Apología de la estupidez

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Un libro estúpido es algo imperdonable, pero un libro sobre la estupidez suele ser imprescindible. Los Premios Darwin (RBA, Barcelona, 2002) de Wendy Northcutt es, entonces, una atendible rareza: un libro estúpido sobre la estupidez que —sin ser una obra maestra— puede ser considerado imprescindible o, por lo menos, necesario y útil a la hora de recordar en caso de olvido los profundos y plebeyos abismos en los que suele caer una y otra vez, tropezando siempre con la misma piedra, el supuesto rey de la creación.
     Producto directo del legendario site www.DarwinAwards.com —el hecho de que la pantalla eléctrica mute a libro unplugged no deja de ser interesante—, este libro reúne las muertes más idiotas recopiladas por Northcutt y postuladas por fans de todo el mundo a la hora de luchar por un premio más parecido a un castigo: honrar a todos esos hombres y mujeres que con su torpe e involuntario sacrificio privaron a la humanidad de su presencia, mejorando así nuestro ya de por sí maltratado patrimonio genético.
     Northcutt dixit:
      
     Los candidatos a estos premios tienen que mejorar de manera significativa el patrimonio genético eliminándose a sí mismos de la especie humana de alguna manera que sea sorprendentemente estúpida. A los candidatos se les valora de acuerdo con los cinco criterios siguientes: el candidato ha de autoeliminarse del patrimonio genético; el candidato tiene que hacer gala de una desconcertante incapacidad de comportarse con buen juicio; el candidato tiene que ser el causante de su propia muerte; el candidato ha de ser capaz de mostrar buen juicio, y, por último, el caso tiene que estar comprobado. Casos en los que el candidato ha perdido su capacidad reproductiva esterilizándose para siempre también pueden ser considerados.
      
     Northcutt, bióloga molecular formada en Berkeley, inauguró el fenómeno en 1993 y, desde entonces, la nómina de candidatos y los triunfadores cada dos años —que, claro, nunca están allí para recoger el premio— no ha dejado de aumentar, reflejando el siempre constante crecimiento de la torpeza humana. El concepto que hace comulgar a todos estos mártires involuntarios no deja de ser interesante y paradójico: mejora una vida opaca con una muerte creativa y, sí, genialmente tonta.
     Así, Northcutt nos pasea por la muerte del terrorista que abre su propia carta bomba cuando se la devuelven por franqueo insuficiente; o la del audaz que decide organizar una fiesta en la playa para ver mejor el huracán; o la del cazador que es asesinado por su propio perro luego de que le diera su rifle para que jugara un rato; o las de los seis egipcios que se zambullen para salvar a un pollo y mueren ahogados mientras el pollo sobrevive; o la del incauto que decidió salir de pesca electrificando un lago y luego se metió al agua olvidando antes quitar el cable del agua; o la de los terroristas palestinos víctimas de sus propias bombas al "negarse a aceptar el cambio de horario estival de los israelíes —la hora sionista—" y que por lo tanto acabaron programando los explosivos para estallar antes de tiempo, volando por los aires de camino al sitio del atentado; o la del empleado que insistió en demostrar la resistencia del vidrio de una ventana del piso 24 lanzándose contra ella; o el casi carveriano episodio en el que un padre desafía a su hijito a que lo apuñale y minutos después muere en el hospital con un "¿Quién hubiera pensado que el chico iba a hacer algo así?"; o la inflamable saga de los seis bomberos que decidieron impresionar a su jefe fraguando un incendio y… Casos como el de John John Kennedy todavía se debaten en el foro electrónico del site a la hora de precisar si lo suyo fue torpeza momentánea o soberana imbecilidad (los que insisten en proponerlo citan una supuesta constante darwinista en los genes Kennedy a la hora de estrellarse esquiando contra un árbol o pasear por la belicosa y poco demócrata Dallas en un descapotable).
     En cualquier caso, historias verdaderas que se leen como si se tratara de ficciones súbitas o microrrelatos potenciados por el regocijado espanto de que casi todo lo que aquí se relata ha sido tristemente certificado o va en camino de serlo. Es recomendable, sí, la lectura del libro en raciones homeopáticas (máximo de cuatro muertes por vez) para no alcanzar el inequívoco convencimiento de que el fin del mundo está cerca y que ese señor que por estos días ocupa la Casa Blanca (y que no hace mucho casi se darwiniza atragantándose con un minipretzel frente al televisor) está más que capacitado para confundir el botón rojo y final con el botón que lo comunica con la persona que lo provee de, por ejemplo, más minipretzels.
     Northcutt —convencida de que el ser humano está pasando por un periodo de desinteligencia como forma de autorregulación de la especie— ordena en diferentes categorías las diferentes entradas (o, mejor dicho, salidas) donde apenas bajo la superficie de lo grotesco late la posibilidad terrible de la desgracia como forma de redención porque, de acuerdo, el hombre es el único animal que muere una y otra vez por su propia estupidez; pero también es el único que puede reírse de ello o morirse de risa ante el inesperado consuelo de una muerte divertida luego de una vida sin la menor gracia. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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