¿Ya compraste tu guitarra eléctrica?

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Sobre la calle de Bolívar y bocacalles aledañas, entre Venustiano Carranza e Izazaga, hay una treintena de tiendas de instrumentos musicales. Exhiben en sus aparadores y muros interiores toda variedad de guitarras eléctricas, por miles. A ojos vistas, es un comercio boyante. ¿Quién comprará tantas guitarras? Los músicos profesionales y los aficionados, desde luego, pero también los coleccionistas y, por supuesto, todo aquel que quiera aprender a pulsarlas. A dichas alturas, Bolívar es una calle de ilusiones. Los sábados, decenas de adolescentes acompañados por sus padres van a admirar el objeto preciado que será regalo de cumpleaños, de fin de cursos o de capricho. Otros, más greñudos, merodean con su banda de rock, uniformados con pantalones estrechos, chamarra de cuero y estoperoles. Aquel primer escaño que significaba en otro tiempo aprender a pulsar una “guitarra de palo” antes de adquirir una eléctrica pasó a la historia hace mucho. Hoy, los adolescentes se inician directamente con un “paquete económico” que incluye, por menos de dos mil pesos, una guitarra eléctrica, un cable y un amplificador. Ellos quieren aprender a toda velocidad, es decir a tocar cuanto antes rapidísimos solos de guitarra al estilo Yngwie Malmsteen, apuntando desde ya al heavy extreme metal y al pacto con el diablo. Por esa ruta, se toparán tarde o temprano con la sentencia que brotó en la conversación entre Albert King y Stevie Ray Vaughan: “They just play fast and don’t concentrate on no soul”.* Sabrán que el camino de la virtud no pasa necesariamente por la velocidad, tal y como quedó sellado en el apodo de “Slowhand” Clapton.

Si el chico prendido sigue tocando, pronto comprenderá que su guitarra barata no le basta para sonar medianamente bien (produce un zumbido, no mantiene la duración de las notas, se desafina todo el tiempo…), lo que será el comienzo de una cuesta ascendente que explica, por cierto, el negocio de las guitarras de la calle de Bolívar: los clientes que regresan. Antes, con una buena guitarra valenciana se podía aspirar a hacer el camino de la vida. Hoy, no basta con tener una sola lira eléctrica. Factor primordial de este instrumento es la experimentación tímbrica, lo que en el mercado de los antojos se traduce en una variada oferta de tipos de cuerpos sólidos o cajas semihuecas, brazos de maple o palo de rosa, maquinarias, pastillas, cuerdas y efectos periféricos (como distorsionadores, trémolos, compresores, retardadores…). Súmase que la señal deberá salir por un buen amplificador de bulbos, cuyo precio escala de los diez a los cincuenta mil pesos. Además, hay toda una cultura de las marcas (el diferendo esencial es la competencia entre Fender y Gibson, pero esto solo en un primer atisbo), y el estilo de rock que se quiera ejecutar determina en buena medida la elección correcta del instrumento, con su amplificador correspondiente. Una Ibanez no suena como una Paul Reed Smith, que no suena como una Gretsch, que no suena como una Jackson. Y los amplificadores, Orange, Bugera, Mesa… en fin. Esto, que para el lego puede resultar absolutamente irrelevante, para un músico define una carrera. Aquí lo traigo a cuento por otra razón: nos introduce a la “sonósfera” del guitarrista de rock, y a su mito personal, el de la búsqueda de un “sonido propio”.

Así como podemos reconocer en menos de tres compases la sonoridad de Jimi Hendrix, hay ejecutantes que se pasan la existencia buscando sonar a ellos mismos, intentando traducir su genio a un timbre y calidad de digitación únicos. Persiguiendo ese sueño, los rockeros acumulan guitarras eléctricas y aparatos periféricos. Algunos terminan convertidos en revendedores profesionales de los instrumentos que compran y compran. Evidentemente, un “sonido propio” dependerá sobre todo de la calidad de ejecución, pero esta suele depositarse imaginariamente en los deslumbres de una guitarra vistosa y rara. Cuando los oyes tocar, ¿reconoces a The Edge, a Jack White, a Jeff Beck? ¿Sabes con qué guitarras modificadas o hechas a la medida tocan? Bueno, tú sigue comprando. El costo de financiar el mito se acrecienta, hasta que un día el talentoso requintista asciende a la Fender Custom Shop, que está en una azotea de la misma calle de Bolívar casi esquina con Mesones, para adquirir o mandar hacer un instrumento elaborado por uno de los grandes lauderos de la fábrica Fender de Corona, California, por un precio, baras, a partir de los cuarenta mil pesos, y que puede rebasar los doscientos mil. Esta tienda solo es accesible por invitación o cita.

Está visto que, al escribir estas notas, no pienso en músicos que llenan estadios, sino en los que tocan en foros modestos, pequeños festivales, y también en bodas, pero que, sin demérito, persisten en la senda de su mito personal, especialmente cuando este fulge más allá de la mitad del camino de la vida. No quiero bordar más sobre el caso ya sobado de Sixto Rodríguez, que cumplió inusitadamente y con creces el sueño improbable. Me entusiasma, en cambio, el de Tom Principato. Es un guitarrista sesentón de Washington, d. c., que hoy atrae mucha atención en Europa, donde realiza constantemente giras desde hace veinte años. A fines de 2013 comenzó a circular su disco Robert Johnson told me so (Dixiefrog Records). Se trata de un músico formado como acompañante en la escena del blues y el rock , y que a lo largo de décadas fue logrando algo cercano a un “sonido propio” a partir de una innegable capacidad de sonar como otros, hasta llegar a tocar como nadie. Me doy a entender: no fue un genio juvenil; es un viejo lobo, y su disco se beneficia de años de experiencia tocando con músicos de batalla, más que con estrellas. Lo saludable es que, en su ejecución, expresa el camino recorrido, lo restaura y lo redime, y eso es impagable tratándose de un artista que nunca ha tenido el gran contrato. Tom Principato, quien por cierto no es extremadamente bueno en vivo, se ha convertido en un sólido frontman, es decir el guitarrista que se impone al frente de una banda que él convoca para sus fines, y que lo sostiene en ese modo ecléctico suyo, siempre rocanrolero, que pasa del r&b al reggae, y que evoca tanto a Clapton como a Santana, sonidos muy difícilmente conciliables. En el estudio es impetuoso y muy diestro. Su nueva producción es el disco más refrescante de vieja guardia que he escuchado en años. Una voz de barítono con el filo áspero más neto se integra a sus guitarras Fender Stratocaster y Telecaster, que resuenan enraizadas en el eje sureño de Nueva Orleans a Austin. Me entusiasma tanto que, al escucharlo, a cada momento mis manos fingen que están tocando una guitarra. Y tú, ¿ya compraste tu guitarra eléctrica? Si la ruta que lleva de la calle de Bolívar al regreso a la calle de Bolívar te parece un largo y sinuoso camino, mejor consíguete el nuevo CD de Tom Principato. ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*En el disco In session de Albert King y Stevie Ray Vaughan (1983), Stax Records, 2010.

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(ciudad de México, 1956) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'Persecución de un rayo de luz' (Conaculta, 2013).


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