Veleidades capilares

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Los líderes de opinión que marcan las directrices del erotismo contemporáneo han impuesto a las nuevas generaciones una asepsia calvinista que reprueba los olores intensos, la vellosidad, la transpiración, la grasa, y en general, cualquier “suciedad” que recuerde nuestra pertenencia al reino animal. El hedonismo inodoro eleva el sexo a la categoría de bien supremo, y sin embargo, nos exige una pulcritud reñida a muerte con la naturaleza, como si alguien pudiera alcanzar la felicidad sexual sin rebajarse aunque sea por un momento a la feliz guarrería de las bestias. Idólatras de la delgadez, millones de mujeres aspiran a tener cuerpos de muñecas, pero como una Barbie con pelos en la entrepierna sería un obsceno contrasentido, el nuevo manual de Carreño les ordena rasurarse el pubis. De unos años para acá, el mullido rincón de las delicias se ha convertido en un desolado páramo lunar. Por supuesto, el vello púbico da una cierta impresión de suciedad. Pero como dijo Woody Allen, “el sexo es sucio solo cuando se hace bien”. Los rastrillos nulifican una enorme cantidad de energía libidinal “sucia” (no existe otra) que antes era mejor empleada en otros menesteres.

A los varones que ya pasamos del medio siglo nos aflige particularmente esta calamidad, porque en nuestra adolescencia predominaba un canon erótico más permisivo con las glándulas sebáceas. En los viejos cabarets de burlesque, el plato fuerte del espectáculo era el momento en que la bailarina se quedaba en tanga y el público enardecido gritaba: “¡Pelos, pelos!” Cuanto más tupida era la mata de la vedette, mayor aplauso cosechaba. De hecho, en el habla popular mexicana “de pelos” es sinónimo de “excelente” o “magnífico”, una metáfora lexicalizada que seguramente alude a ese viejo fervor simiesco. El máximo anhelo de un adolescente de los años setenta era verle “el mono” a la diva italiana Edwige Fenech, y todavía a principios de los noventa, Sharon Stone provocó un cataclismo hormonal masivo con la escena de Basic instinct en la que descruzaba la pierna para mostrar su triángulo de musgo al perplejo detective Michael Douglas. Ahora sería inverosímil filmar algo así, pues ha resucitado la equívoca noción de “buen gusto” que en tiempos del Renacimiento obligaba a los artistas a pintar mujeres con sexo de niñas.

Se podría replicar, desde la trinchera enemiga, que defiendo un fetiche vulgar porque tengo gustos de naco y la elegancia me desagrada. No soy enemigo de la elegancia: la considero, por el contrario, un atrayente obstáculo a vencer para llegar a la inevitable vulgaridad de la carne. Los franceses, quizá el pueblo más refinado de la tierra, bautizaron el sexo femenino con un nombre obsceno, la chatte, que reafirma la dignidad y el encanto de la maleza púbica. No es una palabra elegante, claro está, porque la higiene verbal jamás ha provocado erecciones. Fuentes fidedignas consultadas por internet me informan con pesar que dentro de poco este bello nombre caerá en desuso, por la incontenible proliferación de gatas rapadas en todo el mundo francófono.

Para no desentonar con las muñecas de cera y tener cópulas angelicales con ellas, también los galanes han sucumbido a esta moda, y ahora se rasuran el pubis cada mañana, ya sea parcial o completamente, tardando una eternidad en la ducha. Haciendo un símil con la jardinería, se podría decir que en materia de veleidades capilares hemos pasado del jardín inglés, en el que el follaje crece con libertad, al geométrico y atildado jardín francés. Los jóvenes metrosexuales no se conforman con tener un sexo lampiño: lo podan con esmero para conservar una delgada franja de pelos que marcha en línea recta desde el pubis hasta los testículos. Además de paciencia, la tarea requiere precisión quirúrgica, por la delicada zona del cuerpo en la que utilizan el rastrillo. El pubis mohicano puede considerarse una disciplina artística, y al mismo tiempo, una patología narcisista, ya sea que obedezca a un afán cartesiano de ordenar el caos o al morboso placer de mirarse los huevos dos horas al día.

A finales de los setenta, cuando trabajaba de redactor en Procinemex, la agencia publicitaria del cine estatal en tiempos de López Portillo, una de mis tareas era seleccionar las imágenes de los fotomontajes que serían exhibidos en las vitrinas de los cines. En la mayoría de las películas había desnudos integrales que usábamos como gancho para atraer al espectador. Los censores de Gobernación nos exigían tapar el sexo de las estrellas con una tira negra, pero sabíamos que ese parche redoblaba el atractivo de las fotos. Entre los fotomontajes de Cuando tejen las arañas, un churro justamente olvidado, se me ocurrió incluir la imagen de un maniquí femenino, y el administrador del cine Variedades, celoso de su deber, le tapó el liso pubis con una tira negra. Sin querer cometió una provocación surrealista. Si hoy tuviera la misma chamba no necesitaría poner tiras negras, porque las propias mujeres se han infligido el tipo más eficaz de censura: restarle misterio a sus cuerpos. …

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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