuación a Kuíbishev durante la ofensiva alemana de 1941.11
     El destino trágico de Rádek y Benjamin, que sólo se conocieron a través del espejo negro de una cuartilla sobre Goethe, fue el de miles de judíos alemanes. El comisario y el escoliasta apostaron, como buena parte de los letrados de la germanidad judía, a sobrevivir en esa forma en apariencia superior de integración a la gentilidad europea que fue el bolchevismo. Internacionalista ávido de poder, Rádek fue juzgado como traidor hebreo al Estado soviético. Cosmopolita obsesionado por el lenguaje, Benjamin, sans nacionalité en un puesto fronterizo, se envenenó con morfina cuando aceptó que huir de la Gestapo era imposible. Rádek escribió en su autobiografía que su madre lo educó leyendo a Goethe. Benjamin dijo lo mismo.
     La atracción de Benjamin por el comunismo fue una de las obras maestras y fatales de su vacilación secreta ante la ley, de esa duda talmúdica entre la Halaká y la Haggadá. Este duende de los textos logró una solución marrana al dilema político y existencial de los años treinta. La “contrasociedad soviética” debió manifestarse a sus ojos como una metamorfosis de la antigua gentilidad cristiana y burguesa. Afirmado en su cultura milenaria, Benjamin jugó no por la abolición de la diferencia judía bajo el comunismo, como Marx, sino a la tolerante subordinación de ésta a la aventura común de la humanidad. Scholem, perspicaz y sionista, no vio que la “doble faz” de su amigo era marrana: comulgar en público con Brecht y guardar las fiestas en casa. Era una dualidad tan peligrosa como humorística. Cuando el nazismo lo expulsó de Berlín y de París, Benjamin se resistió a abandonar sus versiones vidriosas y herméticas del Talmud moderno: la cadena de su biblioteca lo dejó indefenso frente a los asesinos. Y cuando las llamas al fin prendieron, ya era imposible tocar la puerta de la gentilidad comunista, ya fuera como marrano o como apóstata: Stalin había pactado con Hitler en 1939. Bajo el dominio del Soviet era imposible practicar una ley secreta y venerar una iglesia universal. Rádek, como todos los bolcheviques judíos, quiso aplicar el apotegma de Kafka: “Si el mundo está en contra tuya, únetele”. Benjamin escribió otro tipo de retractación, ante el único tribunal que consideraba digno de juzgarlo, el de la amistad, presidido por Scholem. A él le dirigió esas cismáticas “Tesis de filosofía de la historia” (1940), junto con esa última carta que decía: “Por muy triste que sea no poder conversar el uno con el otro, albergo, sin embargo, el sentimiento de que las circunstancias de nuestra separación física no me privan en ningún caso de tan ardientes controversias como aquellas que de vez en cuando tenían lugar entre nosotros. Hoy ya no hay motivo alguno para ello. Y acaso es incluso conveniente que exista entre nosotros un pequeño océano, si es que ha llegado el momento de caer, spiritualiter, el uno en los brazos de otro”.12

¿Walter Benjamin había llegado, como temía Scholem, a ese lugar absolutamente distinto al que se proponía ir? ¿Era necesario ir a Moscú para decidir su militancia en el partido alemán? No lo parece. La suya no es la historia de un decepcionado: la dimensión de su compromiso marxista se extendió durante los años siguientes. ¿Su encuentro con Asia Lacis en Rusia no fue una mera prórroga? Seguramente. Benjamin, entonces, viajó a Moscú a cumplir otra misión, tan secreta como la célebre carta robada sobre la mesa. En esa ciudad sin tiempo, Walter el vacilante, como entre Albertine y Charlus, buscó en una dirección única. El Diario de Moscú puede ser un itinerario místico en búsqueda de un sitio realmente existente: el Museo de los Juguetes.
     El 21 de enero, nada menos que el día feriado en que se conmemora la muerte de Lenin, el judío Benjamin se escapa de la Historia para dirigirse, con las más ocultas y misteriosas intenciones, a ese lugar donde Proust, el Niño y el Proletario son una misma esencia. Desde su llegada a Moscú, Benjamin trataba de fotografiar una serie de juguetes populares rusos resguardados en ese museo. Al fin pudo hacer las tomas el 27 de enero y recoger las reproducciones el día de su partida, ese 1 de febrero en que se despedirá, primero del Museo de los Juguetes, y luego, de Asia.
     Bibliófilo especializado en antiguos libros infantiles y teórico del coleccionismo, Benjamin declaró que “para el coleccionista de libros, la verdadera libertad de cada volumen está en algún lugar de su biblioteca”. De las fotografías moscovitas, media docena ilustrarán “Juguetes rusos”, artículo de 1930. En ellas vemos, borrosamente, un caballito de madera tallado en Vladimir, una imitación a escala de una máquina de coser, un coche con dos caballos, un samovar amarillo, rojo y verde para árbol de navidad, una muñeca de seis pulgadas y un barbudo Cascanueces en imitación de mayólica. Todas son artesanías populares rusas manufacturadas en 1860. Benjamin escribe:

Los juguetes rusos son los más ricos y variados de todos. Los 150 millones de almas que habitan el país se distribuyen entre centenares de grupos étnicos, y todos esos pueblos poseen una artesanía más o menos primitiva, más o menos evolucionada. Así es que hay juguetes pertenecientes a centenares de lenguajes morfológicos y confeccionados con los más diversos materiales. Madera, arcilla, hueso, tela, papel maché, aparecen solos o combinados. La madera es la más importante de esos materiales. Casi por doquier existe en este país de grandes bosques una maestría incomparable en su tratamiento, en la talla, en la pintura y en el ensamblado. Desde los sencillos títeres de madera de sauce, blanca y blanda, las vacas, cerdos y ovejas, tallados en forma realista, hasta los cofrecillos artísticamente pintados y esmaltados de vivos colores, en que se hallan representados el campesino en su troika, labradores reunidos en derredor del samovar, segadoras o leñadores durante el trabajo, e incluso grupos monstruosos, representaciones plásticas de viejas sagas y leyendas, los juguetes y chucherías de madera llenan negocio tras negocio en las calles más elegantes de Moscú, Leningrado, Kiev, Jarkov y Odessa. La colección más grande es la del Museo de Juguetes de Moscú. Tres vitrinas exhiben juguetes de arcilla del norte de Rusia. La expresión rústica, robusta, de estos muñecos contrasta bastante con su textura sumamente frágil. Pero han sobrevivido sanos y salvos el largo viaje. Y es bueno que hayan encontrado un asilo seguro en el museo de Moscú. Pues quién sabe hasta cuándo esa manifestación del arte popular podrá resistir a la marcha triunfal de la técnica que atraviesa Rusia. Dicen que la demanda de este tipo de objetos se está extinguiendo, por lo menos en las ciudades. Pero seguramente estarán todavía vivos, allí arriba, en sus tierras, seguirán siendo modelados en la casa del labriego, después de la jornada, pintados en colores vivos, y cocidos.13

Benjamin dedicó a su Infancia en Berlín hacia 1900 una de las obras más perfectas de una prosa fina, casi tierna.14 Las opiniones sobre esa pasión por la miniatura como poética son numerosas y, como suele suceder ante lo excepcional, insuficientes. Hay una ley de Benjamin destinada a trazar una ruta interior, pasadizo secreto gloriosamente infantil, que le permitió refugiarse, durante intervalos inaccesibles en tiempo y espacio, de esa Historia violenta, propiamente adulta, que lo mató. Ese Museo de los Juguetes es algo más que una poética de la felicidad. El pensador mueve desde ese escondrijo los hilos de su filosofía de la historia gracias al ingenio de esa casa de muñecas a escala donde cada objeto del mundo exterior parece tener su réplica. Imagino una familia de golems cuya actuación mecánica arremeda a Baudelaire entre la primera iluminación eléctrica de París, a Kafka atrapado por las redes de los imperativos talmúdicos o a los actores de Brecht manipulados a control remoto. Con toda razón, el joven Benjamin fue acusado de neoplatónico. Esa caverna es la imagen del mundo. La luz indirecta que ilumina el antro de los juguetes viene de un astro invisible, pero indica la ruta, como quería Platón, para la liberación del alma hacia la bondad de lo inteligible. El espectáculo aparente en el Diario de Moscú son las sombras amenazadoras y fluctuantes, terrenales e hirientes, del comunismo o del sexo, mientras que el Logos radica en el Museo del Juguete. Los lectores de Walter Benjamin, como Fanny y Alexander en la película de Bergman, abandonamos la austeridad de la religión y la violencia de la comunidad para perdernos, momentáneamente liberados, en la tienda de los juguetes. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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