Inútil defensa de Isis

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Yo soy la Madre Primordial del mundo”, dice la diosa Isis al manifestarse ante Lucio, el protagonista de El asno de oro, esa viva y divina novela que escribió Apuleyo en nuestro siglo segundo. ¿No es abominable que por pereza, o por indolencia de los periódicos y agencias noticiosas, el nombre primordial de la diosa acabase nombrando a una horda coagulada de sangre? Es como si un cártel narco decidiera llamarse Guadalupe, avatar de Isis, aquella que como su descendiente mexicana tiene afición por los ropajes de los que manan cascadas de rosas y es afecta a pararse en la luna. (No en todo se asemejan, claro está. Además de la Madre y la Muerte hospitalaria, la Psique que norma el alma y concede las resurrecciones, Isis también es una mujer afecta a columpiar la mentula de sus amantes.)

En su visión, que Lucio narra famosamente en el capítulo undécimo, Isis se manifiesta surgiendo del mar y vestida de símbolos: los celestiales en las estrellas de su manto, el sol que la nimba, la luna en la frente y los pies; los terrenales en su arado, sus flores y frutos; y los subterráneos en sus semillas y sus serpientes. Los colores diurnos y nocturnos que la visten aumentan el resplandor de su cuerpo magnífico (toto corpore pellucidum, escribe Apuleyo). Con una mano hace sonar las cuerdas del sistro armónico y muestra en la otra la vasija eterna y femenina. Ya exhibido su poder tremendo y fascinante, Isis entona su aretalogía:

Yo soy la madre de todo lo que vive, la señora de los elementos, la primera criatura del tiempo, la divinidad suprema, la reina de quienes están en el inframundo, la primera entre quienes pueblan el cielo, la manifestación uniforme de todos los dioses y las diosas. Yo, que con un ademán gobierno las crestas de la luz en el éter, las olas purificantes del mar y los silencios lamentables del subsuelo. Yo, la divinidad única, venerada en todo el mundo, de muchas maneras, con muchos rituales y con diversos nombres.

Desde el siglo segundo, esta oración empapa la historia y la fe, trenzándose con letanías e himnos que recargan a la diosa unánime de apelativos sagrados o seculares y la visten con apariencias innúmeras. Es la múltiple María, pero su poder eléusico también respira en altre stelle: en Marcia la de Catulo y en Beatriz la de Dante, en Dulcinea y en la fáustica Helena-Margarita, en la Sophie de Novalis, en la Nadja de Breton y la Molly de Joyce. (Entre nosotros, me parece, brilla especialmente en la poesía de López Velarde y de Octavio Paz.) Y es que los modernos continuamos viendo en Isis la irradiación espiritual que regenera, no solo como intermediaria de la trascendencia, sino como acompañante y destino último de la aventura interior. En pocos modernos se halla Isis tan activa como en Nerval, que tiene una visión semejante a la de Lucio:

Me pareció que la diosa se aparecía ante mí y me decía “Yo soy la misma que María, la misma que tu madre, la misma mujer que siempre, en todas las formas, has amado”.

Isis palpita en cada una de las mujeres que ama, y cada una de ellas va despojando a la diosa de un velo más para que se cumpla su promesa: “pronto habrás de mirarme tal como soy”. Cada nueva mujer que Nerval ama c’est encore la première, como dice en su poema “Artémis” (una fe que Paz expropia en “Piedra de sol”); cada nueva experiencia amorosa sucede a la sombra de Isis, que regenera el alma y restaña las heridas (“a quienes sufren les das el dulce amor de la madre”, le dice Lucio). El esencial “receptáculo de la idea de las cosas” que es la femineidad-celeste, de acuerdo con Nerval, se condensa en esa Madre, protectora “de todos los seres paridos, por ser tú misma la primera que fue parida”.

Paz también pone a Isis en el núcleo del “arquetipo femenino” junto a Ceres y María (y, eventualmente, a Parvati) y no escasea en su obra la consubstancialidad entre los principios maternal y femenino. Se trata de uno de los “grandes temas románticos”, dice en relación a Novalis quien atisbó el rostro de “la Madre joven y amada” en el centro de la noche. Paz lo suscribe con énfasis: es “la noche como una sola mujer y un solo abismo. La muerte, el erotismo, la pasión revolucionaria, la poesía: todo está en la noche, la gran madre. Madre de tierra, pero también sexo y palabra común”.

La veneración de la diosa no se limita a sus atributos como “reina del cielo” o “madre amorosa”. Es el cielo, pero también el abismo. Huérfanos de lo divino, los grandes románticos alemanes extrajeron a la diosa de la mariolatría monocroma y restauraron, con su sincretismo original, sus atribuciones eróticas y sus manifestaciones terribles: sí, es la Madre amorosa, pero también la amante ardiente y, más aún –como le advierte Isis a Lucio–, la “ululatibus horrenda Proserpina”, la ululante, la espantosa llorona del subsuelo.

Triste cosa que Isis, nombre sagrado que respira el mundo hace miles de años, sea ahora un apelativo infame. Tristísima que sea ahora un nombre masculino. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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