Cine local

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Viendo un jueves la muy notable A esmorga y un miércoles la insignificante A cambio de nada reparo en las diferencias que hay entre un cine local y un cine casero. Local no es para mí ese “cine de tazón” castizo y revenido, al que hace años le dediqué horas de estudio y muchas imprecaciones. Ni tampoco al decir casero me refiero al cine independiente americano de la llamada Escuela de Nueva York, en la que algunos practicaban con gran talento un home movie más cercano al dietario íntimo que al documental. Cuando llamo casera a la ópera prima del actor Daniel Guzmán, que de modo para mí inquietante ha ganado tres premios mayores en el pasado Festival de Cine Español de Málaga, apunto a que A cambio de nada me parece de andar por casa, siguiendo los patrones de algunos subgéneros nacionales en boga: el lumpen de barriada madrileña, la ancianidad chiflada y pintoresca, el campo de batalla escolar, los albores del sexo, y todo ello de modo plano y trillado, sin brillo en la palabra hablada ni en el relato, aunque sí es de reconocer el talento natural del adolescente Miguel Herrán, que crea con donaire su personaje de Darío.

A esmorga (La parranda) llega a los cines del resto de España después de un impresionante éxito de público en Galicia, lo que podría hacer temer que su tirón allí se debiese solo a su carácter atávico. Ignacio Vilar, su director y coguionista, ha hecho una obra enraizada en un paisaje provincial del interior galaico y en un tiempo casi ancestral de la primera parte del siglo XX, pero ante todo ha dotado de vida y espíritu a un lugar imaginario que la película despliega con elocuencia ante nuestros ojos, combinando espléndidamente el contexto rural y las pasiones humanas sin denominación de origen. A esmorga es, además, la segunda Parranda del cine español filmada en menos de cuarenta años, a partir de que Gonzalo Suárez hiciese la primera en 1977. Y hay un tercer punto de excepcionalidad e interés, ligado al nombre de quien está detrás de las dos como padre natural, el magnífico escritor Eduardo Blanco Amor, nacido en Orense en 1897. Pocos autores contemporáneos hay que puedan presumir, vivos o muertos, de que un mismo libro suyo haya tenido dos adaptaciones cinematográficas, y las dos de gran interés.

No puedo aquí, por limitación de espacio y por no forzar demasiado la máquina de mi memoria, hacer la comparación detallada de las dos Parrandas fílmicas, ambas, sin embargo, y no es cosa frecuente, fieles a la letra de esa extraordinaria novela corta de Blanco Amor, aunque es palmario que la de Ignacio Vilar tiene la grata bonificación de la lengua gallega en la imprescindible versión original del filme. Suárez, por su lado, contó con el inestimable beneficio de escribir el guion con el propio novelista, que había vuelto del exilio latinoamericano (en Venezuela, Argentina y Chile, especialmente) y vivió en España hasta su muerte en Vigo solo dos años después del estreno de esa primera Parranda. Con un reparto de primera magnitud, encabezado por José Luis Gómez, José Sacristán, Antonio Ferrandis, Fernando Fernán-Gómez, Charo López, Marilina Ross y Queta Claver, Suárez, es de suponer que con la aquiescencia de su coguionista y autor, trasladó la acción a la cuenca minera asturiana en el año 1934, tiempos socialmente revueltos de los que, si mi recuerdo no me traiciona, quedaba constancia. La no muy alejada deslocalización territorial funcionaba bien, así como la fusión de elementos naturalistas y evanescencias fantásticas.

En un largo epílogo a la reciente reedición por Editorial Galaxia de la nouvelle (presentada en la traducción histórica al castellano, riquísima de léxico y cadencia rítmica, que llevó a cabo el autor en 1960, un año después de su salida en gallego), el novelista Manuel Rivas habla de “una vanguardia de los pobres” al explicar que A esmorga, según las confesiones del orensano, se escribió en “tres weekends”, cosa que no parece ser del todo cierta. La vanguardia de Blanco Amor, personaje fascinante como cabo suelto de la Generación del 27, amigo cercano de García Lorca y muy admirado por otros poetas de la época, como Aleixandre, es pobre más que nada de volumen: el libro es breve, la noche de parranda de sus tres beodos protagonistas no alcanza ni la densidad ni la avalancha verbal del Ulises de Joyce, su probable modelo, pero lo que no escasea es la invención y el mundo propio creado por Blanco Amor en esta y otras novelas suyas como Los miedos y Aquella gente, o en sus osadas fotografías, que empiezan tardíamente a ser reconocidas como prototipos de un arte de la autoficción gay comparable al que hizo otro vanguardista “pobre” como Gregorio Prieto. También en ese epílogo se cita la declaración de Blanco Amor de que A esmorga le fue inspirada en su años mozos por la lectura de Freud, Proust y James, que le abrieron un horizonte más ensanchado por su salida al exilio voluntario: “De haberme quedado yo en España y afrontado la novela, me hubiera quedado en un Wenceslao Fernández Flórez, en un Mata o un pastiche de Valle-Inclán.”

La peculiaridad nada casera del libro ha sido bien trasplantada a la pantalla por Vilar con un reparto de calidad homogénea en el que destaca Miguel de Lira en el papel del protagonista y narrador Cibrán. Atmósfera y paisaje son elementos corales del relato, que sigue no solo las peripecias sino la estructura del libro, basada en la confesión de Cibrán al juez, una estructura que muy probablemente es deudora de la de La familia de Pascual Duarte de Cela. Aunque para mi gusto Vilar abusa de la cámara giratoria en ciertos momentos de epifanía y borrachera, la realización se ajusta a la base literaria y la recrea, con escenas de gran belleza como la de la demente Socorrito en la plaza del pueblo, o las incursiones en el pazo del francés y su muñeca, un mundo mágico entreverado con la potencia telúrica de esa Auria imaginada por Blanco Amor. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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