El público invasor

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Con harta frecuencia, en los partidos de futbol algún fanático borracho salta del graderío para saludar a sus ídolos o insultar al árbitro y canjea una gloria efímera por dos noches en la cárcel. Las corretizas de esos “espontáneos”, como se les llama en la jerga taurina, forman parte ya del espectáculo deportivo y quizá mucha gente las vea con regocijo, porque el afán protagónico del público es uno de los rasgos definitorios de nuestra época. Los estadios tienen alambrados y vigilancia policiaca pero en el ciberespacio no hay barreras para los espontáneos. De hecho, varias plataformas de internet explotan con éxito la obsesión de acceder, aunque sea por medio minuto, el mundo encantado de los famosos. Las redes sociales han dado un golpe mortal a una aristocracia en vías de extinción: la de los figurones que monopolizaban los medios de comunicación masiva cuando eran un club de acceso muy restringido. El lema de YouTube: Broadcast yourself, ofrece a cualquiera la oportunidad de difundir videos con un público potencial de millones de espectadores (así conquistó el estrellato Justin Bieber), pero, en los hechos, solo un puñado de internautas consigue un lugar visible en la marquesina. La proliferación de protagonistas sin público ha enconado a extremos patéticos la lucha por la aprobación colectiva.

Hace unos meses, el director teatral David Gaitán montó en el Teatro de las Artes una estupenda adaptación del Enemigo del pueblo de Ibsen, donde subrayó el carácter premonitorio de ese texto clásico, en el que una comunidad equivocada y mezquina decreta la muerte civil del doctor Stockman, un prominente médico y bacteriólogo que se enfrenta a una asamblea popular encolerizada y a su propia familia por denunciar que las aguas del balneario del pueblo, su principal fuente de ingresos, están contaminadas y pueden matar a los bañistas. Prototipo del genio cascarrabias, Stockman no tiene pelos en la lengua para expresar cuánto desprecia la opinión colectiva, y a Gaitán se le ocurrió proponer un juego interactivo al auditorio: invitarlo a expresar su rechazo a las opiniones del doctor disparando pompas de jabón con pistolitas previamente colocadas en los respaldos de las butacas. Como Stockman es misántropo y misógino, gran parte del público estuvo lanzando burbujas durante toda la representación. Pero cuando la asamblea popular decreta su expulsión, el aparente villano de la obra adquiere una estatura moral inesperada. El monólogo final de Stockman, actualizado por Gaitán, fustiga a los lanzadores de burbujas haciéndoles ver que la verdad a menudo contraviene y enfurece a las mayorías: un cubetazo de agua helada para los buscadores de likes que se desviven por obtener un prestigio diametralmente opuesto al del doctor Stockman.

En las versiones online de periódicos y revistas, mucho más leídas que los impresos, sucede hoy en día un fenómeno similar al que Gaitán ilustró en su espectáculo teatral, pero ahí las burbujas son los mensajes que el público escribe en la sección de comentarios. Entre ellos predominan las intervenciones de gente que no aspira a tener razón, sino a obtener consensos, algo bastante fácil de lograr cuando un escritor busca, precisamente, nadar contra la marea o demoler dogmas con aceptación unánime. Los grandes caudillos intelectuales del pasado reciente (Ortega y Gasset, Sartre, Paz) quizá no habrían permitido que sus artículos se difundieran en la red, donde un público respondón se complace en añadir apostillas irrespetuosas a cualquier texto. Hasta cierto punto esos grafitis quedan integrados a la obra de un escritor y quién sabe si los semiólogos del futuro no los considerarán parte de un todo, pues ya existen corrientes de análisis literario, como la teoría de la recepción, centradas en los efectos de una obra sobre sus lectores. Los escritores del siglo XXI aceptamos ese riesgo con espíritu deportivo, pero a veces uno desearía que el público invasor, en vez de esmerarse por ser aceptado, tuviera más valor para sostener opiniones impopulares. Hay tanta gente dedicada a cosechar palomeos con el linchamiento de herejes, que deberían agradecer el surgimiento de villanos como Nicolás Alvarado, Christopher Domínguez Michael o la maternal enemiga de la gordura juchiteca. Si no fuera por ellos, ¿quién les daría pretexto para saltar a la cancha? ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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