Devaluación de la palabra

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En los últimos años ha ocurrido un trueque de papeles entre la literatura barata y las series de televisión: mientras que los guionistas de algunas series memorables (Los Soprano, Mad Men, Roma, Boardwalk Empire) recrean la complejidad de la existencia con una extraordinaria agudeza y emplean técnicas narrativas audaces, sin hacer concesiones al auditorio lerdo, los novelistas que buscan el éxito a cualquier precio incurren, por el contrario, en las fórmulas y recetas de la televisión más ramplona. Dan Brown o Ildefonso Falcones escriben pésimos libretos novelados, mientras que los buenos guionistas de la hbo o de la bbc han asimilado con acierto a los clásicos antiguos y modernos de la narrativa. El novelista catalán Carlos Ruiz Zafón, autor del superéxito La sombra del viento, extrajo conclusiones radicales de este fenómeno: “El 99% de la mejor narrativa que se hace hoy –declaró en 2008 al diario El País–, escrita por gente profesional que de verdad sabe construir personajes e historias, está en la televisión o en el cine, pero sobre todo en la primera. Gente con ambición, oficio y talento ya prácticamente no está trabajando en literatura. Esta se ha convertido en un gueto de mediocridad, de aburrimiento, de pretensión y de pose.”

Despechado por no tener el reconocimiento de la élite cultural, Ruiz Zafón se dio un balazo en el pie al enterrar la literatura, pues él mismo quedaría descalificado como novelista si tomáramos al pie de la letra su juicio sumario. Quizá esa falta de reconocimiento sea injusta, pues en mi opinión la literatura de género que Ruiz Zafón domina con maestría no es tan desdeñable como creen los modistos de las letras. Pero su alegato adolece de un grave defecto: ignora que la palabra escrita es una herramienta mucho más dúctil y precisa que el lenguaje audiovisual para escarbar en los entresijos del alma. Hay estados de conciencia, sutilezas de la conducta, paradojas de las relaciones humanas, sentimientos encontrados, caprichos de la memoria que ni los mejores guionistas pueden expresar, y por eso la literatura no ha perdido vigencia, aunque ahora compita en desventaja con el cine y las teleseries.

Lo que jamás ha estado vigente es la narrativa que subestima o nulifica los poderes de la palabra, por imitar servilmente las convenciones del lenguaje audiovisual. Como la mercadotecnia auspicia ese fraude y el público se deja embaucar con facilidad por las aplanadoras publicitarias, la novela televisiva vende, aunque no aporte nada a los lectores. Tentados por el éxito masivo, incluso algunos narradores de valía pueden caer en la trampa de pergeñar libretos novelados, como acaba de ocurrirle a Laura Restrepo con su prolijo divertimento Hot sur (Planeta, 2013). Llevo años recomendando por doquier las mejores obras de Restrepo (Leopardo al sol, Delirio, La novia oscura), y no creo que este tropiezo sea irreversible. Pero me consterna que una escritora con un poderío verbal admirable, malaconsejada quizá por una agente mercenaria, haya imitado en forma tan grosera las atmósferas de misterio, las tramas forzadas y torpes, los esquemas melodramáticos y las truculencias de las peores series televisivas, incluyendo, por supuesto, a un serial killer que ejecuta a sus víctimas en rituales satánicos.

Hot sur narra la historia de María Paz, una joven colombiana recluida injustamente en la inhóspita cárcel de Manninpox (Nueva Jersey) por un crimen que no cometió. Como esa prisión se asemeja a un inexpugnable castillo medieval, la Restrepo desliza entre líneas un trasfondo simbólico de cuento de hadas: María Paz es la doncella prisionera en el castillo del ogro maléfico, su defensor jorobado, Pro Bono, es una especie de Quasimodo, y las aguerridas reclusas que le ayudan a salir de prisión vendrían siendo las brujas buenas aliadas a la heroína. Se trata pues, de un thriller que remite al lector a uno de los géneros más antiguos de la literatura fantástica. Esto habría podido ser un acierto si la Restrepo no hubiera urdido una trama llena de inconsistencias: ¿por qué María Paz huye del tribunal cuando su abogado Pro Bono le hace una seña, si todo parecía indicar que tenía el pleito ganado? ¿La autora necesitaba meter con calzador la fuga de la heroína?

A partir de entonces la intriga ya no parece obedecer a las motivaciones de los personajes, sino a la mano peluda que mueve a las marionetas. Como si la novela fuera una serie doblada al español por actores colombianos, la Restrepo hace hablar a una teibolera rusa, Olga, como si hubiera nacido en Barranquilla y en su afán por copiar las sandeces esotéricas de El código Da Vinci, nos revela que el serial killer sigue como pauta de sus crímenes los emblemas alusivos a la pasión de Cristo que enarbolan los ángeles de Bernini en el puente del Tíber. Da un poco de rabia leer una novela de 550 páginas y obtener el mismo aturdimiento que produce un capítulo de csi. La literatura puede fecundar a la televisión, pero cuando una novela quiere parecerse tanto a una teleserie de moda solo consigue devaluar la palabra escrita. …

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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