Tesoros dilapidados

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Octavio Paz detestaba la palabra “novios”, pero en 1935 no había otro nombre para definir su relación con Elena Garro. Entre sus arrobamientos de amor incluían a un hijo que iba a llamarse Felipe. A Paz, que recién había perdido a su padre –y avizorado así su propia muerte– le urgía apostarle a la vida.

Este “amado hijo imposible” asoma con frecuencia en las cartas del muchacho: Felipe va a ser “nuestro amor eternizado”; Felipe no es “una recompensa ni una compensación: es un fruto”; va a ser “hermoso y alegre como el amor”; es un “gozoso presentimiento”; le basta imaginarlo para “derramar lágrimas sobre su desconocida imagen”.

Pero no fue Felipe, sino Laura Elena, que nació cuatro años más tarde. Su padre, tan provenzal, la llamaba Elynor; su madre le decía Elenita y el apelativo familiar es “La Chata”. Ella prefirió llamarse Helena, que es como su padre rebautizó a su madre. Con ese nombre, Helena Paz firmó sus atrabiliarias Memorias (2003) y un vigente libro de poemas La rueda de la fortuna (2007). No puedo, ni quiero inmiscuirme en las turbulencias de esa relación filial. Comentaré apenas algunas apariciones de Elynor en la escritura de su padre.

Creo, por ejemplo, que es en ella que piensa Paz cuando escribe en “Noche de resurrecciones” (1939): “Dueles, recién parida, luz tan en flor mojada; / ¿qué semillas, qué sueños, qué inocencias te laten, / dentro de ti me sueñan, viva noche del alma?”

Un año después le dedica “Niña”, para celebrar que enuncia sus primeras palabras (cielo, agua, árbol) que, naturalmente, coinciden con las favoritas de él: “Nombras el árbol, niña. / Y el árbol crece, sin moverse, / alto deslumbramiento, / hasta volvernos verde la mirada.”

La niña vive con sus padres en Berkeley a finales de la guerra. Cuando regresa con su madre a México, Paz le envía mensajes como “Ahora la casa y la calle están muy solitarias sin ti”, o como “Apuesto que ahora ya no tienes miedo a los perros, los caracoles y los bichos: todos sabrán que eres una niña valiente”, o le pide que sea obediente con su madre y que deje de decir “no quiero”.

Cuando ella cumple veinte años y sus padres se divorcian, Paz le avisa que se muda a París y la invita a vivir con él. Si no acepta “Te deseo todo lo mejor: la alegría, el sol, la plenitud vital. ¡No estés triste! No dilapides tú (como lo he hecho yo, aunque yo no tenía ‘tesoros’) todos los tesoros que tienes: talento, belleza y generosidad: ama la vida… Deseo que seas dueña de ti misma. Nuestra vida es intransferible y nadie puede vivirla por nosotros… Me gustaría que dijeras, algún día, como Goethe: ‘Detente, momento, ¡eres tan bello!’”

La relación es tormentosa, sí. A veces amaina un poco; a veces solo para ganar más fuerza. En 1983, Paz le agradece “tu ternura y tu inteligencia. Exageras, como siempre. No soy ese ser excepcional que dices, casi un Bodisatva, como tampoco soy el enemigo ridículo y bastante monstruoso de tus antiguas invectivas. Pero no me conmueve la imagen que tú tienes de mí sino la imagen que yo tengo de ti, a través de lo que me dices. Es hermoso saber que, al fin, no te perdí y que, al volver a hablar contigo, hablo con la niña que fuiste y, al mismo tiempo, con una inteligencia clara y sensible, honda y fantasiosa, que sabe razonar y sabe volar. Encontré a mi hija y encontré lo más raro: un interlocutor, una amiga que sabe oír y responder…”

Ese mismo 1983, Paz le envía un mensaje conmovedor que tiene este antecedente: en 1945 había escrito “La vida sencilla”, un poema calculadamente lleno de frases hechas que ensayaba el coloquialismo de la poesía norteamericana. Es un poema importante, ya con atisbos de Piedra de sol: “…saber partir el pan y repartirlo, / el pan de una verdad común a todos, / verdad de pan que a todos nos sustenta, / por cuya levadura soy un hombre, / un semejante entre mis semejantes; / pelear por la vida de los vivos, / dar la vida a los vivos, a la vida, / y enterrar a los muertos y olvidarlos / como la tierra los olvida: en frutos…”

Bueno, ese poema termina con un “Envío” (es decir: una dedicatoria secreta). Dice toparse –como le sucede con frecuencia– con un muro inexpugnable. En él escribe con las uñas “un nombre, una esperanza”, y lo hace con palabras “mal encadenadas”. Pues el mensaje de 1983 devela el enigma: “Hace años, en 1944, cuando vivía solo en San Francisco, en un momento difícil –era pobre, estaba solo y más que solo: aislado, con la sensación de que el mundo se había cerrado para mí– escribí un poema, ‘La vida sencilla’, que fue una suerte de afirmación vital, más resignada que desafiante y más serena que resignada. El poema es el último de ‘Puerta condenada’ y en verdad abre esa puerta. Termina con un Envío. Lo escribí pensando en ti y a ti te lo dediqué mentalmente.”

En esas palabras “mal encadenadas”, Paz le reitera a Elynor el reiterado consejo desoído: “Entre sus secas sílabas acaso / un día te detengas: pisa el polvo, / esparce la ceniza, sé ligera / como la luz ligera y sin memoria / que brilla en cada hoja, en cada piedra, / dora la tumba y dora la colina / y nada la detiene ni apresura.”

Sí, creo que ese polvo que el poeta le pide pisar, y esa ceniza que le pide esparcir, son sus padres. …

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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