Ilustración:Enrique Torralba

Sila

Fruto de la admiración por El llano en llamas, “Sila” es el primer cuento de Salvador Elizondo, curiosa mezcla de Rulfo y Joyce, publicado en la Revista de la Universidad en 1962, y que medio siglo después ofrecemos para recordar a una generación de autores que cambió el rostro de nuestra literatura.
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“Era de noche cuando llegamos a Sila.”

 

La oscuridad reverberaba con el chirriar luminoso de las cigarras y el polvo se aquietaba bajo el vendaval que descendía de la sierra como por una escalera. Sila, abandonada en medio de la llanura, apenas se erguía sobre la tierra despidiendo olor a sangre seca, a antorchas apagadas y a petate ahumado. La vastedad del valle aprisionaba al pueblo con sus tenazas de cielo abierto. El cascabeleo de las serpientes hacía relinchar al Diablo y al Colorado que llenaban con su grito mecánico y óseo el ambiente frío.

 

“Emigdio me lo había dicho.

–Si vas a Sila no encontrarás a nadie, ni nada, nada…, solo a los muertos que andan sueltos.

Pero yo no le había hecho caso y hace veinticuatro horas salí de Ubero para Sila acompañado de Leoncio. Hemos andado todo el viejo camino de Ajol, envueltos por las tolvaneras de marzo y quemados por el sol.

–No te hice caso, Emigdio Roa, porque tenía la sangre que me quemaba el cuero y tenía que ir a Sila para encontrar mis pasos muertos, para volver a la tierra de donde vine.”

 

“Sila estaba abandonada. Solo había perros cuando llegamos Leoncio y yo. Perros flacos y manchados de sangre que merodeaban por las esquinas fracturadas, husmeando el recuerdo de perras. Nuestras voces se suspendían del viento y las palabras que decíamos iban a dar muy lejos hasta que rebotaban en el portón de la casa de Soledad Mayrán, la última casa del pueblo.”

 

“Leoncio viene a mi lado montado en el Colorado. Sus ojos están abiertos hacia la imagen de Sila, olorosa a sangre de cabra…

–Se me hace que no hay nadien.

… y sigue husmeando con la mirada la oscuridad rota y el camino que va a la poza bordeado de fresnos ateridos…

–Se me hace que no hay nadien.

… y los perros famélicos que ahora se alimentan de yerbas se alejan de nosotros. Las pisadas de los caballos se encienden sobre las piedras diezmadas del empedrado y resuenan contra las tapias enyerbadas del rastro. Las palabras rebotan hasta la iglesia de donde regresan convertidas en nuevas palabras que apenas entendemos.

–… Se… ce… noay… dien…”

 

“Trato de reconocer mi pueblo. Ya nada es como entonces. Solo el llano está igual; el llano largo y polvoso adonde iba…”

–Fue ayer, pero apenas me acuerdo de cuando salimos de Ubero. El Colorado y yo dormíamos en el corral de los hermanos Sosa. Habíamos tenido buen pienso. De pronto llegó mi amo con Leoncio Santibáñez y nos echaron a cuestas las monturas. Nos fuimos a casa de Benito Paredes en donde se apearon. Después salieron corriendo y jalamos para Talama por el camino de Ajol…

–¡Bibiana… Bibiaaaaaana! ¿Adónde se habrá metido esa escuincla?

–Debe andar en el llano con Paulino, el hijo de Martina.

 

“Y entonces bajaban los papalotes como peces asidos por un anzuelo presuroso y Bibiana se iba y yo me quedaba solo, a mitad del llano, hurgando en su imagen para encontrar su carne nueva y dura, mordisqueando sus palabras

(–Luego nos vemos, Paulino…)

para sentir sus labios calientes entre mis labios y sus senos redondos latiendo junto a mis orejas.

¿En dónde estás, Bibiana Monteros? ¿Moriste tú también? ¿O estás escondida en esa tierra, entre todo esto que es mi recuerdo y mi esperanza? … Bibiana…”

 

“Ayer salimos de Ubero. Estamos cansados… muy cansados. No hemos parado en todo el camino y apenas hemos comido unas cuantas gordas. Lo tengo todo aquí, ante los ojos. Benito allí, desfigurado por la muerte, tieso como un ocote y riéndose de nosotros que acabábamos de matarlo por la espalda… y luego la vieja esa, Obdulia, que gritaba en la noche sin que nadie la oyera pues estaban echando los cohetes…, y Benito allí, tirado en el suelo. Entonces salimos a toda carrera de Ubero sin que nadie lo supiera más que Emilio Roa, a quien nos encontramos en Talama una hora después y que nos dijo que no viniéramos a Sila porque las almas de los muertos que había matado Casimiro Gabaldón andaban sueltas, pues a todos los mató tan de repente que ni tiempo les dio de morirse bien y nomás se quedaron a mitad del camino del infierno, que de seguro allí es donde hubieran ido a parar todos esos que Casimiro Gabaldón mató en Sila sin darles tiempo a morirse del todo. Ahora mismo me acuerdo que mi tata Aurelio me contaba que uno anduvo corriendo con las tripas de fuera hasta que uno de los hombres de Casimiro Gabaldón lo lazó y se lo llevó arrastrando por el llano. Yo no quería venir. Le decía a Paulino que nos quedáramos en Talama. Emigdio diría que allí habíamos estado todo el día. Aunque Obdulia dijera lo contrario nadie le creería pues decían que era bruja y que podía desviarles el mes a las que se iban a casar. Al fin que los Sosa son cuates de verdad. Dicen que Obdulia tuvo la culpa de que Jacinto Monteros naciera idiota pues le echó el mal de ojo cuando su madre, doña Mercedes, estaba gorda de él.”

 

“Leoncio Santibáñez tiene miedo. Sila le da miedo porque no hay un vivo. Ahorita mismo viene pensando que debíamos de habernos quedado en Talama. Todo se hubiera sabido. Ahorita mismo ya se sabe, pero no se atreverán a venir a buscarnos a Sila, ni pensarán siquiera que estamos aquí… aquí está la casa de don Julio Monteros… debíamos de haber matado a Obdulia, hasta nos hubieran dado las gracias… todo está en ruinas… además Emigdio nos hubiera delatado… solo la puerta está como si hubiera gente del otro lado… uno siempre sabe cuándo hay gente aunque las puertas estén cerradas… del otro lado está Bibiana… el recuerdo de Bibiana que me recorre el pecho y la sangre… aquí lo siento caliente, como escarbándome el corazón con una brasa puntiaguda… esa era su ventana… y aquella… la que está junto, la de doña Mercedes… siempre vestida de negro, con su extraña enfermedad, siempre temblándole las piernas desde que nació Jacinto…”

 

–No te vayas, Paulino. No quiero que te vayas porque tengo miedo de Jacinto y de Roque. El otro día llegó Roque de Talama con un pañuelo de seda, pero yo no lo quiero, me da miedo su carne olorosa a sangre de cabra. Yo solo te quiero a ti, Paulino…

 

“Bibiana, hermana, Bibiana, hermanita, aleja de mí esta serpiente que me sigue adondequiera que voy y que se me clava en las manos y me las mueve de un lado a otro. No los entiendo a ninguno de ellos y dicen que soy de mal agüero. Solo tú sabes por qué estoy chueco. El otro día te vi cuando te bañabas en la poza y no he podido dejar de pensar en ello y ahora la serpiente se ha enfurecido porque he pecado al ver tu cuerpo desnudo, lleno de oro, hundirse en el agua y ahora tengo que pagar por el pecado que he cometido, si no la serpiente me picará en los ojos… Bibiana… hermana…”

 

“Allí está la casa de los Gallegos. Eran los más ricos de Sila, pero a todos se los llevó el diablo. Tuvieron líos con los Estévez de Ajol y un día amanecieron todos colgados de los árboles que hay por allá, del otro lado del llano, donde están las tierras de El Becerrito…”

–¿Bibiana, has oído ese ruido?

–No, mamá, no he oído nada…

–Dirán que son figuraciones mías, pero acabo de oír un ruido que viene de en casa de los Gallegos, un ruido como de grito ahogado…

–Ya duérmase, mamá, es muy tarde; debe descansar…

–¡Bibiana! ¿Has vuelto a oír el ruido? Ahora sí estoy segura; viene de en casa de los Gallegos…

–No es cierto, mamá, son puras figuraciones suyas; trate de dormir.

 

“Yo solamente pienso en ti, Paulino. No oigo nada que no sean tus palabras, ni veo nada que no sean tus ojos negros quitándome el vestido. Me gusta que me desvistas con la mirada; me siento alegre cuando lo haces porque así me demuestras que me deseas, pero Jacinto, mi hermano, también me mira igual y entonces me da miedo y quisiera que tú estuvieras conmigo. Tengo miedo de Jacinto, Paulino. A veces por las noches gime dormido porque dice que sueña con la serpiente que lo pica para hacerlo arrepentirse de sus pecados y luego se me queda viendo como tratando de tocar mis senos y mis caderas con sus ojos y entonces pienso en ti, Paulino…”

 

“¿Qué será ese ruido que acabo de oír? Viene del corral. Todos están dormidos. Debe haber sido algún perro que se tropezó con una tabla. Me acuerdo cuando llegué a Sila… hace muchos años… no me querían dar la mano porque dizque estoy jiricuento, pero no es jiricua sino mancha de luna que agarré en el vientre de mi madre. Cuando El Becerrito fue mío todos hasta me empezaron a decir don Filiberto y luego El Becerrito fue creciendo, ja, ja… y cuando llegó a las tierras de los Estévez ya era un torito… y ahora dicen que son tierras de ellos, pero no es cierto; yo reclamé esas tierras con mi trabajo… ¡Otra vez ese maldito ruido! ¿P’os qué diablos será…?”

 

–Aquí en Ajol no hay más voz que la de don Clemente Estévez y ya oíste lo que dijo, así es que tráete a la gente con las reatas y pícale. Orita mismo le jalamos pa’ Sila pa’ llegar a lo mero oscurito y tener tiempo de regresar.

 

“Todos estos años que he estado lejos de Sila he pensado en ti, Bibiana. Ahora que he vuelto te siento más cerca; casi parece que te toco. Siempre pensé en ti. Tengo miedo de decir tu nombre porque estoy seguro que me contestarás…”

 

–¿Qué quieres, Paulino?

–Vente, Bibiana; vamos al llano a ver cómo se arremolinan las tolvaneras.

 

–¡Órale, jijos de la chingada! ¡Viva don Clemente Estévez, y al que no le guste que vaya y chingue a su madre! Dejen bien amarradas a las viejas y a estos jijos nos los llevamos pa’l Becerrito a ver si como roncan duermen.

 

–¿Oyes, Bibiana? Otra vez ese ruido…

–Yo no oigo nada más que tu nombre, Paulino.

 

“En el entierro de los Gallegos estuvimos juntos, Bibiana. Por eso hasta me gustó que los hubieran matado a todos. Nomás me acuerdo cuando fui a verlos en la mañana. Hacía mucho frío y pensaba en ti para calentarme la sangre. Toda la gente de Sila fue a verlos. Bajamos por la poza hasta la arboleda que está allí donde empiezan las tierras del Becerrito. Y donde que de pronto los vamos viendo allí colgados con tamaña lengua de fuera. Entonces no me atreví a pensar en ti, en tus ojos… y me fue entrando frío. Allí estaba don Filiberto y Marcial y Juan y todos los demás, balanceándose en el viento, torciendo y destorciendo las reatas y haciéndolas rechinar. Ya no pude pensar en ti, Bibiana. Luego los bajaron y las mujeres trataban de meterles las lenguas dentro de las bocas pero no podían, y a cada uno le metieron un paliacate hecho bola. Yo me regresé de allí con la gente que se metió en casa de los Gallegos dizque para preparar el velorio y entonces vieron que todas las mujeres estaban amarradas y amordazadas. Luego me fui a tu casa, pero ya no volvimos a la arboleda más que aquel día, ¿te acuerdas, Bibiana?”

 

“Yo los vi a todos. Fui el primero que los vio, pero nadie me quiso creer porque dicen que estoy loco y que veo visiones. Tal vez sea cierto, pero ese día yo fui el primero que los vi. No había podido dormir porque la serpiente me estaba atormentando y Bibiana estaba cerca, en el cuarto de mi madre. Cuando amaneció me fui pa’l’arboleda a pensar en Bibiana, a pecar con los malos pensamientos y los vi cómo se mecían colgados de las reatas y regresé al pueblo, pero nadie me creyó.”

–Dice Justino que don Filiberto está colgado de una reata en la arboleda.

–No me diga… ¿y qué más?

 

“Sí, Paulino, me acuerdo de aquel día que fuimos a la arboleda por primera vez después de lo de don Filiberto. Era la fiesta del pueblo. Habíamos ido al llano a ver volar los globos desde más lejos. Entonces me llevaste a la arboleda y nos tendimos en la yerba junto a la poza. Sentía tus manos calientes, acopadas sobre mis senos y tu resuello escurriéndome por la nuca y poniéndome la carne de gallina…”

 

“Entonces fuiste mía, pero de pronto me acordé que estábamos acostados bajo los mismos árboles en que habían colgado a don Filiberto y volví a ver sus ojos saltados como saliendo de los tuyos y sentí tu aliento en la cara como si estuvieras muerta y tu carne parecía desmoronárseme entre los dedos. Tal vez por eso se malogró nuestro hijo. Sabes, Bibiana, yo no creo que se haya malogrado por eso que anduvieron contando en Sila de que Justino, poco antes de morir, te había violado, sino más bien ahora me doy cuenta de que fue porque cuando fuiste mía en la arboleda no pude dejar de pensar en los ahorcados.”

 

“¿En qué vendrá pensando este jijo de Paulino que viene tan callado? Hace frío y hambre. En mal momento vinimos a dar a Sila. ¡Ahora qué vamos a hacer? Viene pensando en Bibiana, seguramente…”

–¡Qué hacemos ahora, Paulino?

–Nada; esperar a que amanezca.

 

La luna flotaba sobre el llano como un globo. Desde la sierra bajaba el viento frío, que se hería contra las ramas de los árboles haciendo resonar la arboleda con un zumbido sordo.

Paulino se detuvo y se apeó del caballo; caminó un trecho adelantándose a Leoncio Santibáñez, que tenía miedo, y cuando llegó a la puerta de su casa golpeó con la mano abierta. La resonancia de las casas vacías multiplicó el quejido de los maderos del portón; se alejó luego y empezó a andar sin rumbo, siguiendo, más o menos, la dirección de la calle.

 

“¿Por qué te has alejado, Paulino, hijo mío? Sabes que estoy vieja, muy vieja y que no puedo llegar corriendo a abrir la puerta. Ahora ya no podré llamarte. Mi voz ya no suena, está callada y solo puedo hablar conmigo misma. ¡Cómo has cambiado, Paulino! Tus manos están manchadas de sangre y tu mirada es turbia. ¿Por qué no has esperado? Hoy que has vuelto me he acordado de la última matanza de cabras que hubo en Sila…”

 

Sila siempre había sido matadero de cabras. Cuando llegaba el tiempo de la matanza, venían los hombres de las poblaciones vecinas con los rebaños. El rastro entraba en actividad y durante las noches ardían las teas alumbrando la actividad sangrienta de los vecinos de Sila.

Soltaban a las cabras en las empalizadas y los hombres, embriagados por el olor de la sangre y la visión de las vísceras esparcidas por el suelo, desnudos casi totalmente, iban abatiendo a las cabras asestándoles brutales golpes de garrote en la cerviz. Otros venían después y las destazaban, recogiendo la sangre en cubos y desprendiendo las vísceras del carcaje a fuerza de jalones que hacían rechinar las membranas y los ligamentos al escurrirse como pescado entre las manos sanguinolentas de los tablajeros.

 

“Estoy sentado sobre la barda del rastro. El olor de la sangre se me cuela en el cuerpo cosquilleándome los adentros. Las antorchas hacen brillar la sangre y las vísceras y yo pienso en Bibiana. Me la imagino desnuda, correteando entre las menudencias y los cadáveres sangrientos de las cabras, resbalándose sobre la sangre y cayendo, huyendo acosada por los matanceros desnudos, bañada en sangre con las piernas abiertas, bebiendo sangre de las manos de Roque, lamiendo sus manos pegajosas, royéndole las uñas para quitarle la sangre seca y luego besándole todo el cuerpo para purificarlo de toda la sangre que ha derramado. Bibiana bañada en sangre. Cabra. Olorosa a cabra. Saltando como cabra que huye de la muerte. Berreando de placer, como cabra. Desnuda. Desnuda. Bañada en sangre… en mi propia sangre que no es mejor que la sangre de las cabras o en su propia sangre reciente y tibia. Bibiana… Bibiana…”

 

“Debes creerlo, Paulino. Fue la noche de la última matanza de cabras que hubo en Sila. Habían estado matando desde el atardecer. Las teas brillaban con furia. Mi madre había ido a Talama a ver al doctor. Justino llegó muy tarde, ebrio de sangre y de muerte. Me miró muy adentro cuando llegó, bañado en sangre, oloroso a vísceras. Yo temblaba. Se me echó encima…”

 

–Bibiana… ¡ah!

 

“Esa fue la última matanza de cabras que hubo en Sila. ¿Por qué has tardado tanto en volver, hijo mío? Hace tanto tiempo que te fuiste que ya me había olvidado de tu cara. Ahora has vuelto marcado por la maldad. Hay sangre en tu frente y tu alma es negra como la poza donde se ahogó Justino Monteros. ¿Por qué has llamado a la puerta y te has ido sin darme tiempo a abrirla?”

 

“¡Pobre Bibiana! ¡Qué lejos estás ahora! Quiero tocarte con las manos de mi recuerdo y siento que se hunden en la sangre. No hay más que sangre… de cabras y de hombres. Sila es algo que se refleja en un charco de sangre y tu rostro que llamo con el pensamiento está manchado de sangre…”

 

“Ya se perdió Paulino… Bueno, pos a’i que se quede. Ya me cayó gordo. Yo regreso pa’ Talama. Total…

 

(“Leoncio Santibáñez es un culero…”)

–¡Ey, Leoncio, no seas rajón!

–¡Rajón tu chingada madre!

–¡Bájate del caballo si es que eres tan macho!

–Pa’ lo que gustes y pa’ luego es tarde…

 

Un golpe de machete tendió a Leoncio con el vientre desflorado, entre las patas del Colorado, que lanzó un relincho y luego huyó a galope hacia el llano.

 

“No me compadezcas, Paulino. Cuando sentí sus manos hurgando entre mis piernas y sus ojos perdidos tratando de poseerme sentí miedo, pero me dejé vencer. Su boca de niño me besaba los senos y sus brazos fuertes me oprimían la espalda con furia. Sí, tenía la cara manchada de sangre. Yo también vi mi rostro reflejado en sus ojos que eran como dos pozos de sangre y dejé que me tomara con todas sus ganas. Desde entonces ya nunca volví a pensar en ti y solo pensé en él y lo que más me gustaba era el olor de la sangre de las cabras de todo su cuerpo y quería sentir sus manos pegajosas de sangre deslizarse entre mis piernas y sentir sus ojos como charcos de sangre sobre mi frente para ver mi cara reflejada en ellos…”

 

“Has venido a derramar más sangre a Sila. Ya nadie te perdonará. Vuelve a Ubero, hijo, a pagar por el crimen que has cometido. Has vuelto a Sila para hablar con los muertos y no nos has entendido porque tu alma está llena de sangre, de la sangre de Benito Paredes a quien asesinaste a mansalva en Ubero, y de la sangre de Leoncio Santibáñez, y esa sangre se te arremolina en las orejas y no te deja oír lo que hablan los muertos. Vuelve a Ubero para que aprendas a hablar con nosotros. Vuelve antes de que sea demasiado tarde…”

 

“¡Qué negra está la poza! Parece el cuerpo de Bibiana, negro, desnudo, tendido a mi lado como si estuviera muerta, atrayéndome con sus caricias de bestia, clavándome las uñas en la espalda y mordiéndome los labios y los hombros hasta sacarme sangre. Hermana, ya ni tu recuerdo puede alejar la serpiente de mi lado. Ahora la tengo enrollada en el corazón y nada puedo hacer por el perdón de mis pecados. ¡Qué negra está la poza, Bibiana…!”

 

“Ahora ya lo sabes, Paulino. No he vuelto a pensar en ti hasta hoy que has vuelto a Sila dejando un rastro de sangre. Vuelve a Ubero; paga por tus pecados como nosotros pagamos por los nuestros. Nada tienes que hacer aquí. Nada te pertenece, ni mi recuerdo…”

 

–¡VIVA CRISTO REY Y CASIMIRO GABALDÓN TAMBIÉN!

 

–¡Figúrate nomás, Leoncio! Apenas nos dio tiempo a unos cuantos de salir de Sila. Casi todas las mujeres se quedaron, entre ellas Martina, la madre de Paulino, pues los hombres no quisieron cargar con ellas viendo que era la ocasión de deshacerse de ellas. Llegaron de pronto gritando quesque viva Cristo y como en Sila no había cura por aquel entonces dijeron quesque no había religión y empezaron a tronarse a todas las viejas y a los hombres les cortaban las orejas y luego lo demás y después se los llevaron al rastro y allí los mataron a todos. A uno le dieron un machetazo en la barriga que se le salieron las tripas y las anduvo arrastrando por todo el pueblo hasta que uno de los hombres de Casimiro Gabaldón lo lazó y se lo llevó arrastrando hasta el llano donde lo remató con el caballo. A los tres días se fueron, según pensamos en Talama, pero nadie quiso volver a Sila. Asegún dicen no dejaron a nadie vivo… ¡Figúrate nomás, Leoncio!

 

“Veo tu rostro, Bibiana, manchado de sangre, pero no entiendo tus palabras. Quiero verme en tus ojos, pero no me reflejan. Hace frío, Bibiana, quiero cobijarme con tu cuerpo ultrajado, pero no puedo asirlo porque está hecho de sombras…”

 

“Mi cuerpo ya no es de nadie, Paulino. Aquella noche me llevaron desnuda hasta el rastro; tu madre iba a mi lado. Ella lo vio todo. Allí tendida entre las cabras muertas, todos ellos… y luego la muerte, lenta y cálida como el placer…”

 

“No te alejes, Bibiana. He venido a Sila para encontrarte…”

 

“Paulino, hijo, es demasiado tarde. Tu recuerdo se ha perdido en el camino de Ajol. No eres más que una sombra llena de sangre. Nada te pertenece… ni tu muerte.”

 

“¡Madre! ¡Madre…!” ~

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(ciudad de México, 1932-2006), ensayista, narrador, poeta y traductor, es un clásico de las letras mexicanas del siglo XX.


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