Del jabalí al euro

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No sabría decir si el restaurante del Hotel Saint-Michel frente al Castillo de Chambord ha cambiado desde que no lo visité hace más de un cuarto de siglo. En aquel entonces fui al Castillo. “El edificio es un arabesco; se presenta como una mujer a la que el viento hubiese despeinado.” (Chateaubriand: Vie de Rancé.)
Pero era tan joven y soberbio que me hubiese costado admitir que no entré al comedor por una banal razón pecuniaria. No tenía suficiente $. Vivía no a salto de mata sino de fuego y hogar de chimenea. Era mi primer invierno en Europa; tenía frío, sobre todo en los pies, pero más en el bolsillo y huía de las tentaciones que me lo vaciaran. El restaurante está frente al Castillo y junto a un brazo del canal que lo rodea —derivación del pequeño y desconocido río Cosson—, pero los dueños del hotel se las han arreglado para que no sea visible desde ningún lugar de la estancia. La voz popular quiere —erróneamente— atribuir a Leonardo da Vinci la construcción de la célebre morada palaciega de Francisco I (quizá sólo es dable adjudicarle al genio la idea de la espiral que dibuja la doble escalera de piedra en el salón principal, pues, entre sus papeles, se encuentra una escalera cuádruple que puede haber servido de modelo).
     Cuando llegamos al sitio se había desatado un viento elocuente, casi sinfónico. Las ráfagas soplaban a quién sabe cuántos kilómetros por hora; alentaban, silbaban y gruñían de lo lindo. Sobre el agua los patos luchaban por acomodarse en el sentido en que corría el viento, pues de otro modo éste amenazaba con ponerlos de cabeza, pico abajo.
     “Casi sinfónico el viento, ¿no?”, le dije a mi amigo Alain, quien me miró con cara de que la corriente me había arrancado un tornillo. No había tiempo de explicar que, al sentir el viento, creía escuchar un órgano titánico. Me imaginaba a Dios Padre con peluca muy XVII-XVII, y me pregunté si Juan Sebastián Bach no se habría inspirado para sus fugas y partitas en los conciertos para tornado y bosque ejecutados con desparpajo por nuestro Señor en el órgano bien temperado de los crudos inviernos alemanes. No se equivocó el que dijo: “Se levanta el viento. Hay que
intentar vivir”. Aquel aire se plantaba en todo caso como un desafío: los sobrevivientes lo habían vencido, y así llegamos al restaurante que está situado frente al Castillo Chambord, esa contrucción alambicada y milagrosa, ese sueño de piedra que —al igual que los pasteles demasiado recargados que casi nadie come— nunca fue habitado: Francisco I sólo permaneció aquí, en total, 36 días. En contraste con el laberinto deslumbrante de Chambord y su ensalada de estilos —italiano y flamenco, principalmente—, la mansarda donde se alojan hotel y restaurante es de una triste austeridad. Luego de trasponer el vestíbulo, se accede a una gran sala de unos 20 m de largo por 15 m de
ancho cuyos pisos de madera clara pueden sostener a unas cien personas. Adornan el salón lunas con ventanales, tapicerías con motivos venatorios y cortesanos, fotos en blanco y negro de venados en el bosque tan contrastadas que parecen más bien radiografías. Las lámparas están hechas con astas y cornamentas de venado. El lugar respira sobriedad y hasta un poco de discreta cursilería pero, ay Broch, Sontag, Gómez de la Serna, ¿puede ser discreta la cursilería? Pese a su nobleza casi monástica, se diría que es un claustro demasiado desnudo para que ahí se desarrolle el teatro de los sabores. Las mozas meseras —correspondencia humana de la escenografía— son lozanas muchachotas del pueblo capaces de servir los platos con una peligrosa mezcla de timidez y desenvoltura. Aquí no parece haber pasado nada desde los tiempos del General De Gaulle. Y no sólo por el ambiente de rústico salón agradablemente semivacío. La vajilla: un juego de porcelanas románticas con imágenes galantes, filos de oro, y el nombre del Hotel-Restaurante en el fondo del plato: Saint-Michel. Los precios —no registro toda la carta— en tres “fórmulas” o menús: uno de 90 fr., otro de 135 fr. y uno más de 295 fr. En el primero, además de casta ensalada de lechuga escarola con queso de cabra tibio, filete de salmón (con ligeros resabios de refrigerador IEM-Westing-House modelo 1950) y volován relleno de camarones con crema. En el segundo y tercero, viandas de caza: jabalí, venado, faisán, acompañados de salsa de castaña (¡qué tiempos aquellos!), compota de manzana y, como primer plato, pastel de cabrito amenizado con hierbas finas. ¿Quién podría dudar de que optamos por la fauna mitológica y ordenamos jabalí recordando vagamente que la prohibición de comer cerdo la llevó Moisés al desierto como un higiénico recuerdo de su paideia egipcia, que no se sabe si los sirios prohibían el consumo de carne de cerdo (así lo llaman, con perdón de ustedes) por considerarlo impuro o más bien por creerlo sagrado y que sólo gracias al gusto por comer cochino China detuvo la invasión musulmana? Quizá lo pedimos en homenaje a Don Álvaro Cunqueiro, maestro de los dos filos de la lengua, quien al reconstruir la cocina del Sacro Imperio recuerda que “el jabalí se sala y ahúma, y se come cocido con castañas; es éste un plato primitivo que necesita mucho remojo de vino”. ¿Estaban nuestras viandas marinadas? Sorpresa: carne tierna y sin el tufo pronunciado —¿será stress?— de las presas cobradas por el cazador. En las Roscas de Reyes, los niños descubren muñequitos de porcelana, santones de miniatura; en la carne de jabalí tuvimos la fortuna de masticar una esquirla de perdigón comprobando así que nuestra dentadura estaba en buen estado. Nos trajeron media marmita —un cacharro antiguo de hierro y aluminio sólidos. La salsa, definitivamente dulce pues, como se sabe, la cebolla guisada carameliza, tenía un espectro afrutado (¿ciruela?), y parecía uno de esos caldos memoriosos preparados ayer con una cucharada de la sopa de anteayer.
     Rumia rumiando, me vino a la mente que en los Pirineos Orientales (Vaucluse, Aude, Var y Ardèche) los campesinos han puesto el grito en aquel cielo montaraz. Y es que algunos comerciantes, veterinarios y porcicultores irresponsables han dado en estimular primero la creación y luego la reproducción de un híbrido monstruo mitad jabalí y algo cerdo. El salvaje marrano, la “aberración cromosómica” según la llaman aquellos honestos y airados agricultores, prolifera a gran velocidad y es capaz de devastar un bosque en poco tiempo, a semejanza del mítico y furioso Jabalí Calidonio. Pero es tanta la demanda de los carniceros y de los cazadores domingueros (pregúntenle a Miguel Delibes pues sólo él sabe cómo desde el XIX y luego desde la posguerra empezó a democratizarse la escopeta venatoria) que sólo puede satisfacerla la cría del mestizo regresivo (aunque hoy sabemos que el jabalí no es abuelo, ancestro del cerdo doméstico, sino en todo caso primo). Mastica masticando, me entra una duda: ¿estaremos comiendo jabalí o cerdo-jabalí? La carne de monstruo cromosómico es demasiado grasa, mientras que nuestro amigo silvestre parece más bien magro de carnes pese a que alimenta su vellocino herrumbroso con bellotas. Pero ¿cómo llamar al cuadrúpedo hechizo? Un periodista del Figaro lo llamó cochonglier. En castellano ¿sería cerdo-cimarrón, chancholí, jabarrano o jabachón?
     Qué tiempos los nuestros: no sólo no sabemos lo que nos estamos comiendo —ignoramos también cómo llamarlo. ¿Cómo saber lo que nos estábamos comiendo si no habíamos pedido que nos mostraran su pezuña, distinta de la del puerco y dizque parecida a la del onagro, ese burro salvaje de las tundras? Sí, de acuerdo, estábamos en el Parque de Chambord, en los húmedos bosques de la Soloña, y ahí, según todos los indicios, viven, errantes y salvajes, los irreductibles —pero nunca muy grandes— silvestres cerdos solitarios y las piaras de jabatos indómitos que antaño sólo se comían después de una cacería bien jineteada a la carrera de un caballo y con ágiles, fuertes perros. ¿Cómo distinguir en el paladar la vianda tensa y de resabios forestales del jabato que sale disparado a la primera rama quebrada y sólo se detiene mucho después en un claro del bosque al claro de la luna, de la carne blanda, entre dulzona e insípida de la bestia hechiza, del cochino-jabalí, ya cultivado por expertos inseminadores, y cuyos cromosomas verifican una inconstante, errática aritmética? Son casi indistinguibles, dirían Buffon y Cuvier, recordando que el jabalí es de una glotonería brutal, al punto de ser capaz de devorar a sus crías. Pero ¿acaso no nos corresponde, en virtud de una ineluctable justicia poética, a nosotros los mutantes, los que respiramos aire y soplamos plomo, los habitantes de la ciudad subterránea que sólo sabemos ver el cielo a través del periódico —otra metrópolis— y llevamos prendidos a las orejas audífonos con radio —una ciudad dentro de otra y otra…—, ya casi gemelos clones de tanto comer huevo de fábrica, a nosotros, ni de ciudad ni de campo ¿no nos tocaba despacharnos un jabalí apócrifo o, en todo caso, suponer que nos comíamos un seudo-jabato? ¿Quién —insisto— sabría distinguir esa carne jugosa de la otra más oscura y menos blanda, olorosa a monte, fragante de romero, tomillo y robledal?
     Sea como sea, manduca manducando, se dibujaba en el velo del paladar la figura del auténtico y soberano ermitaño salvaje del bosque, adorado por los druidas, con sus colmillos mesozoicos, su pelambre hirsuto y grisáceo, y esa mirada entre cómica y demente, irónica y casi despectiva como la que lanzaba el cuadrúpedo que venía colgando patas arriba de una estaca desde el inmenso tapiz que se reflejaba en el espejo del gran salón o como la que proyecta el cerdo sardónico y solitario en “El jabalí” de Ernest Jünger. O en ese otro hirsuto Jabalí —uno de los textos más perturbadores de la literatura española moderna— que es el del llorado Xavier Domingo. Comíamos, en el mejor caso, jabato, pues la carne del viejo ermitaño de los bosques llamado en castellano jabalí con voz de raigambre árabe es —dicen— única por dura y almizclada. De hecho, del viejo gruñón de los bosques que puede alcanzar más de 30 años de edad y que Hércules renunció a comer pues lo capturó vivo, lo único verdaderamente singular es la cabeza o husmo (hure de sanglier), plato finísimo y por demás elaborado (se sirve como intermedio frío) que no desdeñó incluir en su Viandier —el primer verdadero libro de cocina escrito en francés— Guillaume de Tirel, mejor conocido por su seudónimo Taillevent, el Cocinero Mayor de Carlos V (1337-1378), el primer Carlos V —el otro soberano, el normando sabio. Así que lo que llevábamos en el tenedor era seguramente inquieto jabato, un cochastro no mayor de dos años cuyas escalopas, costillas, lomos, solomos y perniles son muy parecidos a los del coyametl de los antiguos mexicanos o a las del pecarí, paquiro o baquira de cuello blanco de las Américas meridionales o, en fin, a las del chancho del Monte argentino, pero seguramente muy distintos de los del puercoespín cuya carne —como dice Leonardo en sus notas de cocina—, una vez hervida en caldo, es muy útil para curar la incontinencia.
     A nuestro Dicotyles Torquatuus lo acompañó en la mesa un probo vino de Burdeos Saint-Estèphe, 1993, y así se fue cerrando la sombrilla acaramelada de la salsa para dejar aparecer en el escenario paladable el gusto forestal de las fibras jabalinas.
     “Bebe —me invitó Alain—, el vino es impecable, un Girondes del 93 que no fue un mal año: tiene peso, aroma, abriga, pero no estraga el paladar, tiene, ¿no?, un sabor elocuente, profundo, si fuera música sería como la zarabanda de una suite de Bach. Pero si te fijas bien el Burdeos es un vino demasiado poderoso para acompañar esta carne. Hubiese sido mejor un crudo menos soberano, con menos cuerpo, un Côtes du Rhône o un Borgoña. Se necesita un clavicémbalo —y no un piano— para acompañar la suite de violonchelo.”
     —Tienes razón. Quizá la culpa sea de Robert Parker que, por así decir, puso al Burdeos en el do mayor de la escala enológica y proyectó su alza especulativa en el mercado.
     —¿De quién? —preguntó mi esposa.
     —De Robert Parker —viré deletreando el nombre como si las letras estuviesen muy calientes y hubiese que soplarles antes de llevarlas lentamente a la boca—. Es un catador gringo, usamericano. Hoy por hoy, el catador. Abogado de profesión, un día decidió dedicarse a la crítica de los caldos. Empezó publicando cada mes una “Carta del Abogado del Vino”, pero muy pronto el juego del litigante se transformó en la brújula de los compradores a granel.

     Parker es un virtuoso, un Paganini del paladar y la degustación. Si le sirven 28 vinos durante una cena, es capaz de reconocer cepa, marca y año de más de 20. Ha publicado una decena de libros sobre los vinos y viñas de las diferentes regiones. Como su palabra es oráculo para los mayoristas importadores, su paladar se ha vuelto legendario y sus veredictos temibles. Se dice que en unos minutos Parker puede derrumbar con la lengua un Château. Pero si el cuerpo robusto del Burdeos no es lo más adecuado para acompañar los humores forestales del jabato, es, en cambio, un chaperón impecable para los quesos. Por cierto —pregunté—, ¿no existirá un Robert Parker, un paladar artista de la degustación de cremas, pastas y sueros? Réplica: silencio elocuente en la mesa y miradas de “gris es la teoría, sólo es verde el árbol de la vida”.
     En este caso, el árbol era una cesta con más de quince variedades de quesos: azules, frescos, añejos, pastas cocidas, pirámides de cabra y esferas, cilindros revolcados en ceniza o en pimienta, camemberts andariegos, bries derretidos. Excepción: no había quesos de oveja. A los postres, sorbetes y tartas de fruta, crema espumosa de chocolate. Punto final: (pues renunciamos a digestivos y pousse-café) un dedal de café negro.
     La sobremesa conversó, primero, el clima. Ya se sabe: en Europa —y en particular en el Hexágono llamado Francia— el que quiera amar a su prójimo debe hablar un mínimo de meteorología. ¿No define alguien al hombre como el animal que habla del tiempo? Luego del santo y seña de los vientos, del calentamiento de la atmósfera, de diversos considerandos sobre el Niño y la Niña, sobre la forma en que se ve la luna menguante y creciente desde diversos puntos del globo (lo que en América se ve como una rebanada de melón a los australianos les parece un párpado), Lucien, el más viejo de los comensales, narró una historia tan singular como el rústico chancho al que acabábamos de rendir homenaje. Una noche de verano, en una granja, se quedó dormido en un establo vacío, luego de una jornada de trabajo copioso y de una parca cena. Lo despertó un tamborileo.
     Afuera, una banda de unos 20 ratones de campo hacía ronda en torno a uno que bailaba en el centro sobre sus dos patas, giraba sobre su eje unos momentos y luego se reintegraba a la ronda para que un nuevo ratón lo sustituyera en la zarabanda. A la luz de la luna llena, los ratones giraban y avanzaban siguiendo un tácito ritmo, rodeando al “solista” que también, sobre sus dos patas, seguía aquella inaudita música. Lucien estaba cautivado y, sin darse cuenta, hizo un movimiento, un leve ruido que sacó de su trance a la ronda y dispersó la constelación. Algunos días después, Lucien contó el episodio a un tío quien le dijo que nunca había visto nada semejante pero que alguna vez había oído una historia similar; y no sólo eso: que conocía una canción popular que contaba una escena idéntica. Rezaba así, y aquí Lucien se puso a cantar en voz baja:
      
     Fines souris grises
     qui menaient vos rondes
     Si joliment toute la nuit
     Frou – Frou – Frou
      
     Menez Gaiement,
     Menez vos rondes
     Venez vous rendre
     Car le Chat de la Mère
     Michèle s'est enfuit
     Frou – Frou – Frou
      
     Después de la comida para seis personas, un paseo alrededor del Castillo (¿cuál será la diferencia entre un palacio y un castillo?, ¿es urbano el primero y el segundo rural?, ¿no es cierto, espectador de Ortega y Gasset, que la voz “castillo” suscita ecos de fuero feudal, cruzados, paños, torneos y cacerías, mientras que “palacio” evoca más bien armonías interiores, soberanías cortesanas, tapicerías, salones de baile, terciopelos, verduguillos y gabinetes?). El viento no menguaba pero el aire de la conversación ya se había despejado y Lucien siguió con sus historias. Esta vez el cuento de un tío que había matado a su hijo Casimiro. El muchacho era algo más que un hijo desobediente. Había robado, amenazado a los vecinos y atacado a alguna muchacha del pueblo. “Era una verdadera bestia, un ser malo” (un être méchant).
La figura de Casimiro, el primo asesinado —un fantasmón rural salido de una novela de Ramuz—, solía rondar por los sueños e insomnios de Lucien: nadie sabía dónde yacían sus restos, su cuerpo había sido enterrado a campo traviesa, su alma se había ido de este mundo sin ayuda ni sacramentos. Tanto pensó en Casimiro Lucien que, cierto día, se decidió a rezar por él y a elevar plegarias fervorosas por el descanso de su alma. Días más tarde, Casimiro se le apareció en sueños y le dio las gracias por haberlo rescatado “de ese sitio donde no era posible estar en paz”.
     Para variar la conversación, volví a la cuerda órfica y luego de recordar que lo de la ronda animalesca aparece bellamente registrado en El maravilloso viaje de Nils Holgersson de Selma Lagerlöf, referí a Lucien otra historia, una mexicana que acababa de leer en ese memorable álbum que es el fotográfico de François Chevalier (Viajes y pasiones. Imágenes y recuerdos del México rural, 1998).
     Se dice ahí —citando un relato de un testigo de toda confianza— que en el norte de México, en las lejanas y desérticas montañas de California (donde ambientan por cierto la última película del Zorro), un grupo de contrabandistas de abulón atravesaba la sierra. Los seguía de cerca una manada de coyotes. Después de la cena, alrededor de la fogata, los hombres se ponían a cantar. Una noche dijeron “vamos a hacer cantar al Chacal”.
      
     Empezaron a entonar un canto muy singular. El coplero lanzó sus versos y después de varios intentos, escuché la respuesta perpleja de los coyotes. Estos repitieron la misma armonía del coplero, e interpretaron, varias veces, los falsetes. Cuando los coyotes terminaban, el coplero cantaba, luego los coyotes repetían y, en fin, todos a coro, copleros, asistentes y coyotes, entonamos los falsetes entusiasmados. Fue una verdadera orquesta humana-animal que coreaba un ritmo endiablado inundando la soledad del desierto. Esa escena no fue una casualidad pues se repitió varias noches dentro del viaje…1
      
     ¿No había contado George Sand una historia parecida en su leyenda sobre el Conductor de Lobos en sus Légendes rustiques? ¿No lidereaba Circe una piara de cerdos —o eran híbridos jabatos?
     Nos acercábamos a la entrada del Castillo. Si a lo lejos la construcción podía parecer un episodio de la repostería en piedra, al pie de la muralla ya se le sentía próxima a la fauna, un animal enorme tendido en el tiempo, un palaciosaurio titánico pero con algo de humano y civil, suerte de montaña cincelada por la mano ágil de un arquitecto nostálgico de laberintos y de miniaturas, un arco de piedra encallado en el seno de la Europa húmeda, fluvial y lluviosa. ¿Europa? Sí, era un buen momento para llamarla; acababa de entrar en circulación el euro, la moneda única de una comunidad conformada por once países. Así que adiós a los francos y a los marcos; hasta la vista los florines, hasta luego los escudos; que vayan con Dios las pesetas, ¿qué se hicieron los chelines? Dicen que con el euro empieza algo nuevo que, como el cochonglier, nadie sabe bien a bien cómo llamar. ¿Eurolandia? ¿Euralia? ¿Euria? ¿Eurósfera? ¿Euroespacio? ¿Eurogea? Digan lo que digan los eurocharlatanes, para el antropólogo Claude Lévi-Strauss (La Republicca, 17-x11-98), Europa existía más, mucho más en el siglo XVIII que hoy, y aclara que, si bien es incompetente para juzgar el porvenir del euro, confiesa que ve mayor belleza y sentido en las conchas que intercambian las tribus melanesias que nuestros actuales, melancólicos bonos y títulos crediticios anónimos. Si Europa ha sido raptada, por supuesto que hasta el nombre habrá perdido. Y no sólo el nombre. Quizá el rapto explique lo de las decenas de automóviles incendiados en los suburbios franceses para recibir el Año Nuevo, los ejércitos del desempleo, las legiones de suicidas, la infección progresiva de un vandalismo agitado a imagen y semejanza de las películas usamericanas de policías y ladrones, los hábitos religiosos convertidos en modelos de alta costura, la crisis política de la derecha, el renacimiento forzoso de las comunas hippies en el campo francés por obra de los desocupados urbanos prófugos al campo, homenaje posmoderno a La Fontaine, la hipnosis masiva vía Nintendo, en fin, el esplendor y la miseria del homo ludens en la proliferación de los ludópatas electrónicos. Pero decían que algo nuevo estaba empezando: ¡Cuidado! Esto de la Cruz apenas si lleva dos mil años. Otra prehistoria concluye aquí (esa es la Mitología del Siglo que Empieza) y hay tanto camino por recorrer, pese a los milenaristas, quiliastas, apocalípticos y catastrofáceos que quieren salirse de este Gran Teatro del Mundo cuando apenas inicia el primer acto. Habíamos llegado a las puertas del Castillo. Todavía no sonaba la hora de entrar pero ya hacía fila una muralla china (¿o sería japonesa, coreana?) de turistas con todo tipo de cámaras y aparatos para exorcizar el olvido. Por fortuna, ahí estaba —commerce oblige— la boutique. Los reyes y los príncipes seguían acompañando a su pueblo, y el antiguo curso señorial, la vida cotidiana en los castillos de la Loire en la época de los Médicis —incluidas efigies de reyes y reinas— eran comercializados en forma de pañolones y de barajas, calendarios, rompecabezas, ceniceros, manteles, llaveros, bagatelas y chucherías (pocos libros y, por supuesto, ninguno de cocina borgoñona). La monarquía, el poder absoluto como una obra de arte, nos había dejado —¿cuándo no?— un montón de souvenirs. Las civilizaciones —dijo el otro antes de irse a hablar con Dios— también mueren. Los museos son su cementerio; su epitafio las guías turísticas. –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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