Niños del hombre: El fin de las distopías

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Es un hecho sabido, manido y gastado que el pensamiento utópico del siglo XX desembocó en dictaduras atroces. En su fracasado paso de la teoría a la práctica, las utopías políticas dieron lugar a un nuevo género literario, poco después cinematográfico: aquel que narra lo que pasaría si, en la búsqueda de un mundo perfecto, las cosas salieran decididamente mal. Las fábulas distópicas –tal vez el género distintivo de las narrativas del siglo XX, cuyo paradigma sería el 1984 de Orwell– nacen, por una parte, del desencanto ante un proyecto social desviado y, por la otra, del miedo a la deshumanización inherente al acelerado desarrollo científico y tecnológico posterior a la Revolución Industrial. Herederas de la picaresca del siglo XVII –Los viajes de Gulliver de Swift son producto de la cuidadosa lectura que el británico hiciera de Los sueños de Quevedo–, las fábulas distópicas encierran la paradoja del género que les dio origen: son al mismo tiempo hiperrealistas y fantásticas. Discuten un futuro imaginario para hacer escarnio de la realidad presente. Las mejores obras distópicas no pierden de vista que el meollo de sus asuntos es la humanidad, y el punto en que sus ideales se salieron de control. Sin embargo, si carecen de hipótesis transparentes, personajes complejos y un blanco hacia el cual dirigir el dardo de la crítica, terminan en meros ejercicios de estilo futurista. Exhiben, más que un mensaje, un guardarropa.

Justo porque se desborda en símbolos –y los mezcla, y los recicla–, Niños del hombre, de Alfonso Cuarón, acaba por privilegiar la imagen sobre el significado. Adaptación de la novela homónima del inglés P.D. James, la película más reciente del director mexicano detecta la importancia de las ideas en la médula de la ciencia ficción, pero, en su intento por ilustrarlas todas, construye un collage del género con más sabor a pasado que a un mundo por suceder. Que Cuarón sea un narrador de historias que privilegia el lenguaje visual, y que en esta película se reúna con el fotógrafo Emmanuel Lubezki, hace posible que Niños del hombre sea una película deslumbrante en lo estético y con apariencia de profundidad.

Es el año 2027 en la ciudad de Londres. Apenas unas cuantas imágenes confirman la premisa del género: el futuro es sólo el nombre de un presente en descomposición. Los males de las décadas recientes (el terrorismo, la represión, el agotamiento de los recursos naturales) han convertido al mundo en una especie de prisión sin muros. Inglaterra es, según se vea, un último resquicio o la celda más oscura. Las calles desnudas y sucias, los rostros cansados y grises, y los grafitis subversivos que coexisten con letreros que animan a los ciudadanos a denunciar a los inmigrantes son claves de que un gobierno neofascista ha sometido a sus habitantes a cambio de una ilusión de paz. En las pantallas de televisión de un café de la ciudad, un ex activista llamado Theo (Clive Owen) se entera del asesinato de Diego Ricardo, un argentino de dieciocho años. Diego Ricardo era la persona más joven de todo el planeta. Por razones que no quedan claras, nos enteramos de que las mujeres del mundo han dejado de ser fértiles desde el año 2009.

Afectado por la noticia, Theo decide viajar al campo y visitar a su amigo Jasper (Michael Caine): un hippie de pelo largo que cultiva su propia mota y que escucha “Ruby Tuesday” de los Beatles en lo que suponemos un cover (es posible que lo haya) del año 2027. De vuelta en la ciudad, Theo será secuestrado por un grupo de activistas clandestinos lidereados por Julian (Julian Moore).

El grupo le exige a Theo que le pida a su primo, un hombre crucial del gobierno tirano, los permisos para que una mujer de nombre Kee (Clare-Hope Ashitey) pueda salir de la ciudad. No se trata de cualquier mujer: Kee está embarazada, y es negra en un país de blancos. El viaje tampoco es banal. El grupo pretende llevarla a un refugio llamado “El proyecto humano”, formado por artistas y científicos con esperanza en la humanidad. Como quien dice, en el proyecto humano.

Las cosas se complican para Theo. El permiso le es negado, y Kee será perseguida no sólo por soldados del régimen, sino por una facción rebelde del grupo de activistas que en principio la pretendía salvar. Será necesario esconderla entre quienes parecen terroristas islámicos. Si el fascismo, el terrorismo, la xenofobia o la infertilidad es el verdadero causante del desmoronamiento de la civilización no es algo que le quede claro nunca al espectador. Me temo que tampoco a Cuarón, ni a los actores, que sólo registran entre miedo y enojo pero, en todos los casos, hartazgo y resignación. Diálogos como “Todo pasa por una razón” o “Se me había olvidado cómo eran los bebés: tan hermosos y tan pequeñitos” no son claves que desentrañen el misterio sobre el nuevo caos.

Ante una lectura cuidadosa –en caso de que se tenga paciencia–, Niños del hombre no pasa pruebas ni de agudeza ni de claridad ideológica. Según se vea, ésta es una virtud o el mayor de sus problemas. A fin de cuentas y para beneficio de la película, todos hemos aprendido a: 1) repudiar un tirano, 2) desconfiar de un terrorista, 3) simpatizar con los desprotegidos/minorías/perseguidos, y 4) conmovernos hasta las lágrimas con el nacimiento de un bebé. También a dar por sentado que los Beatles buscaban, sobre todo, la paz, y que algo que se anuncia como “felicidad en pastillas” seguro significa la derrota de la vida espiritual. (La memoria selectiva se presta a la contradicción: los Beatles, antes que nadie, habrían viajado al futuro para probar las famosas pastillas, una nueva variante de los vehículos químicos en los que públicamente viajaban hacia la espiritualidad).

Así que la confusión no es un problema para quien no busca desesperadamente un mensaje esclarecedor. Lo es, únicamente, si se espera que la distopía como género cinematográfico camine hacia adelante y no vuelva sus pasos hacia lo que ya se hizo –y mejor. Cada cliché sobre la represión y el fascismo y, de sus contrapartes, el activismo y la protesta política es puesto en cámara en Niños del hombre con pocos cambios desde Orwell hasta hoy. El imaginario de la tecnología le debe casi todo a Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y el pacifismo pasa intacto desde la década de los sesenta hasta lo que serían 70 años después. De no ser porque el movimiento hippie, el cheguevarismo y demás inconformismos pop son maneras muy vigentes de vivir la rebeldía desde la comodidad del hogar, el personaje de Michael Caine sería anacrónico para una película de 2006, ya no se diga de ciencia ficción. Por no hablar de la embarazada como metáfora de “la otredad que lleva en su vientre la renovación de vida”.

Lo de menos es si el mundo camina hacia su aniquilación. Parece ser que la fórmula narrativa que florece en la desesperanza ya dio sus mejores obras y, replicando su hipótesis, está a punto de convencernos de que, incluso en lo que respecta a la imaginación distópica, todo pasado es mejor. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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