El árbitro externo

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Al momento de entregar este artículo ignoro si Alfonso Cuarón habrá ganado o no el Oscar al mejor director o al mejor filme en lengua inglesa por Gravedad. Sin duda se merece ambos premios, porque su idea de trasladar al espacio las viejas historias de naufragios en altamar es ingeniosa y está muy bien realizada. El naufragio sideral que llevó a la pantalla tiene la inquietante belleza de las pesadillas poéticas. Pero la expectación suscitada en México ante la posibilidad de que un compatriota gane el Oscar deja traslucir un autoengaño colectivo que no deberíamos pasar por alto. Si Cuarón gana el Oscar, obtendrá una victoria personal, no un triunfo para el cine mexicano, porque su película es un típico producto hollywoodense, sin relación alguna con nuestra cultura. No culpo a Cuarón por haber emigrado a la industria cinematográfica más poderosa del mundo, ni pretendo acusarlo de apátrida. Pero apropiarnos de su éxito y concederle una importancia tan desmedida, como si el cine mexicano tuviera que suicidarse para ser profeta en su tierra, significa colocarnos en una posición subordinada y mendicante frente a un liderazgo cultural sustentado en el poderío económico.

Si glorificamos a tal extremo la renuncia a expresar lo que somos, el mundo entero nos tratará siempre como un país de segunda. ¿O quizá la esencia de lo mexicano consista en eso? ¿Lo que nos distingue del resto del mundo es la intensidad de nuestro autodesprecio? El contraste entre la importancia otorgada al Oscar y el nulo interés que despierta la ceremonia de los arieles refleja que, en materia de arbitraje cinematográfico, la academia local perdió su credibilidad hace mucho tiempo, si acaso la tuvo alguna vez. Quizá el Ariel se ha ganado a pulso ese desprestigio, porque los jurados muchas veces premian lo menos malo de la producción nacional. ¿Pero no hace lo mismo la academia de Hollywood? ¿Cuántas veces ha otorgado premios discutibles por motivos políticos o económicos, o simplemente, porque la caballada estaba flaca? Lo cierto es que nuestra desconfianza en el arbitraje local no se limita al cine: somos una sociedad incapaz de autocalificarse, que solo cree en el veredicto de jueces o peritos foráneos cuando se trata de aquilatar a sus artistas, avalar dictámenes periciales, reconocer la excelencia deportiva o valorar la calidad profesional.

En 2008, para disipar las sospechas de un atentado narcoterrorista en el avionazo donde murió Juan Camilo Mouriño, Felipe Calderón tuvo que encargar el peritaje a un organismo estadunidense. Lo mismo sucedió en 2013 tras la explosión en el edificio de Pemex: como el peritaje de la unam no bastaba para convencer al público, el procurador acudió a la autoridad supuestamente infalible de los peritos internacionales, que dieron el mismo fallo. Tampoco nos merecen confianza los dictámenes de nuestros médicos forenses. El año pasado, cuando la policía encontró los cadáveres de los doce jóvenes secuestrados en la discoteca After Heaven (adviértase la macabra ironía encerrada en el nombre del antro), los parientes de las víctimas exigieron al gobierno capitalino que realizara las autopsias un especialista gringo, pues temían que los médicos legistas del Semefo les dieran gato por liebre para sacar de un aprieto a la autoridad.

Si somos tan desconfiados, ¿por qué aceptamos tan ingenuamente los veredictos del árbitro externo? En Estados Unidos, los estafadores abundan en todas las profesiones y a veces tienen tal éxito que llegan a la presidencia. George Bush hijo lo confirmó al invocar el gravísimo peligro que representaban las armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein. ¿Es razonable creer a ciegas en los académicos y peritos de un país que se traga mentiras de ese calibre? En el terreno de la literatura nuestros jueces locales también han sido desplazados, solo que en ese campo no hemos cedido nuestro arbitraje a Estados Unidos, sino a España. Los premios concedidos por compatriotas son codiciados por su monto económico, no porque aumenten las ventas de un libro. Solo el premio Cervantes, el Alfaguara o el Biblioteca Breve impresionan de verdad al público lector. Pero si los peritos literarios españoles, resentidos todavía por el éxito del boom, solo han leído una mínima parte de la producción literaria latinoamericana, y no tienen el menor interés en llenar esa enorme laguna, ¿cómo se pueden erigir en árbitros de lo que no conocen? Peor todavía: ¿por qué les damos crédito con la boca abierta?

En uno de sus poemínimos, Efraín Huerta se tomó a broma la devaluación malinchista del reconocimiento nacional: “Primero / que nada: / me complace / enormísimamente / ser / un buen / poeta / de segunda / del / Tercer / Mundo”. Huerta no padecía ningún complejo de inferioridad, pero sabía que sus lauros significaban poco a los ojos del público. La conciencia de su propia valía y el fervor de sus lectores lo salvaron de afligirse por ese motivo. Pero un pueblo acomplejado que ignora la excelencia de sus poetas, cineastas, músicos y pintores cuando no conquistan el aplauso de un árbitro externo, se priva, también, de la mayoría de los bienes culturales que pueden ayudarle a mejorar su autoestima. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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