1968-2008

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EL LEGADO INCIERTO DEL 68

 

La Historia de México ha dado un veredicto definitivo sobre el 2 de octubre de 1968, al menos en su terrible significación moral. Aunque nunca se sabrá el número exacto de muertos aquella tarde en Tlatelolco, no hay duda de que fue un crimen masivo, un sacrificio inútil e injustificable, un acto de terrorismo de Estado contra un movimiento estudiantil que, al margen de sus manifestaciones radicales, nunca empleó métodos violentos. En todas las regiones donde sopló –Europa occidental, Europa del Este, Asia, Norteamérica– el viento rebelde de 1968 se desvaneció por sí mismo o fue encauzado a través de medios políticos. México fue la vergonzosa excepción. El sistema político mexicano, admirado a lo largo de los años sesenta como un mecanismo supuestamente “milagroso” que combinaba el crecimiento económico y una cierta vocación social con una variedad “muy ligera” de autoritarismo político hecho de corrupción y patronazgo, mostró su verdadero rostro. Con la matanza, el régimen del PRI selló su destino: un orden político que asesina su disidencia cívica era una dictadura, y en esa medida el sistema político mexicano tenía el tiempo contado.

El complejo entramado de intereses, pasiones, errores y cálculos que condujo a la matanza del 2 de octubre está menos claro. La psicología del presidente Gustavo Díaz Ordaz jugó, a mi juicio, un papel determinante: operó como un lente de aumento que distorsionó los hechos. Donde había disidencia juvenil él sólo vio la más oscura conspiración comunista contra México. No obstante, es obvio que muchos otros factores incidieron en el proceso y desenlace, factores al margen del estilo personal del presidente. Ciertas preguntas clave siguen esperando respuesta: el papel del Ejército, la integración y funcionamiento del “Batallón Olimpia” (un grupo paramilitar comandado por el entonces secretario de Gobernación Luis Echeverría), la injerencia –en plena Guerra Fría– de agentes provocadores internacionales tanto del bloque soviético como de la CIA. A cuarenta años de la masacre, no tenemos un cuadro completo y fiel de lo que en verdad ocurrió. Quizá no lo tendremos nunca: salvo Echeverría, que vive en el ostracismo, casi todos los políticos que tuvieron un papel relevante en aquellos sucesos han muerto. Y con ellos se llevaron no sólo sus recuerdos sino sus papeles. Queda inédito, sí, un testimonio muy valioso: las “Memorias” del presidente Díaz Ordaz. Llegué a consultarlas hace unos años: contenían claves importantes para entender la cadena de intrigas que condujeron a la masacre.

Pero más allá de su anatomía política o de su cruel moraleja, hay un ángulo del movimiento estudiantil que atañe ahora mismo a todos los que participamos en él hace ya cuarenta años. Se trata de un ángulo que importa sobre todo a los diversos grupos de izquierda que fueron los verdaderos impulsores del movimiento y que desde hace veinte años, por lo menos, ocupan un lugar de creciente influencia en la vida política mexicana. Me refiero al legado democrático del 68.

Por muchos años me pareció indudable que el movimiento había sido el embrión de la democracia en México, proceso en el que –hasta principios de los años ochenta– nadie creía, pero que sobrevendría en los últimos años del siglo con una fuerza creciente e irresistible. Sigo creyendo que el movimiento fue un hecho que contribuyó a la democratización del país, pero creo también que la naturaleza de ese aporte y su dimensión deben analizarse y matizarse porque sus dilemas siguen siendo los de la izquierda mexicana de hoy. Había, es verdad, algo intrínsecamente democrático en aquel gran acto de negación, aquel gigantesco NO que coreaban las masas estudiantiles contra el gobierno autocrático. Había también una genuina espontaneidad en las asambleas, los mítines, las marchas, las “tomas” de la calle (como se les llamaba). En un país supuestamente “revolucionario”, acostumbrado a la obediencia y el silencio, la discusión pública de los problemas era ya en sí misma una novedad extraordinaria. Ese impulso de libertad prendió: gracias al 68, hay en México más libertad de expresión, de movimiento, de protesta. Y gracias al 68, las mujeres –que eran un contingente numeroso en el movimiento– ingresaron con fuerza en casi todos los ámbitos de la vida pública, lo cual fue un logro histórico en un país con las tradiciones machistas de México.

Pero es preciso distinguir: la rebelión por la libertad es una cosa, la construcción de la democracia es otra. El movimiento de 1968 fue festivo, irracional, emotivo, imaginativo, maniqueo, generoso, romántico, expansivo, contestatario, destructivo, irreverente. No conocía los argumentos complejos, los claroscuros de la vida real. Todo lo contrario: rechazaba por completo el orden establecido. Quería el todo o nada. No tuvo noción de sus propios límites, no imaginó un proyecto constructivo de transición política para sí mismo y para México, tenía aversión a la prudencia, la tolerancia, la autocrítica, la negociación, la racionalidad. Nunca se propuso, por ejemplo, la creación de un partido político, que sin duda hubiera podido nacer entonces. (Hay que recordar que la izquierda mexicana no estaba representada en el Congreso, donde el PRI reinaba con mayoría casi absoluta, y que el Partido Comunista Mexicano estaba proscrito.) Los estudiantes nunca pensamos en la democracia electoral como una salida. En las asambleas votábamos a “mano alzada”, en las marchas creíamos “representar” al pueblo y hasta teníamos el eslogan “¡Únete pueblo!”, pero el pueblo hubiera necesitado mucho más para unirse, para participar de verdad en la política: hubiera necesitado una estructura, una institución, un cauce, un partido. Esas nociones, y aun la idea misma del voto, eran ajenas al movimiento estudiantil.

El movimiento del 68 fue, esa es la verdad, una especie de “revolución blanda”. Por eso se inspiró en los ídolos e ideales de la Revolución cubana, y por eso se topó con los tanques de esa otra mítica Revolución mexicana que seguía reclamando la legitimidad histórica. Pero hay que subrayar que este carácter embrionariamente revolucionario del 68 no justifica en absoluto la represión desatada contra él.

La izquierda mexicana de hoy es la heredera natural del 68 y, por lo tanto, la principal responsable histórica de aquel legado. Esta izquierda ha jugado un papel decisivo en la transición política de México desde 1988, cuando por primera vez llegó unida a una elección presidencial, acaudillada por Cuauhtémoc Cárdenas, el respetado hombre de izquierda que, según versiones fidedignas, fue despojado de su triunfo mediante un fraude. En 1988, Cárdenas tomó la decisión que veinte años antes no quiso tomar el movimiento estudiantil: fundó un partido político, el PRD. A partir de ese año, gracias al PRD, el ascenso de la izquierda ha sido impresionante: ha ganado alcaldías, gubernaturas, es la segunda fuerza en el Congreso, gobierna desde hace diez años su bastión más poderoso: la ciudad de México, escenario del 68; y en 2006 estuvo a punto de ganar la presidencia. Parecería entonces que las condiciones están dadas para que el último capítulo de una historia de cuarenta años se escriba pronto, con la llegada pacífica de la izquierda al poder en México. Por desgracia no ha sido así, y en buena medida debido al conflicto intrínseco entre “democracia” y “revolución” que caracterizó al movimiento estudiantil del 68 y que está en las propias siglas del PRD.

La izquierda mexicana no decide aún qué camino quiere seguir: la revolución o la democracia. Es cierto que nadie propone la adopción del modelo cubano, pero muchos suscriben el modelo de Hugo Chávez como la mejor opción para México. Esa era, de hecho, la opción que representaba Andrés Manuel López Obrador. No sólo “la derecha” mexicana vio con temor y suspicacia su incendiario discurso y sus proyectos: también el propio Cuauhtémoc Cárdenas. Y es que ambos representan dos visiones opuestas sobre el papel de la izquierda en México (y, por extensión, en América Latina).

La izquierda no deja de ser izquierda si es moderna: allí está el caso español. La izquierda no deja de ser izquierda si es liberal: allí están los casos chileno, brasileño y uruguayo. En México, una izquierda semejante tendría la fuerza suficiente para convencer a las corporaciones sindicales y burocráticas de la necesidad de llevar a cabo las reformas económicas que el país requiere para salir de su estancamiento y crecer. Una izquierda así podría persuadir a los poderosos grupos empresariales para que contribuyan a paliar los inmensos rezagos sociales. Alrededor de estos temas cruciales, una izquierda moderna y liberal podría contar con una mayoría de votos (el mío, desde luego) en el Congreso y conquistar la presidencia. Pero esa izquierda moderna y liberal no es la mayoritaria. La razón principal de esto es clara: igual que la derecha doctrinal (su gemela enemiga), nuestra izquierda mira la realidad con anteojeras ideológicas.

La izquierda mexicana (como buena parte de la latinoamericana) no se ha quitado sus anteojeras ideológicas entre otras cosas porque apenas si ha ejercido la autocrítica. Cuando la Historia rebatió y socavó a los sistemas autoritarios y las sociedades cerradas (la liberación de Europa del Este, la desaparición de la Unión Soviética) y determinó el ascenso, no menos sorprendente, de la economía de mercado en China, nuestra izquierda se rehusó a estudiar y debatir a fondo la enorme significación de esos hechos. Si estas tres mutaciones casi cósmicas –que, junto con la emergencia de la India, han redibujado el mapa económico del siglo XXI– no modificaron sus ideas sobre el papel relativo del Estado y el mercado, parecería que nada la hará cambiar.

La proclividad ideológica (eco remoto de la enseñanza escolástica de los siglos coloniales, para la cual las opiniones contrarias eran delitos) conduce al dogmatismo. En círculos radicales de izquierda (sobre todo en la prensa doctrinaria y las universidades) se ejerce la “Tolerancia Cero” con las posiciones divergentes, a las cuales se tacha invariablemente “de derecha”. En un ambiente de polarización extrema no hay lugar para la moderación ni el debate. En el fondo de su corazón, un sector radical de la izquierda sigue creyendo en la revolución social (aunque sea con minúscula, en su versión blanda, suave, de baja intensidad) como palanca de la historia.

Los estudiantes del 68 pensábamos en la Revolución, no en la democracia. La izquierda mexicana sigue atrapada en ese dilema y por eso el legado de 1968 está inconcluso. Esa indefinición es una desgracia porque sólo una izquierda moderna y liberal puede transformar a México. Y por una consideración más: dada la importancia de México en la geopolítica latinoamericana, una izquierda liberal y moderna podría ser una excelente interlocutora con un posible gobierno demócrata en Estados Unidos, para crear juntos una versión renovada y perdurable de la Alianza para el Progreso. No podemos esperar a 2018 –el cincuenta aniversario del movimiento– para que todo eso ocurra. ~

– Enrique Krauze

 

 

 

LA ANIQUILACIÓN DE LA ANCIANIDAD

 

A Cecilia y Patricia, como recuerdo de nuestra aventura política

  

“Corre camarada, lo viejo está detrás de ti”[1]

Mayo de 1968.

“La edad de oro fue la edad en que el oro no reinaba. El becerro de oro siempre es lodo”, declamaron los estudiantes parisinos. Ese año sopló un viento fuerte, aparentemente nuevo, que arrancó los oropeles del templete burgués en Europa. Lamentablemente, los universitarios mexicanos escribieron mucho menos; el ejército aplastó la revuelta. No obstante, enfocar el 68 exclusivamente desde Tlatelolco es reduccionista. Los jóvenes del mundo quisieron algo más que una rebelión; pretendieron una revolución cultural, irreverente, provocativa, pero optimista.

Cuarenta años después, la principal herencia del 68 es la devaluación social de la ancianidad. El desprestigio ha llegado al extremo de inventar eufemismos (“adultos mayores”, “adultos en plenitud”) para evitar la obscenidad de las palabras viejo y anciano. Las etimologías de senador (del latín senex, viejo) y presbítero (del griego presbíteros, el más viejo) carecen de sentido en la civilización de cuerpos bellos y jóvenes.

Durante siglos, los ancianos fueron los depositarios del conocimiento y la virtud y, por tanto, del poder. La aristocracia y la burguesía compartían, cada una a su modo, dicha premisa. En consecuencia, concedían gran importancia a la cortesía y ritos afines, tan útiles para destacar la diversidad de funciones y estamentos. Al derogar esta liturgia laica, los viejos fueron degradados: ahora son los parias, la casta ínfima. Con el 68 comenzó “la guerra del cerdo” al estilo de Bioy Casares: los ancianos son los culpables.

 

“Aquí se es espontáneo”

En Francia, la revuelta cobró la cabeza de Charles de Gaulle. El general reunía en su persona los rasgos del pequeñoburgués: hombre de familia, religioso, nacionalista, conservador en moral, ahorrador y empeñoso, celoso de la autoridad.

El conservadurismo burgués –expresión jabonosa y escurridiza– goza de mala prensa. Con todo, el ideal burgués entraña cualidades encomiables: vocación liberal, respeto a la autoridad, urbanidad, laboriosidad, austeridad, vida en familia, orden, legalidad.

Me viene a la mente la novela Los Buddenbrook, en la que Thomas Mann relata las vicisitudes de una paradigmática familia burguesa. Gracias al trabajo duro y al éxito comercial, los Buddenbrook ganan reconocimiento social. El declive de la familia comienza cuando el romanticismo infecta al heredero: la estética sustituye a la eficacia, la espontaneidad prevalece sobre el orden, el impulso predomina sobre el análisis, la creatividad prima sobre la experiencia, y la inspiración avasalla el empeño rutinario y académico.

 

“No cambiemos de patrón, cambiemos de patrón de vida”

La rebelión del 68 atacó los pilares de la sociedad tradicional burguesa: Iglesia, Estado, Universidad y Empresa. Abolidas las viejas maneras, sin el blindaje de los viejos rituales, la autoridad quedó a merced de la crítica de los jóvenes. El diálogo erosionó la verticalidad de las instituciones; sólo la Empresa resistió el embate y dio cobijo al autoritarismo, aunque ciertamente en formas más sutiles. El mercado reveló su poder. Los símbolos sesentaiocheros de horizontalidad devinieron una mercancía más: jeans de marca libre, jeans de diseñador, de obrero o de millonario.

“La insolencia es la nueva arma revolucionaria”, garabatearon en la pared de la Facultad de Medicina de París. La abolición de las buenas maneras jugó un papel decisivo en esta revolución en que la mezclilla obrera desplazó a la corbata. El deterioro de los símbolos tradicionales de la autoridad fue el indicio más visible de un cambio profundo: la devaluación de la experiencia y la madurez. Antes del 68, la espontaneidad y la creatividad no eran los ejes torales de la teología, la política, la economía y, quizá, ni siquiera de la cultura. La tradición tenía un peso específico en la mentalidad pequeñoburguesa. El 68 se burló de la sensatez conservadora y activó un gen moderno, hasta ese momento aletargado: la idolatría al cambio. Aquellos jóvenes aceleraron el descrédito de la tradición.

 

“Si tiene el corazón a la izquierda, no tenga la cartera a la derecha”

La Ilustración burguesa es, por definición, crítica. Sin embargo, se trata de una crítica acotada por la funcionalidad y la sensatez. En ¿Qué es la Ilustración? Kant suaviza el ímpetu crítico y lo disuelve en un ejercicio compatible con la obediencia estándar. A la hora de la verdad, el uso público de la razón –someter las creencias al tribunal de la razón– respeta el statu quo. El soldado, sugiere Kant, debe acatar las órdenes del oficial, y el inferior ha de obedecer al superior. Sapere aude!, pensar por uno mismo: sí, siempre y cuando cumplamos con las obligaciones de nuestro cargo. Esto es el conservadurismo burgués.

La táctica kantiana se emparenta con la moral provisional de Descartes: aplicar la duda sistemática y universal, preservando las normas vigentes en tanto averiguamos si conviene abandonarlas. El conservadurismo burgués está dispuesto a reparar el barco, incluso a desarmarlo, si es menester. Pero no emprenderá los arreglos en altamar por miedo a hundir la nave.

 

“No a la revolución encorbatada”

La rebelión del 68 pretendió desmantelar este rescoldo de conservadurismo. La juventud perdió el respeto por el establishment: no temió cambiar el casco del barco a la mitad del océano. Al grito de “la imaginación al poder”, los capitanes prudentes, sobrevivientes de tantas tormentas, fueron defenestrados por marineros núbiles y audaces. La nueva generación arremetió contra el fetiche de la tradición que, a menudo, no era nada más que hipocresía. Y sin pretenderlo, nos despojaron de una coraza contra las inclemencias del mercado.

En Minima moralia (1951) Theodor Adorno avizoró el peligro: “tras la demolición pseudo-democrática de los formalismos, de la cortesía al viejo estilo […] tras la aparente claridad y transparencia de las relaciones humanas, que ya no tolera nada indefinido, se anuncia la pura brutalidad. La palabra directa, que sin rodeos, sin vacilaciones ni reflexión, te dice en la cara cómo están las cosas, ya tienen la forma y el tono de una orden […] La sencillez y objetividad de las relaciones que elimina todo oropel ideológico entre los hombres, ya se ha convertido en una ideología en función de la práctica de tratar a los hombres como cosas”. El mercado domesticó los desplantes de la juventud del 68.

El neorromanticismo sesentaiochero despojó a la burguesía de las reminiscencias aristocráticas (la vieja etiqueta, la veneración por la vejez) y poco más. Hoy no somos más críticos, ni más libres, ni más espontáneos, ni más creativos que quienes vivieron antes de 1968. Seguimos siendo tinta sobre un papel; individuos planos, hombres unidimensionales que aguardamos, con terror, la ancianidad. ~

– Héctor Zagal

 

 

EN EL MISMO BARCO

 

En uno de sus tantos paseos por las cercanías del sanatorio donde se encontraba internado, el poeta Robert Walser exclamó: “Que los jóvenes hagan ruido ahora. Lo que me conviene es desaparecer.” Estaba por cumplir 65 años y no deseaba reconocimientos o aplausos sino hacerse a un lado del camino. ¿Acaso es posible vivir sin pudor? ¿Qué caso tiene insistir con nuestra presencia en el mundo?, pregunto siempre que me encuentro frente un hombre que renuncia. La sabiduría no se revela la misma en todos los ancianos; mientras unos se aprestan a orientar a los más jóvenes, otros prefieren encerrarse en una ermita a rumiar su escepticismo: maestros o santos, los sabios se contradicen. Tampoco es la sabiduría asunto que sólo concierna a los viejos: la experiencia es poca cosa sin la sensibilidad propia de un ser que se sorprende en su paso por el mundo. Más que la acumulación de años, es el sentido de nuestra mirada el que abre camino hacia parajes menos burdos o inclementes.

Hace veinte años, en su libro La derrota del pensamiento, el filósofo francés Alain Finkielkraut se sorprendía de que Europa girara como autómata alrededor de los jóvenes. ¿Acaso han descendido de una nave espacial? Su presencia causaba una atención desmedida, como si nunca antes se hubiera tenido noticias de su existencia. Las causas de esta veneración no se debían sólo a la influencia de las rebeliones juveniles de los años sesenta o a que los comerciantes encontraran en estos seres del espacio una veta para extender su mercado más allá de la tierra, sino también a la disminución en todos los sentidos de la conciencia histórica. Se respiraba la necesidad de abandonar cuanto antes una época que contaba al humanismo entre sus más preciadas víctimas. Las guerras mundiales, el holocausto judío, las barracas siberianas de la utopía comunista, las bombas nucleares lanzadas sobre poblaciones indefensas minaron las conciencias más sensibles a un extremo que varios filósofos y escritores proclamaron que después de Auschwitz el pensamiento humanista había culminado (Adorno, Lyotard, Kertész). ¿Para qué aumentar el conocimiento, escribir poesía o creer en los ideales de la Ilustración si de todas maneras, y no obstante sus derechos universales, los hombres descendieron al estado de cosas en los campos de concentración?

Después del conjunto de experiencias traumáticas sufridas en el transcurso de la centuria pasada, los jóvenes no sólo tendrían derecho a ser escépticos, pesimistas, pasotas, drogadictos y cínicos, sino también a renunciar a la idea de que existe una historia que progresa (aun si esta renuncia no es consecuencia de una reflexión). Es en este punto cuando el tiempo abandona su vocación de futuro para instalarse en un presente eterno: contra el tiempo que avanza en busca de una realización, se impone un tiempo que gira sobre sí mismo. Una mutación similar sucede con respecto al espacio: se experimenta el espacio frente a una pantalla luminosa más que recorriendo las calles, y un hedonismo ensimismado se impone al desprestigiado placer de la orgía social. No me parece extraño que sea en el cuerpo, más que en la plaza pública, donde el misterio conserve todavía una puerta de entrada y en donde los jóvenes más desprotegidos encuentren cierto sentido a sus vidas. Que un escritor embelesado en la cultura humanista como George Steiner posea la siguiente impresión sobre los seres humanos es poco alentador: “Somos un bípedo capaz de un sadismo indescriptible. Nuestra inclinación a la matanza, a la superstición, al materialismo y al egotismo carnívoro apenas ha cambiado durante la breve historia de nuestra residencia en la tierra.” A partir de estas anotaciones quejumbrosas, quiero insistir en que los jóvenes como realidad presente son algo más que el símbolo de un futuro distinto: son también la consecuencia de un pasado desastroso.

Hasta ahora he escrito como si los jóvenes pertenecieran a una entidad que carece de fisuras, a un barco sólido que se mueve según los vientos provenientes de una historia común. Sin embargo, no es así, ya que la juventud es en buena medida una invención. Se trata de una especie de drama pasado de moda: ni la historia tiene una dirección o una consistencia objetiva, ni los jóvenes, en el sentido cronológico de la palabra, conforman un ejército homogéneo de seres unidos por una tarea épica. Para darme valor y hablar sobre estos asuntos suelo citar a Montaigne, quien de manera lúcida y cruel nos hace notar que hasta un recién nacido tiene edad suficiente para morirse: el haber nacido no nos exime de ser desgraciados.

De cara a los mitos demacrados de la sociología o la historia, prefiero buscar en los jóvenes lo que tienen de singular más de lo que tienen en común. Es esta la única manera honrada de enfrentarse a un ser humano, despojarlo de su ser común e intentar comprenderlo en su soledad intrínseca, en suma: expulsarlo de la utopía (y me pregunto nuevamente: ¿qué valor trascendente puede tener un joven que se está haciendo viejo?)

No descubro nada nuevo si afirmo que la juventud es siempre tierra propicia para cultivar el romanticismo. Intentar que nuestra vida sea lo más parecida a una obra artística, creer que la verdad se encuentra más cerca del ser primitivo, despreciar las convenciones de la clase ilustrada, desconfiar de quienes imponen dogmas morales y ser habitantes del oriente eterno son sólo algunas raíces de un romanticismo que de ninguna manera es invención de una época (Diógenes, los goliardos medievales, los poetas alemanes del siglo XIX, las vanguardias artísticas y los movimientos estudiantiles del siglo pasado son sólo algunos momentos de un espíritu romántico que perdura en el tiempo). Cuando August Schlegel dice que las raíces de la vida están perdidas en las tinieblas, nos coloca en el centro de una orfandad que poco tiene de contingente: si un joven es capaz de acompañarte en esa soledad ontológica, y se despoja de su papel redentor, no será presa sencilla de un mercado que reduce a los seres a ser sólo consumidores. Tengo la sospecha de que tomar las riendas de un mundo detestable no es deber de una juventud formada de individuos, como tampoco lo es encarnar el ideal romántico de los adultos: que los viejos vean en los jóvenes la consecuencia o el deterioro de sus ideales es inevitable, pero bastante injusto.

En estas notas viene a cuento una frase de Melchor de Jovellanos que por supuesto suscribo de inmediato: “Jamás concurriré a sacrificar una generación presente por mejorar las futuras.” He allí, me convenzo, una actitud de lo más conveniente para compartir este mundo con quienes tienen la mala suerte de ser jóvenes: considerarlos seres sujetos a un derecho que ellos no inventaron pero que tienen –en tanto se rebelan– el deber de asumir. Y darles la bienvenida al peor de los mundos posibles, volverlos cómplices, no representantes de la utopía, en resumen: compañeros de la misma desgracia. ~

– Guillermo Fadanelli

 

 

 

EL 68 EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA

 

Pasó mayo de 2008 con recuerdos y tasaciones del mayo de 1968. Volvamos, pacíficos, al 68. Digamos, para comenzar, que el 68 fue el año central y canónicamente emblemático de la década de los sesenta del siglo XX. Se trató de una década inscripta en una conmoción: una crisis que produjo un estremecimiento y favoreció un cambio. Vista entonces, mientras se desarrollaba envuelta en una súbita agitación, parecía rematar airadamente una mitad de centuria política en la que –nueva versión del enfrentamiento entre civilización y barbarie– se codearan los totalitarismos (el fascismo, el nazismo, el estalinismo) con un instituto burgués nieto de las revoluciones del XVIII y XIX al que comenzaban a acrecentar unas clases medias hijas de una dinámica industrializadora y urbanizadora. Algo como una transición y una pugna entre un orden viejo y un orden nuevo podía discernirse como fuerza motora. Tan es así que una de las grandes vertientes en que el movimiento del 68 se manifestó fue la del enfrentamiento entre el conformismo y el inconformismo, entre la autoridad y la tolerancia. No es casualidad que los acontecimientos se precipitaran en Francia: “Y se requiere agresión y barricada, cantos en la calle y hombres harapientos que mueren por una idea”, escribía el agudo Chesterton en 1930, “para producir y justificar la flor terrible de la indecencia francesa”. En todo caso, el espectáculo que se presenciaba tenía algo del teatral gesto de deshacerse de una peluca.

La América Latina de aquellos tiempos se sumó a esa ansiedad mundializada. En la ciudad de México, en Santiago de Chile, en Montevideo, estallaron revueltas que se concentraron en los centros de enseñanza media y universitaria. Continente excéntrico y marginal con respecto al paradigma narcisista patrocinado por el eurocentrismo, y expuesto a los influjos de unas ideologías que no nacían y se sucedían en su interior sino que trabajosamente se adaptaban a las coyunturas locales, distorsionando el modelo original, por esas fechas convivían entre nosotros, por un lado, una dinámica modernizadora que se traducía en un impulso a la industria y al desarrollo y, por otro, algunas taras vetustas llamadas a reactualizarse: el populismo, la guerrilla, el militarismo, el caudillismo. Aquí también lo viejo y lo nuevo comenzaban a mirarse a la cara.

Pues bien: dicho lo anterior, demos una brazada. Hubo un dominio en el que América Latina fecundó una originalidad llamada a despertar un pasmo admirado. Ese dominio fue el de la literatura. En efecto, a lo largo de los sesenta, y muy especialmente en las inmediaciones del 68, hizo eclosión y se consolidó lo que se llamó, con expresión poco feliz, el “boom literario latinoamericano”. Ahora lo sabemos: fue la última revolución que apadrinó el continente. Una revolución circunscripta, si se quiere, a unos concretos sectores sociales (las elites pensantes, la subclase intelectual, zonas más o menos amplias de las clases medias instruidas), aunque no por ello menos significativa y profunda en sus logros y sus consecuencias. A partir de la comprobación de que las lenguas son realidades más vastas que las entidades históricas y políticas que llamamos naciones, y aupado en una autoestima creadora cuyos ímpetus no se apreciaban desde el modernismo rubendariano, emergió un movimiento asombroso. Las literaturas de América Latina –la literatura argentina, la mexicana, la uruguaya, la brasileña– demostraron que conformaban una sola y única literatura. Acaso allí empezó a imponerse una idea hasta entonces vaga y sobre todo incurablemente retórica: la de que el continente constituía una civilización. Esa idea, ya más confiada y extendida, es la que ahora, en 2008, parece buscar imponerse. Todos los escritores del boom creen, con excepciones muy contadas, en el destino común de América Latina, aunque se trate de una creencia más ilusoria que real, más esperanzada que concreta; la mayoría de ellos, cabe recordar, vivirían exilios temporales, prolongados o definitivos. Hay un paso más en esta secuencia: aquella literatura en auge recobra su vínculo –roto cuando la guerra civil– con la escrita en España y, al conformar un enlace, una y otra se presentan juntas a la mirada sorprendida del mundo.

Más allá de unas fuentes inspiradoras comunes (la narrativa norteamericana, el existencialismo, el modernism inglés) y de una voluntad de ruptura (se quiebran los géneros literarios, se reacomodan y se prolongan las tradiciones anteriores), lo que domina y gobierna en la literatura de los sesenta son dos rasgos fuertes. Por una parte, al revisar la herencia inmediata, la herencia de las vanguardias de los veinte y del bautismo de la modernidad de los cuarenta, los escritores la reformulan y la ahondan. Crítica, ironía y parodia se volverán instrumentos claves que alimentarán un talante de alta capacidad subversiva. Así se pondrá en marcha un sistema de circulación espiritual, un flujo y reflujo de estímulos. Por otra parte, el llamado “compromiso”, tan arraigado en un continente de muchas frustraciones y en el que el intelectual está dispuesto a claudicar ante, o a dejarse seducir por, las trampas ideológicas y políticas, se desplazó –a veces deliberadamente, a veces inconscientemente– hacia un compromiso con la escritura y el acto literario. Tanto la forma (la estrategia que organiza un discurso) como el fondo (aquello que, a través de la emoción estética, se trasmite al lector) organizan una comunión entre los autores y su público. Rara ocasión: se entraba en historia y se entraba en literatura al unísono.

De ahí que una comunidad social (otra vez: las clases medias, de las que provienen por cierto casi todos los escritores), una comunidad de problemas (las dictaduras, las inflaciones económicas, los regímenes políticos malformados) y una comunidad de lo sensible (un afecto, una exaltación) contribuyeran a definir moralmente, al menos para las generaciones de edad media y joven que ejercían el presente activo, a unos países que se volvían encanallados y zozobrantes. Y de ahí, también, que las imaginaciones que allí nacieron, y que se vehicularon y alcanzaron su difusión mayor en ese género históricamente ligado a los sectores burgueses medios que es la novela, constituyan ahora recuerdos personales, conformen una mitología. Hay un dato que ayudó a que las cosas se dieran de ese modo: en los trámites de la narrativa de los sesenta, los escritores se volvieron protagonistas de sus obras (protagonistas en tanto dueños y señores de un ámbito de resonancia, protagonistas en el sentido de renunciar a la omnipotencia clásica y volverse prójimos democráticos) y, en un capítulo más de su evolución, fueron capaces de mirarse a sí mismos desde adentro de sus propias obras (unas obras que recurren a un mecanismo especular interior, unas obras que articulan caminos de ida y vuelta en sus intersticios). La creencia del propio novelista en sus invenciones hizo que nosotros compartiéramos esa creencia. Mon semblable, mon frère. Eran textos que nos escribían. Quizás en esos trámites se encuentra aquella “invención de América” de que habló un historiador. Otra explicación para que se abrazara esa amistad tiene un retorcimiento dramático: la esencia de la novela radica en el fracaso de un hombre, en la dignidad en la derrota de sus agonistas o protagonistas. ¿Míticamente nos identificamos con ese destino de desventura?

Una nómina, incompleta y caprichosa, de las novelas que aparecen en los sesenta es apabullante. Recordemos. Recordemos El siglo de las luces (1962), Rayuela (1963), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964), Grande sertão: veredas (de 1956, pero se traduce al español en 1963), La muerte de Artemio Cruz (1962) y Cambio de piel (1967), La ciudad y los perros (1963) y Conversación en La Catedral (1969), Paradiso (1966), Tres tristes tigres (1967), Cien años de soledad (1967), El lugar sin límites (1966), La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas (1968), Farabeuf (1965), Sobre héroes y tumbas (1961), País portátil (1968). Recordemos un título que mucho enseñó a acercarse a estos títulos porque ofrecía de ellos una cartografía viviente: Los nuestros, de Luis Harss, publicado en 1966 en Buenos Aires. Ninguno de esos libros fue escrito con el propósito deliberado de lucro. Más allá del juicio que el futuro les depararía, y más allá de lo que de allí en adelante entregarían sus autores, leer esos libros significaba sumarse al aliento de una nueva sensibilidad, adentrarse en un circuito de reverberaciones entrañables y exponerse, con un amistoso gesto de la voluntad y el espíritu, a una reforma de la propia persona. Significaba re-conocer una realidad y re-conocerse uno mismo. ~

– Danubio Torres Fierro

 

 

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1. Todas las "pintadas" provienen del libro Los muros tienen la palabra / Periódico mural mayo 68, Editorial Extemporáneos, traducción de Eli Bartra, México, 1970

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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