Cada quien su Dios

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"Dios ha muerto", declaró el loco de la parábola de Nietzsche. "Dios sigue muerto. Y nosotros lo matamos." Está bien que Nietzsche haya puesto su célebre declaración en boca de un orate, porque, desde el punto de vista histórico, es una locura. Quiero decir que en 1987 era una aseveración falsa, y una locura en 2002. Dios es ubicuo, exactamente como
lo afirma la antigua doctrina de Su omnipresencia. Dios está presente en las elecciones nacionales y en las relaciones internacionales. En Washington, a pocos días de la destrucción del World Trade Center en una guerra impía,  vi las siguientes palabras garabateadas en el muro de un bar local: "Querido Dios: protégenos de los que creen en ti." También esto es una forma de religión en la modernidad, y de la modernidad en la religión.
     La muerte de Dios, la vida de Dios, la resurrección de Dios: todas tienen sentido sólo como tesis sobre la historia, sobre la cultura. Desde el punto de vista filosófico, carecen de sentido. Cualquiera que fuera la condición metafísica del universo hace dos mil años, hoy sigue siendo la misma. Nunca hubo un Dios o siempre lo habrá; pero lo que queremos decir con el concepto de "Dios" jamás habrá de nacer ni morir o renacer. La razón prohíbe semejantes nociones. (La teología le da la vuelta a la razón refiriéndose a estos hitos cósmicos como milagros.) La idea de que Dios ha muerto es más bien expresión de un sentimiento, una declaración sobre la orientación de la subjetividad individual o colectiva; no es una afirmación acerca del mundo, sino del estado interior de la persona. En defensa de Nietzsche hay que señalar que así lo entendía: poco después de la parábola del loco señala antifilosóficamente que "hoy lo decisivo contra el cristianismo son nuestros gustos, ya no nuestras razones".
     Con todo, ya sea a fuerza de gustos o de razones, es una perfecta evidencia que la religión sobrevivió la transición a la modernidad; es más: que la religión floreció en la modernidad en dos modalidades: como repudio a la modernidad o adaptándose a ésta. La modernidad ha sido generosa con aquellos cuyo pensamiento y vida giran en torno a la tarea de repudiarla, ya que les proporciona un magnífico blanco para orientar su odio o sus temores. El rechazo de la modernidad  es en sí mismo un fenómeno moderno, desde luego. La actitud de repulsa es lo que llamamos "fundamentalismo". (Se trata de un concepto desafortunado, ya que disimula el refinamiento intelectual e institucional de los llamados fundamentalistas.) El repudio religioso contra la modernidad tal vez sea más auténtico, desde el punto de vista teológico, más coherente con los textos y estados de ánimo de las tradiciones antiguas, pero esa autenticidad tiene un precio muy alto. En muchos casos, la religión antimoderna ha sido catastrófica por sus consecuencias morales y sociales. Osama Bin Laden y los talibanes no son sino los ejemplos más recientes y atroces de los costos humanos del antimodernismo.
     Hay quien piensa que la reacción apropiada frente a la religión antimoderna es la religión moderna: que el terrible problema de la religión en una era de liberalismo puede resolverse liberalizando la religión. Después de los ataques del 11 de septiembre, por ejemplo, políticos, intelectuales y periodistas han buscado desesperadamente a los mullahs "buenos" para consolar al mundo por la existencia de los mullahs malos, han ido en pos de los clérigos decentes y progresistas que no odien ni teman las condiciones de la vida moderna. Se oye decir cosas buenas de la "democracia islámica" y del "liberalismo islámico". Así se entregan las sociedades del mundo islámico al régimen teocrático, y sólo se las deja elegir entre sus formas benignas y sus formas malignas. Y ¿qué tal la posibilidad de un gobierno sin mullahs en absoluto? Es decir, la posibilidad de un gobierno democrático. La noción de "democracia islámica", en sí misma, es una concesión a la ideología del islamismo, según la cual todo en la vida de un musulmán ha de revestir una forma islámica. Pero la democracia, cuando es genuina, no necesita adjetivos. No hay democracia islámica o democracia cristiana ni democracia judía: la democracia es simplemente democracia. Democracia islámica es como decir geometría islámica: representa un malentendido fundamental del asunto.
     Los creyentes que encuentran cómo vivir con la modernidad son los que de veras confían en la religión. Los otros, los santos paladines del rechazo, son los cobardes. Sin embargo, la adaptación de la religión a la modernidad no es la respuesta a la pregunta sobre la relación entre ambas, porque esta pregunta no sólo incumbe al destino de la religión. A la modernidad no le interesa el bienestar del teísmo ni el del ateísmo. Un orden liberal debe respetar la creencia en Dios, la falta de creencia en Dios y la indiferencia ante Dios. Lo que equivale a que, por tolerante que sea un orden liberal o incluso por mucho que éste acepte la religión, ese orden nunca puede levantarse sobre bases religiosas, aunque fuera posible encontrar fuentes afines en las tradiciones religiosas. La democracia representa una ruptura de la explicación teológica de la autoridad. Esta verdad filosófica e histórica es ineludible y siempre ofenderá a los creyentes.
     En la democracia hay libertad de creer cada quien en su Dios, y la democracia es, pues, para los creyentes, una bendición; pero puede costarles trabajo aceptar el hecho de que su creencia en Dios no motiva ni convence a aquellos de sus conciudadanos que no creen en su Dios, o que creen en otro Dios, o que no creen en ninguno; y así la democracia, para los creyentes, también es un escándalo. Sin embargo, para todos nosotros, este escándalo es una bendición: refleja el hecho de que los creyentes reconocen que, en bien de la paz social y el decoro cotidiano, no sólo han de sobrellevar la modernidad, sino también resistir la tentación de obrar a partir de sus propios absolutos confesionales. En un orden liberal se puede llevar una rica vida metafísica: aunque no sea fácil. -— Traducción de Rosamaría Núñez

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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