Genómica

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Estábamos comiendo Pablo Meyer y yo en una fondita, cerca de la universidad donde doy clases, cuando le pregunté: “tú que eres científico, ¿qué opinas de la iridología?”, esto es, la práctica médica de diagnosticar examinando solo el iris del paciente. Esperaba yo una relampagueante condena, pero Pablo, que es imprevisible, respondió: “no sé si funciona o no [aquí, pausa chejoviana]. Mira, el cuerpo humano es tan complejo y lo conocemos tan mal, que en una de esas sí funciona…”.

Esta generosa respuesta saca a la luz dos cualidades de Pablo Meyer. La primera es su apertura y falta de prejuicios, que muestran a una persona dada a pensar por cuenta propia y a no andar repitiendo como perico. La segunda es su olfato para apreciar las limitaciones de la ciencia. Esta característica es significativa: ¿quién no conoce la altanería arrogante que suelen ostentar los científicos? Por ejemplo, cuando estiman que todo lo que puede saberse se reduce a lo poquísimo que admite el método científico como conocimiento. Actitud ingenua que Wittgenstein abominaba y se pasó la vida combatiendo.

Pero esta lucidez no quiere decir que Pablo Meyer no sea una persona apasionada por la ciencia. Qué bien, porque sin pasión no puede alcanzarse nada bueno. Gibbon, hablando de algún emperador romano, establece que “como no tenía ninguna pasión, era muy tonto”.

El libro de Pablo, Genómica (Tusquets), tiene una articulación insólita. No avanza de manera convencional, es decir, tediosa, por ejemplo, en orden cronológico, sino brincando de una cosa a otra de modo inesperado. Esta agilidad vino en mi auxilio al leer el libro. Porque cuento yo con grandes limitaciones para cursarlo.

Una es la química. Estudié la materia en tercero de secundaria y todavía no entiendo cómo, dada mi absoluta incomprensión del asunto, pude no solo aprobarla, sino ser felicitado por el maestro. Para ilustrar el abismo de mi ignorancia, basta mencionar al aborrecido aminoácido. Obstáculo nunca superado, no sé qué dice la palabra, y si busco en el diccionario leo: “Aminoácido, sustancia química orgánica en cuya composición molecular entran un grupo amino [no me diga] y otro carboxilo.”

Casi de pronto, el libro comenzó a fascinarme. Fue al aparecer el conflictivo asunto de la voluntad de ignorancia. Me explico. En Anatol, famosa obra de teatro del vienés Schnitzler, la amante de Anatol es sometida a un suero de la verdad y van a interrogarla: ¿le ha sido infiel a Anatol o no? Antes de oír la respuesta, Anatol se levanta y se va. Prefiere no saber. Esta es la voluntad de ignorancia.

El asunto trae cola: a mi antigua terapeuta Estela Troya, que lo sabía todo, le oí decir que “la gente emplea más sus fuerzas en no saber que en saber”. Sí, porque esta voluntaria ignorancia permite muchas cosas, algunas ilustres, como, por ejemplo, la esperanza, que es virtud teologal.

Saber, en cambio, ciñe, restringe, muchas veces obliga a enfrentar, a actuar aunque no se quiera. Estamos hechos para lo incierto, para las ondulaciones de lo posible, para cubrir lo futuro con la fantasía.

No sé si me voy a poder explicar. Pensemos en un día cualquiera. Cada día es diferente, cada uno tiene sus encuentros casuales, sus situaciones peculiares, pensamientos inesperados, recuerdos olvidados que vuelven. Los santos rabinos sostienen que esa masa de lo azaroso con que topamos y que nos parece accidental y caótica es, en verdad, un lenguaje con que Dios nos va hablando.

Conservemos in mente solo esta masa enorme e inextricable de lo azaroso. El humano vive ahí inmerso, es su hábitat. Ahora lo accidental, señaló Aristóteles, es acausal y, dado que explicar es señalar la causa, lo azaroso y accidental no tiene explicación. Vivimos pues en lo inexplicable. Esto quiere decir, vivimos movidos por fuerzas oscuras, incomprensibles.

Así ha sido hasta ahora, hasta la llegada de la medicina genómica de la que habla Pablo en su libro. Esta medicina lleva la idea de control, de gobierno, a terrenos nuevos, intocados. Por ejemplo, a ese momento estelar de la masa de lo azaroso, del que no sabemos ni el día ni la hora, que es la muerte. Con la genómica puede vislumbrarse desde el bebé, y aun desde antes de nacer, la muerte que se le va acercando.

Genómica de Pablo Meyer es un libro que debe leerse, en primer lugar, porque es interesante y divertido, que es lo esencial de un libro, y, en segundo lugar, porque es un libro crucial, situado en el límite de nuestro tiempo y otro tiempo, ajeno, inescrutable, que está por llegarnos desde el futuro.~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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