Imagen de la performance 'Dejando caer una urna de la Dinastía Han' (1995).

El transgresor Ai Weiwei

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Cuando el artista chino Ai Weiwei apareció recientemente a la cabeza de la esperada lista con que cada año la revista en línea Art Review celebra a las cien personas más poderosas del mundo del arte, el gobierno chino se apresuró a descalificar la elección por encontrarla más tendiente a la política que al arte.

A nadie le extraña, desde luego, que el régimen de Pekín desdeñe[1] la crítica –nada velada aunque tampoco demasiado fértil[2]– que le hace Occidente al poner los ojos sobre su disidencia. Lo curioso es que los editores sintieran la necesidad de aclarar que para nada, que Ai fue seleccionado exclusivamente

 

por sus esfuerzos para ensanchar el territorio y la audiencia del arte a través de romper las barreras que separan la vida del arte.

 

Es decir, como bien lo vio el Buró de Seguridad: una decisión evidentemente más política que estética. Dónde está el embrollo si la lista no esconde que lo suyo es el poder, no la calidad del trabajo. Se trata de los más influyentes; y ahí, Ai Weiwei, que no ha cesado de ocupar la primera plana desde su detención el pasado abril por supuestos “delitos económicos” y su posterior puesta en una libertad más bien cuestionable (bajo estricta vigilancia y prácticamente incomunicado), en efecto, encabeza las apuestas.

Hubo un tiempo en que los mejores artistas eran también los más poderosos (por ser los más caros, más expuestos, más comentados, más imitados, etcétera). Pensemos simplemente en Picasso. Pero eso ha ido cambiando y ahora se puede estar en todas las portadas y ser, por ejemplo, un cretino. Pensemos simplemente en Damien Hirst. Y no, no es que Ai sea un mero especulador como Hirst. Pero sí es cierto que su arte es lo menos interesante que tiene. En eso coincidimos todos con el Partido Comunista, que lo persigue más por “traer ideas a China”,[3] como decía Susan Sontag, que por actos burdamente iconoclastas como dejar caer al suelo una urna de la Dinastía Han que, después de haber existido por más de dos mil años, acaba hecha añicos a los pies del artista[4] (¡ay!), o tomar una serie de fotografías de su desafiante dedo medio apuntando, por ejemplo, a la Torre Eiffel, la Mona Lisa, la Casa Blanca o la Plaza de Tiananmen.[5]

Hay que decirlo: Ai no es un artista radical; en términos estéticos, ni siquiera es verdaderamente arriesgado. Su obra es combativa, no cabe duda, pero de un modo escasamente nuevo y sí muy esquemático. No alcanza a ser un artista revolucionario en pleno sentido, aunque es vistosa y decididamente transgresor, pero lo que quebranta (además de vasijas milenarias) son las tristes formas políticas chinas que, me temo, hasta Britney Spears es capaz de hacer tambalear. (En China, lo sabemos, basta con alzar la voz y pensar mínimamente al margen para convertirse en un monstruo.) Pero eso es precisamente lo que lo vuelve tan atractivo a nuestros ojos: que sea uno de los pocos artistas que todavía pueden darse el lujo de la revuelta individual,  del verdadero avant-garde (a un tiempo crítico y marginal). Eso es lo  que nos asombra: alguien que aún sea capaz de trastocar los valores establecidos (¡y que haya valores establecidos que trastocar!); es una cuestión geográfica, si se quiere, pero eso no le resta validez: el asalto de Ai Weiwei a las convenciones es tan genuino como, por supuesto, lo es también la incomodidad que despierta en las altas esferas políticas. Y en muy buena medida su prestigio radica en esa condición de perseguido, de auténtico peligro. La represión lo ha elevado a las estrellas y ha triplicado su importancia. Y es muy posible que de no vivir en China, Ai sería un artista rutinario, tratando, como muchos por aquí, de inflamar y magnificar sus asuntos. (Cómo desearía nuestra pobre vanguardia, tan mimada por las instituciones, tener a ratos unbuen yugo  que poder sacudirse. Recordemos que no hay Estado alguno dispuesto a subvencionar la subversión de sus propios valores; muchos artistas se empeñan no obstante en practicar la insurrección como si fuera un género y no una necesidad.)

Entonces, pues sí: Ai Weiwei puede no ser un artista la mar de original, pero sí es un artista insospechadamente ejemplar, al menos para Occidente, donde no parece quedar mucho espacio para las bestias negras. Al otro lado del mundo, no obstante, Ai nos recuerda que el privilegio del arte de encarnar el espíritu de insumisión ante el poder establecido permanece extrañamente intacto. ~



[1] Como siempre lo ha hecho, tan solo el año pasado tachóde farsa la entrega del Nobel de la Paz al activista Liu Xiaobo, hasta la fecha encarcelado por “incitar a la desestabilización del poder del Estado”.

 

[2] Así se solidariza Occidente: enviando sus buenos deseos desde el otro lado de las rejas. A China con pinzas, no vaya a ser que nos deje fuera de la jugada.

 

[3] Haciendo uso de internet –cuando podía– para dar incisivas y constantes muestras de anticonformismo e independencia intelectual: ¡el peor crimen que pueda haber!

 

[4] Y de lo que solo queda un registro fotográfico en tres partes titulado tautológicamente Dejando caer una urna de la Dinastía Han (1995).

 

[5] Estudio en perspectiva (1995-2003).

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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