Un Museo Tamayo sin Tamayo

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Sin duda es exasperante que haya un par de artistas y arquitectos que parecen tener la concesión vitalicia de toda obra que se levante en esta ciudad, aun así, hay que admitir que la ampliación del Museo Tamayo, que corrió a cargo del ubicuo Teodoro González de León, ha mejorado la sensación general del edificio con un par de gestos más bien discretos (y sorprendentes después de la grandilocuencia del MUAC) que sirven, sobre todo, para desahogar ciertos pasajes del recorrido que solían ser torpes. Además de que ahora hay una tienda, un restaurante y, lo más importante, una bodega decente –en lugar del almacén improvisado detrás de una de las salas que había antes–. Y, desde luego, cabe imaginar que un arquitecto distinto del que llevó a cabo el diseño original habría sido menos eficaz. En cualquier caso, el museo ya era de lo más interesante que podía verse por aquí, y no solo en términos arquitectónicos. Desde hace ya varios años, es de hecho su programa lo que resulta más atractivo. Y todo, hay que decirlo, gracias al empeño de sus últimos directores, que han conseguido dar continuidad (algo impensable dentro de lógica de desmantelamiento sexenal que todo lo permea) a un proyecto expositivo de gran relevancia en el entorno cultural –al que no obstante no han dejado de lloverle las críticas.

 

Para sus detractores, que el énfasis esté ahora puesto en las prácticas contemporáneas distorsiona seriamente las intenciones de Rufino Tamayo, que impulsó la creación del museo con el fin de que su colección de arte de la segunda mitad del siglo XX pudiera estar al alcance de todos los mexicanos. Se les olvida que Tamayo quería eso* pero también, y lo dijo con todas sus letras, que el museo fuera entendido esencialmente como un recinto de arte contemporáneo internacional: porque entonces eso era lo que había en su colección. Lo que no pudo prever el pintor fue que esos dos anhelos –mostrar su colección y tener un museo de arte contemporáneo– serían más adelante incompatibles: la colección iría poco a poco dejando de ser contemporánea del público (pensemos que la obra más nueva es de 1981) y el museo, por tanto, también dejaría de serlo. Y así ocurrió, por la única razón de que el INBA, que recibió el recinto –regalado, recordemos– en 1986, no supo estar a la altura de las aspiraciones del pintor. Tamayo reunió la colección que pudo (o la que le interesó o le pareció conveniente), el problema es que nadie se ocupó después de hacer de esta modesta colección personal un acervo sobre el cual pudiera gravitar un museo, con todas sus exigencias. De nuevo, no es culpa de Tamayo que la colección sea pequeña y desigual (para que se den una idea, estamos hablando de poco más de trescientas piezas; el Museo de Arte Moderno de Nueva York tiene ciento cincuenta mil). Lo que él nos legó fue un maravilloso punto de partida, pero para garantizar la futura existencia del museo se necesitaba que tanto las autoridades como la Fundación Olga y Rufino Tamayo entendieran que su responsabilidad no se acababa en las tareas de preservación de la colección, sino que era indispensable mantenerla actualizada; contemporánea, pues. E increíblemente, nadie se detuvo a pensar que de no hacerlo, la colección terminaría por agotarse y el museo se vería obligado a ingeniárselas para mantenerse abierto. Y eso es exactamente lo que pasó. Más que un museo (que implica que un acervo determinado está constantemente en juego), el Tamayo tuvo que volverse lo que en alemán se conoce como un kunsthalle, es decir, una sala de exposiciones temporales, la mayoría, en este caso, traídas de fuera. Habrá a quien este le parezca un rumbo arbitrario, pero en realidad se trata de una lectura pertinente de la vocación original del museo, la única, además, que ha conseguido mantener con vida al recinto. Y hay que decir que con resultados realmente admirables. A lo que no se ha llegado todavía es a decidir qué conviene hacer, entonces, con el legado de Tamayo que se está volviendo, y es terrible decirlo, cada vez más un lastre con el que el museo tiene que cargar. En lugar de dedicarse por entero a desarrollar las actividades que corresponden a una sala de arte contemporáneo, los curadores tienen que pagar constantemente una suerte de cuota por ocupar el museo de Tamayo: intentado a como dé lugar que la colección juegue todavía algún papel, exhibiendo la obra del pintor (de modo tan forzado que la hacen parecer, en medio de las exploraciones contemporáneas, como de otro planeta) y llevando a cabo cada dos años un certamen de pintura salido del siglo XIX, que no hacen sino poner en evidencia lo irreconciliable que son estas dos ideas de museo: la de museo de autor (y no cualquier autor: Tamayo) y la de museo de arte contemporáneo. Y mucho me temo que no se pueden tener las dos.

 

 

No se me malentienda: esto no tiene nada que ver, pero nada en absoluto, con la calidad de la pintura de Rufino Tamayo. Pero precisamente porque se trata de uno de nuestros artistas esenciales es que esta reflexión no puede dejarse pasar. Tamayo y su colección se merecen algo mucho mejor que lo que el Museo Tamayo les puede ofrecer. En la reciente reapertura se quiso, a toda costa, dar la idea de que Tamayo sigue siendo el eje del museo (y por eso la exposición central era la de su obra), pero en la práctica Tamayo está relegado a ocupar un lugarcito sobre la escalera. Y no puede ser de otro modo: el tipo de arte que representa Tamayo ha dejado de tener cabida aquí. Esa es la realidad: Tamayo sentó las bases de un museo que terminaría tomando, felizmente, vida propia. Y no es mejor la suerte con la que ha corrido su colección: los curadores se empeñan en que los artistas contemporáneos entablen un diálogo con los pintores y escultores ahí reunidos. Pero ya hemos visto cómo ese diálogo se vuelve rápidamente un monólogo en el que la obra de los artistas modernos aparece como un mero accesorio (un vil prop, como se dice en el cine). Pensemos, por poner un ejemplo, en Víctor Vasarely, padre del llamado Op Art (o arte óptico). En el contexto adecuado, la obra de este artista podría ser entendida como la apuesta realmente novedosa y radical que en algún momento fue. Pero aquí, puesta al servicio del arte contemporáneo (en obras como la de Adad Hannah, Mirroring the Tamayo, que formó parte de la exposición “Primer Acto”), pierde su fuerza y se convierte en algo que no pasa de ser anecdótico. ¿Por qué querríamos esto para Tamayo y su colección?

 

Para mí la salida es clara: el museo tiene que dejar de rendirle vana pleitesía a Rufino Tamayo y ceder la colección a quien le pueda dar un mejor uso. De nuevo: no estoy diciendo que no deba exponerse la obra de Tamayo. Solo creo que este espacio ha dejado de ser el lugar idóneo para hacerlo. Y tampoco es que la supervivencia de su pintura dependa de este museo, cuando de hecho está en todos lados (como corresponde a su talla). Si lo pensamos, en realidad estamos llenos de colecciones de arte moderno que no acaban de encontrar su lugar en el espacio: la de Olga y Rufino Tamayo, la del doctor Álvar Carrillo Gil, la de Jacques y Natasha Gelman y ahora también la de Andrés Blaisten, que ha vuelto a quedarse sin casa. ¿Se imaginan qué prodigio de colección se lograría si se reunieran estas y otras que posiblemente andan flotando por ahí? ¿No puede ocurrir el milagro de que el Conaculta se haga por una vez cargo de la situación? ¿Y que además se decida por fin a darle al Museo Tamayo la posibilidad de hacerse de una buena colección de arte contemporáneo? No es imposible. Los más de mil millones que se gastaron, por ejemplo, en la tonta Estela de Luz (mejor conocida ya como la Estafa de Luz) serían un perfecto comienzo: mil obras de a un millón. Nada mal, ¿no? ~

 
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* Y tanto, que esa fue la razón de que, al poco tiempo de su apertura en 1981, el pintor retirara la custodia del museo a Televisa porque la colección había dejado de exponerse de manera permanente y se estaba convirtiendo “en propiedad privada”.
 
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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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