Cataluña tras la sentencia del Estatuto

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Desde 1980 hasta hoy, la política catalana ha estado dominada por el nacionalismo. Treinta años de autonomía, treinta años dándole vueltas al mismo tema: Cataluña como nación. Esta ha sido la gran habilidad y el gran triunfo de Jordi Pujol, el máximo dirigente de CiU y el principal ideólogo del movimiento nacionalista. Mientras fue presidente de la Generalitat (1980-2003), una de sus principales preocupaciones fue delimitar el campo de juego en el que se debía desarrollar la política en Cataluña. Tras su retirada, con CiU en la oposición y un Gobierno tripartito de izquierdas (2003-2010), este campo de juego no ha cambiado y el objetivo de los gobiernos presididos por los socialistas Maragall y Montilla sigue siendo el mismo que fijó Pujol: ir creando, desde el poder, conciencia nacional con el fin de construir la nación catalana en un vago e indefinido horizonte de independencia.

Los últimos episodios de esta construcción nacional han sido la elaboración y aprobación del nuevo Estatuto de 2006, los intentos de presionar al Tribunal Constitucional para que certificara su constitucionalidad y la reacción a una sentencia que ha declarado inválidos aspectos sustantivos del texto. De este proceso va a tratar este artículo.

 

La siembra nacionalista (1980-2000)

El Estatuto de 1979, vigente un año después de aprobada la Constitución, hacía posible tres aspiraciones básicas, tres rasgos diferenciales si se quiere, que contaban con un apoyo muy mayoritario de los ciudadanos catalanes.

En primer lugar, la autonomía política, es decir, un poder propio con amplias competencias en el seno de un Estado políticamente descentralizado que, con el tiempo, podía llegar a convertirse, ya que así lo permitía la Constitución, en un Estado federal –una forma de organización territorial común a otros países de nuestro entorno cultural. La Generalitat, ese poder político catalán, fue asumiendo las competencias que permitía tal Estatuto hasta lograr convertirse, en pocos años, en una institución de gran envergadura, con más poder político que otros entes del mismo nivel territorial en muchos Estados federales.

En segundo lugar, la declaración del catalán como lengua oficial, una aspiración casi unánime dentro de la sociedad catalana. Si hay algún hecho diferencial indiscutible que distingue a Cataluña del resto de España es el uso habitual del catalán, lengua materna de cerca de la mitad de su población actual, a pesar del cambio demográfico experimentado en los últimos cien años, especialmente por la fuerte emigración hacia Cataluña durante las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo pasado, desde otras zonas de España. La Constitución declara en su artículo 3 que el castellano es la lengua oficial en todo el Estado y que los estatutos pueden declarar también oficiales en sus territorios las demás lenguas españolas. Así pues, la oficialidad del catalán, es decir, que los poderes públicos en Cataluña tuvieran la obligación de utilizarlo, se hizo compatible con la oficialidad del castellano. La cooficialidad era la expresión política del bilingüismo: ambas lenguas se situaban jurídicamente al mismo nivel como muestra de respeto hacia todos los ciudadanos de Cataluña.

En tercer lugar, debían protegerse de manera especial los hechos culturales expresados en catalán dada la precaria existencia de esta lengua, sobre todo si la comparamos con el castellano o español, no solo hablado en España sino también en América. El desarrollo de una lengua está muy condicionado por el nivel de exigencia cultural en el que se expresa. Por tanto, la protección del catalán como idioma conlleva de forma implícita la legitimidad de determinadas “acciones positivas” (affirmative action) siempre que estas no lleguen a establecer una desigualdad discriminatoria para aquellos ciudadanos cuya expresión cultural sea en lengua castellana. En todo caso, parecía claro que en Cataluña la cultura se podía expresar tanto en catalán como en castellano y, por tanto, la cultura catalana era toda aquella que se producía en el ámbito de Cataluña.

Autonomía política, cooficialidad del catalán y protección de la cultura: estos eran los elementos básicos que introducía el Estatuto de 1979, producto de un amplio acuerdo en la sociedad catalana y española. Sin embargo, los 23 años de pujolismo supusieron una ruptura implícita y sigilosa de este acuerdo.

Primero, la Generalitat no quiso ser una comunidad autónoma más dentro del Estado de las autonomías sino, en lo posible, paso a paso, se fue configurando como un pequeño Estado, con los costes económicos que todo ello supone y las disfuncionalidades que ocasiona en el conjunto de comunidades del resto de España. Segundo, el catalán no debía ser una lengua equiparada al castellano sino, al contrario, debía ser la lengua preponderante en las instituciones políticas y administrativas, así como también en la sociedad. El camino que se iba trazando no era el del bilingüismo sino el del monolingüismo catalán. Tercero, respecto a la cultura, solo se tenía en cuenta la que se expresaba en catalán o, en los ámbitos culturales en los que la lengua no es un componente básico –pintura, escultura, música, etc.–, aquella que se sometía a las reglas no escritas impuestas por la construcción nacional que se estaba llevando a cabo. Con esta política tan estrecha y sectaria, el empobrecimiento cultural de Cataluña ha sido visible y muchos de sus principales protagonistas han tenido que marcharse para poder seguir su carrera artística o permanecen en un discreto exilio interior.

La obsesión durante los años del pujolismo fue ir diferenciando progresivamente Cataluña del resto de España, desconectar sentimentalmente a los catalanes del resto de los españoles. Esta obsesión ha seguido con los gobiernos tripartitos presididos por líderes socialistas que han aceptado pasivamente las reglas de la política nacionalista. En efecto, los nacionalistas solo pueden concebir naciones identitarias uniformes, no sociedades compuestas por individuos libres e iguales en derechos. Su objetivo de construcción nacional ha sido tratar de ir estableciendo una frontera inaprensible que fuera cavando un foso cada vez mayor entre dos entes para ellos antagónicos –la nación catalana y la nación española–, entendidos como ámbitos separados, concebidos como naciones culturales homogéneas para así hacer incompatible el formar parte de ambas a la vez.

Sin embargo, esta desconexión sentimental no se ha conseguido, como muestran tanto los sondeos de opinión como la experiencia de vivir en Cataluña. Lo que se ha conseguido, en cambio, es otro tipo de desconexión: la de una mayoría de catalanes con su clase política; el fenómeno que ha sido denominado “desafección a la política”, naturalmente a la política que se practica en Cataluña.

 

El fruto de la siembra: el tortuoso camino hacia un nuevo Estatuto

Así pues, al amparo del Estatuto de 1979, durante las décadas de los ochenta y noventa del pasado siglo, se fueron propagando unas ideas y adoptando unas decisiones políticas reflejadas en normas jurídicas que claramente desbordaban el marco estatutario. En las manifestaciones unitarias de finales de los años setenta, uno de los lemas que coreaban los afiliados de CiU era el siguiente: “Avui paciència, demà independència” (“hoy paciencia, mañana independencia”). En definitiva, una forma de pensar coherente con las premisas nacionalistas: si somos una nación, queremos un Estado propio. Pues bien, veinte años después, la paciencia de los nacionalistas se había acabado. ¿Qué cabía hacer?

La ocasión para dar la apariencia de que se daba un paso más hacia la independencia procedió de donde menos se podía esperar: del psc, de los socialistas catalanes, máximos rivales políticos de CiU y desdeñados desde el nacionalismo catalán como españolistas. En efecto, a principios del año 2000, tras su enésima derrota en las elecciones autonómicas del año anterior, el psc decide aliarse con Esquerra Republicana (ERC) e Iniciativa per Catalunya (IC) para proceder a una reforma del Estatuto de 1979. A los socialistas en realidad les importaba poco o nada el cambio de Estatuto; lo que les interesaba era atraerse a ERC e IC para, en su caso, poder formar con ellos una coalición que desbancara a CiU del gobierno de la Generalitat. Ello se consiguió en noviembre de 2003 con la elección de Pasqual Maragall como presidente de un gobierno tripartito de los socialistas con sus dos aliados. Con la posterior complicidad del PSOE de Zapatero –interesado, a su vez, en establecer un pacto estable con CiU en el Congreso– se llegó a aprobar en 2006 un nuevo Estatuto de Cataluña. Un Estatuto cuya aprobación fue debida a intereses meramente partidistas, no a las necesidades de reforma del sistema autonómico.

El proceso para aprobarlo fue muy tortuoso. Primero se aprobó en el Parlamento de Cataluña un proyecto plagado de obvias inconstitucionalidades. Tras su paso por el Congreso de Diputados, el texto aprobado por el Parlamento catalán quedó profundamente modificado al corregirse los aspectos más frontalmente contrarios a la Constitución. Aún quedaban, sin embargo, algunos flecos importantes sin cabida en el marco constitucional y, sobre todo, muchos preceptos redactados con tanta ambigüedad que podían dar lugar a que su desarrollo legislativo en Cataluña derivara en leyes que desfigurarían el modelo de Estado de las autonomías que trabajosamente se había ido construyendo desde 1980. Además, el Estatuto aprobado tenía una gran debilidad: no se buscó ni se contó con el apoyo del PP, que votó en contra. Mírese como se mire, que el gobierno socialista intentara pactar una reforma territorial de tal calado, y con dudas más que fundadas de inconstitucionalidad, de acuerdo con partidos nacionalistas de ámbito territorial limitado sin el apoyo del otro gran partido de alcance estatal, fue una imprudente temeridad.

Este error tuvo como consecuencia inmediata que el PP, el Defensor del Pueblo y cinco comunidades autónomas –algunas gobernadas por socialistas– interpusieran sendos recursos de inconstitucionalidad. La pelota –mejor dicho, la patata caliente– pasaba del campo político al jurisdiccional, del acuerdo parlamentario entre partidos al Tribunal Constitucional. El error ha tenido funestas consecuencias, tanto para la organización territorial misma –se han reformado otros estatutos innecesariamente y no se han acometido las reformas que se precisan para acabar y estabilizar el modelo autonómico– como para el buen crédito del Tribunal, sometido a continuas presiones políticas y desprestigiado por unos y otros ante la opinión pública.

 

Un Estatuto que desborda

los límites constitucionales

¿Cuáles eran los nuevos aspectos substanciales que introducía el Estatuto y en qué medida la sentencia del TC los ha invalidado?

Las pretensiones iniciales catalanas al aprobar el proyecto en el Parlamento de Cataluña iban en cinco direcciones fundamentales: declarar nación a Cataluña, convertir el Estatuto en una especie de Constitución catalana, otorgar rango estatutario a la ya vigente política lingüística, aumentar las competencias de la Generalitat y blindarlas frente al Estado y, finalmente, incluir en el Estatuto preceptos que vinculasen al Estado, es decir, que obligasen a las instituciones estatales a adoptar determinadas decisiones políticas.

El simple enunciado de estas pretensiones ya permite avanzar una primera conclusión: si nos atenemos a lo establecido en la Constitución, un estatuto de autonomía no es una norma jurídica que pueda alcanzar tales objetivos. Tres son las principales razones jurídicas que hacen inviables estas pretensiones. Primera, la Constitución establece un contenido determinado para los estatutos, como también para otras leyes, que no se puede rebasar. Segunda, un estatuto es una ley que, debido a su naturaleza, solo tiene eficacia jurídica dentro del ámbito territorial de su comunidad autónoma. Tercera, un estatuto es una norma plenamente subordinada a la Constitución, sin que el Estatuto catalán, aunque inicialmente tramitado en 1979 por la vía especial del artículo 151 de la Constitución, sea una excepción a esta regla fundamental, propia de todo Estado constitucional e, incluso, propia de todo Estado que, en definitiva, siempre es el producto de su Constitución.

Sin embargo, el planteamiento jurídico que se hacía desde Cataluña estaba basado en que el Estado de las autonomías apenas está configurado en la Constitución, es decir, en realidad está desconstitucionalizado, y donde está definido es en los estatutos. Todo ello implica que los límites constitucionales a las reformas estatutarias son imprecisos y escasos; en consecuencia, el margen para reformar los estatutos es muy amplio. A su vez, la reforma del Estado de las autonomías puede llevarse a cabo mediante la reforma estatutaria sin necesidad de cambios en la Constitución. Por otra parte, dicho planteamiento catalán incluía también la idea de que al formar parte los estatutos del llamado doctrinalmente “bloque de la constitucionalidad” gozan de una posición cuasi-constitucional dentro del ordenamiento y esta posición los convierte en invulnerables respecto de las demás leyes que concretan la distribución de competencias.

Además, la propuesta inicial catalana partía de la base que la Constitución española era, simplemente, la letra del texto aprobado en 1978, olvidando que en un Estado Constitucional como el nuestro, es decir, en un Estado con una Constitución garantizada jurisdiccionalmente por un Tribunal específico que en última instancia tiene el monopolio de su defensa jurídica, la Constitución es aquella norma que el TC considera que es. Ciertamente, la jurisprudencia constitucional puede cambiar, pero no es menos cierto que ello no es fácil, ni siquiera conveniente dada la necesidad de estabilidad constitucional y, en todo caso, debe justificarse con razones convincentes y bien argumentadas. Arriesgarse, pues, a prescindir de la doctrina constitucional establecida es peor que una imprudencia: es un error.

Si nos detenemos un poco en el contenido de las pretensiones catalanas podremos comprobar que las dos primeras, Cataluña como nación y el Estatuto como una especie de Constitución, tienen un alto contenido simbólico que enlaza con el sigiloso cambio de sentido del Estatuto de 1979 a que nos hemos referido. Según la Constitución, Cataluña solo puede alcanzar el rango de nacionalidad (art. 2 ce) y ello la diluye en el resto de comunidades, muchas de las cuales, en sus estatutos, también se han definido ya como nacionalidad. Los rasgos que caracterizan a Cataluña deben ser, pues, los de una nación para así distinguirse de las demás comunidades. Solo así, por otro lado, tendrá una relación con España de igual a igual, de nación a nación: lo que suele denominarse una relación bilateral, dando así al Estado una naturaleza confederal. Que el Estatuto tenga, además, la apariencia de Constitución por la extensión de su texto y por la inclusión
de una tabla de derechos, acaba de perfilar esta imagen.

A pesar de que en la versión aprobada en el Congreso, es decir, en el vigente Estatuto, Cataluña se definiera en el artículo 1 como nacionalidad y los derechos, según jurisprudencia reciente, se redujeran a meros principios, quedaban algunos flecos que inducían a la ambigüedad en el preámbulo, en la condición de ciudadano y en los símbolos. Todo ello ha quedado perfectamente aclarado en la sentencia: Cataluña es una nacionalidad constituida
en Comunidad Autónoma, con relaciones multilaterales con el Estado y, en su caso, bilaterales con las demás Administraciones. Es decir, como en el estatuto anterior, Cataluña es una comunidad de la misma naturaleza jurídica que las demás comunidades. No se reconoce relación confederal alguna sino solo las relaciones de colaboración propias de un Estado federal.

La razón por la cual se quería elevar a rango estatutario la vigente política linguística era, simplemente, para salvaguardar una normativa con grandes dudas de constitucionalidad bajo el amparo de un estatuto. En este punto, el tiro ha salido por la culata. Al Tribunal se le ha brindado la ocasión de recordar su doctrina sobre el significado de lengua oficial y sobre los derechos lingüísticos de los ciudadanos en las comunidades bilingües y tal doctrina ha sido aplicada al articulado del Estatuto. Recuérdese que la Ley catalana de Política Lingüística de 1998 no había sido objeto de revisión por el TC. Ahora ha encontrado la ocasión. Así, el TC ha declarado inconstitucional la norma que declara al catalán como lengua oficial “preferente” respecto del castellano y ha efectuado interpretaciones conformes muy restrictivas en otros muchos preceptos referidos a la lengua que deberán incidir en la política lingüística vigente en Cataluña, en especial, en cuestiones de enseñanza, medios de comunicación, relaciones lingüísticas entre las administraciones públicas y los ciudadanos e, incluso, relaciones lingüísticas entre particulares. El resultado, pues, ha sido el respaldo del TC a una política lingüística bilingüe, ya prefigurada en la Constitución, con igualdad en la cooficialidad de ambas lenguas y la libre opción de los ciudadanos por una u otra.

En tercer lugar, el intento de aumentar las competencias y, en especial, su “blindaje” frente a las competencias del Estado, también ha sido seriamente desvirtuado por la sentencia. En cuanto a lo primero, se ha establecido la ineficacia jurídica de unos pretendidos derechos históricos singulares de Cataluña que daban un amplio campo al aumento de competencias en relación con determinados aspectos clave: el derecho civil, el sistema institucional y la proyección de la lengua y la cultura en el ámbito educativo. En cuanto al blindaje, la sentencia ha reafirmado los conceptos de competencias exclusivas, compartidas y ejecutivas, hasta ahora definidos en la jurisprudencia constitucional
y ha rechazado las nuevas definiciones, en sentido distinto, establecidas en los artículos 110, 111 y 112 del Estatuto. En definitiva, con esta consolidación del significado de los distintos tipos de competencia se ha impedido que desde un estatuto se determine el alcance de las competencias del Estado establecidas en el artículo 149.1 de la Constitución, algo que hubiera llegado a introducir tal grado de confusión que hubiera hecho inviable el funcionamiento del conjunto de los poderes públicos en España.

Por último, la sentencia ha declarado algo que era de una obviedad meridiana: un estatuto no es la norma adecuada para vincular a las instituciones del Estado. Sin embargo, también es cierto que en virtud de los principios de colaboración y participación, de carácter netamente federal, las comunidades autónomas –todas ellas, no solo Cataluña– pueden participar en la designación de miembros de determinadas instituciones estatales –como el TC, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de España o el Tribunal de Cuentas, entre otros, enumerados en los artículos 180 y 182 del Estatuto– si así lo dispone, sin ningún condicionante, la ley estatal correspondiente. Esta interpretación salva, pues, la literalidad de determinados preceptos impugnados siempre dejando a salvo la competencia estatal exclusiva en esta materia.

En definitiva, las principales innovaciones del Estatuto catalán han sido desvirtuadas, bien mediante declaración de inconstitucionalidad, bien mediante interpretación conforme llevada al fallo o bien, simplemente, mediante interpretación en los fundamentos jurídicos que el fallo no recoge. Se puede alegar –como hacen la mayoría de los votos particulares– que se ha abusado de la interpretación conforme y que muchos de los preceptos objeto de esta interpretación hubieran debido ser declarados directamente inconstitucionales ya que el significado que se les otorga es el opuesto a su literalidad e, incluso, a eso de tan difícil determinación como es la finalidad del legislador. No les falta razón a quienes sostienen estas opiniones. Pero también es cierto que los tribunales, particularmente los constitucionales, tienen una especial deferencia con el legislador y que esta deferencia está más justificada aún en leyes del tipo de los estatutos de autonomía. En todo caso, la sentencia es clara en aquello que deja establecido, con una argumentación sucinta en cada uno de los múltiples artículos que analiza y fundamentada, sobre todo, en la doctrina del propio Tribunal, es decir, revestida de la autoridad que da la coherencia con la jurisprudencia anterior. Además, aun teniendo en cuenta los votos particulares, en los aspectos sustanciales el Tribunal muestra un acuerdo prácticamente unánime y los motivos de las discrepancias son debidos principalmente a la alternativa entre declarar la inconstitucionalidad formalmente o salvarla mediante la interpretación conforme aunque la declare en el fondo.

Tras su excesiva tardanza, tras innumerables presiones ilegítimas e injustificables en un Estado de derecho, puede concluirse que el resultado final, sobre todo teniendo en cuenta la desidia del legislador al aprobar una ley con tal cúmulo de ambigüedades, restituye el honor de un Tribunal Constitucional sometido a una prueba muy difícil de superar, sin duda la más difícil de su historia.

 

Después de la sentencia, ¿qué?

El último tramo de la aprobación de la sentencia ha resultado extraordinariamente comprometido para el Tribunal. Las presiones, cuando menos las públicas, han venido especialmente desde Cataluña. En julio de 2009 se filtró que la sentencia declaraba cerca de quince preceptos inconstitucionales y otros veinticinco eran objeto de interpretación conforme. La alarma cundió en Cataluña. Empezó a circular la absurda opinión que el Estatuto era producto de un pacto político y que, por tanto, el TC no podía interferirse en dicho pacto. En consecuencia, ningún precepto podía ser declarado inconstitucional. Desde la Generalitat se presionó a los medios de comunicación y a las entidades de la llamada sociedad civil catalana para que presionaran en dicho sentido. El editorial conjunto de doce periódicos de Cataluña expresando esta opinión a fines de noviembre fue el momento culminante de tales presiones. Unos meses más tarde, ya en la recta final, el Parlamento de Cataluña y el Gobierno de la Generalitat interpusieron recursos sin ningún fundamento jurídico serio para que el Tribunal se declarase incompetente.

Finalmente, el 28 de junio se dio a conocer solo el fallo de la sentencia (14 preceptos declarados inconstitucionales y 27 objeto de interpretación conforme) e inmediatamente, a las pocas horas del mismo día, el presidente de la Generalitat, José Montilla, hizo una declaración institucional por televisión extraordinariamente crítica con la sentencia y en la que descalificó con dureza al Tribunal. A los pocos días, el 9 de julio, se dio a conocer el texto completo de la sentencia junto con los votos particulares. La decepción en los medios oficiales catalanes fue inmediata: la sentencia era aún peor de lo esperado tras conocer el fallo. Tampoco la sentencia gustó a la prensa conservadora de Madrid. El Gobierno, el PSOE y el PP, declararon que respetaban la sentencia y mostraron su satisfacción por que el Tribunal se hubiera finalmente pronunciado. El 10 de julio, una gran manifestación, con el presidente de la Generalitat al frente, recorre las calles del centro de Barcelona. El lema que la presidía era: “Som una nació, nosaltres decidim” (“Somos una nación, nosotros decidimos”). A lo largo de la marcha (un millón y medio de personas según lo organizadores, 425.000 según el diario El País y 64.000 de acuerdo con las mediciones de la empresa especializada Lynce) dominaron las proclamas, pancartas y gritos en favor de la independencia de Cataluña.

En la prensa catalana de los días siguientes se especuló sobre el futuro del nacionalismo catalán. Para unos, la opción nacionalista mayoritaria ya no era la autonómica, ni siquiera la federal-asimétrica o confederal, sino la independentista. Algunos sondeos de opinión, muy contradictorios entre sí, señalaban que el independentismo alcanzaba el 48% de la población. Unas cifras que nadie se creyó en Cataluña. Desde hace muchos años, todos los que llevamos de democracia, el porcentaje de independentistas ha oscilado entre el 18-20 % de los catalanes. Ni la debacle del Estatuto ni la sentencia añadirán muchos más; lo más probable es que el nivel siga igual. Quizás la única novedad al respecto es que al tradicional independentismo basado en la identidad se le añade ahora un independentismo de base económica y social: “Con la independencia, los catalanes viviremos mejor”, se sostiene. En definitiva, un independentismo más parecido al de la Liga Norte italiana que al catalanismo tradicional, basado en el tan famoso como dudoso déficit fiscal.

No creo que este independentismo arrastre a muchos catalanes: separarse de España no tiene consenso social y, además, tiene evidentes riesgos. Por tanto, lo más plausible, a poco que se contengan las emociones y se utilice más el cerebro que el corazón, es que las elites dirigentes catalanas, pasado el trauma de los años estatutarios, se inclinen por intervenir en la política española propugnando cerrar el modelo autonómico en clave federal. Lo que se pretendía con un nuevo Estatuto era asegurar que el Estado no interfiriera en las competencias de la Generalitat y, a su vez, que la Generalitat participara en las decisiones del Estado. “Lo mío, mío; lo tuyo, de los dos”. Es evidente que este planteamiento, por razones obvias, no podía ser viable.

Ahora el planteamiento debería ser más inteligente: plantear un modelo federal en el cual, mediante los procedimientos propios de este tipo de Estado, Cataluña, como comunidad autónoma, participe junto a las demás comunidades en la adopción de decisiones estatales a través del Senado, de la Conferencia de Pre-
sidentes, de las comisiones mixtas Estado-comunidades autónomas y de los demás instrumentos propios del federalismo. Para ello se requerirían dos cambios. Primero, impulsar una reforma federal del Estado, mediante una revisión de la Constitución si es preciso. Segundo, dejar de lado las obsesiones identitarias y pasar página al modelo de catalanismo pujolista aún vigente. Ello solo será posible implicándose en el gobierno de España y así participar también, a través de las instituciones españolas, en el gobierno de Europa.

Por el momento, sin embargo, estas preocupaciones no figuran en el programa inmediato de los principales partidos catalanes. A excepción de los minoritarios PP y Ciudadanos, los demás partidos parlamentarios están todavía ligados a la absurda aventura del nuevo Estatuto de 2006, ahora desvertebrado por la sentencia del Tribunal Constitucional. Para que estos partidos mayoritarios reorienten el rumbo deberían llevar a cabo un giro casi copernicano que solo el psc está en condiciones de afrontar a medio plazo. En las elecciones autonómicas de otoño los ciudadanos catalanes deberían dar un mandato claro a la clase política catalana para que rectifique la política de los últimos tiempos y plantee de una vez los problemas reales con los que se debe enfrentar Cataluña. ~

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