El pintor de la soledad

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Edward Hopper, el extraordinario pintor neoyorquino, vivió inmerso en esa soledad profunda que se aloja en la cultura norteamericana. Hopper fue un hombre solitario, tímido e introvertido que solo podía escapar de su cárcel interior por medio de la pintura. Sus cuadros destilan una atmósfera de soledades urbanas mustias y deprimentes. La obra de Hopper refleja con una gran fuerza esa condición triste que supuestamente define la identidad nacional de muchos países. Sin embargo, rara vez representó la pose típica del melancólico, con la mano apoyada en la mejilla. La melancolía flotó en muchos de sus cuadros más famosos, como en las mujeres que pintó en habitaciones de hotel (Hotel room, 1931), en las personas tomando su trago en la barra de un bar triste (Nighthawks, 1942) o en la joven que bebe sola su café en un restaurante automático (Automat, 1927). Pero hay un cuadro de 1939, New York movie, donde pinta a la acomodadora de un cine en la actitud melancólica clásica. Ella está de pie, apoyada en la pared, en espera solitaria de que termine la película que se ve a la izquierda, donde dos actores se miran románticamente. Me gustaría imaginar que son Cary Grant y Katharine Hepburn.

A Hopper le encantaba ir al cine, donde se reunía con una masa de espectadores aislados. En este cuadro la acomodadora rubia, vestida de azul, con su lámpara en una mano y con la mejilla apoyada en la otra, representa una imagen de la incomunicación dentro del templo moderno de los medios masivos de comunicación, el cine.

Hopper vivió una larga y penosa incomunicación con su esposa Jo, también pintora. Ella fue la modelo de todas las mujeres que retrató en sus pinturas, incluyendo a la acomodadora triste en el cine de Nueva York. Siempre son mujeres que, aun en compañía, viven el aislamiento, mirando sin esperanza al suelo, leyendo un libro o contemplando por la ventana un paisaje vacío. Jo cuenta en sus diarios que Hopper estaba dominado por tres impulsos: el arte, el sexo y el deseo de manejar un auto. El arte era su principal medio de expresión; era poco conversador y con su obra lograba romper su encierro. Manejar fue para él una obsesión; buscaba temas para sus cuadros durante largos viajes en coche por Estados Unidos (y México). Esta obsesión, tan norteamericana, quedó plasmada en la célebre novela En el camino (1957), de Jack Kerouac.

El sexo fue una urgencia que siempre desconcertó a Jo, que se sentía marginada por los hábitos eróticos de su marido. Ella había llegado virgen al matrimonio y enseguida se percató de que el sexo para Hopper solo funcionaba para él mismo, y que en realidad era un placer solitario para el cual ella era un mero instrumento. Hopper era un solitario que pintaba la soledad. Pero además enfrentó con frecuencia periodos de depresión. Su amigo y compañero Walter Tittle, en su autobiografía inédita, se refiere a lo que llamó su “solemnidad semifuneraria” y lo recuerda así: “sufría por largos períodos de una inercia invencible, sentado durante días seguidos frente a su caballete sumido en una desdicha sin remedio, incapaz de levantar una mano para romper el hechizo” (véase el libro de Gail Levin, Edward Hopper: An intimate biography, 1995).

Aunque algunos críticos vieron en la obra de Hopper una expresión de la identidad norteamericana –la llamada “American scene”, según la expresión de Henry James–, él siempre rechazó a los pintores que caricaturizaban al país mediante imágenes “típicas”. Declaró que nunca quiso pintar una “escena americana”, de la misma forma en que los franceses nunca quisieron pintar una “escena francesa”. Sin embargo, Hopper recogió la veta sombría del puritanismo que reconocía la desolación de la existencia humana, que tan profundamente había marcado la cultura de Estados Unidos. ~

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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