El agua grande

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El río está dentro de nosotros…

T. S. Eliot

El agua grande fue escrita en el año 2000, cuando trabajaba en Nueva York. La fui redactando a partir de notas manuscritas que llevaba de México. Por diferentes razones, al principio de mi estancia en Nueva York pasaba mucho tiempo solo. Los fines de semana nada más usaba la voz para pedir mi comida a los meseros. Soy razonablemente sociable y platicador y me consolé de mi involuntario voto de silencio dándole vueltas, sin prisa, a la novela. Leía en aquellos días con gusto un curioso volumen de Jules Laforgue que había encontrado en una librería de viejo. No tenía ansias y clásicamente podía leer un libro solo para redactar con puntualidad un párrafo, y era feliz. Un día, ya aclimatado en la enorme ciudad, advertí bruscamente que el libro estaba terminado.

Salió como salió, no planeé nada, no hice esquemas –me chocan– ni elaboré escaletas –también me chocan–. Nada más hice correr la pluma y la novela se fue armando al avanzar. Si todo está previsto minuciosamente, escribir cobra algo de cosa obligatoria, obediente, por tanto, y tediosa. Reconozco que el libro puede carecer de lo que se te ocurra, pero tiene, eso sí, una cualidad que apreciamos en las mujeres, los niños y los gatos: tiene ese valor que llamamos vivacidad.

“Viscosidad es una propiedad de los fluidos en movimiento. Si el fluido está quieto, no tiene sentido hablar de viscosidad, pero cuando el fluido se mueve sus moléculas no se desplazan uniformemente, sino en bloques, o placas, y, al fluir, unas placas chocan con otras y, para avanzar, el fluido tiene que cortarlas con esfuerzo. Newton estableció una medida de la viscosidad.” Esto me expuso mi padre, que sabía también del tema: había sido profesor de hidráulica en la universidad.

En esta anotación manuscrita en una libreta está, de algún modo, toda El agua grande.

No recuerdo desde cuándo me había dado por cavilar en el transcurrir, fluyendo. El río, claro, fácil de visualizar, de hecho es una de las imágenes básicas de nuestro repertorio de representaciones obligadas. La vida misma avanza fluyendo de la infancia hacia adelante, y, sin embargo, es difícil de imaginar: ¿puede hallarse una imagen visual de este fluir de la existencia? Prueba. Hay algo ahí que se resiste. Más sencillo, suponía, sería examinar cómo fluye una narración, qué grado de viscosidad tiene, por ejemplo, dado que, después de todo, la narración es un espejo que habitualmente trata de reflejar el correr de la existencia. Este es grosso modo el tema de El agua grande, el transcurrir. En estas indagaciones me identifico a veces con el anónimo discípulo del sabio y tenaz Magistrodontos.

Kierkegaard con su habitual lucidez explica: con frecuencia se usa la metáfora del río para hablar de la vida, la vida corre como un río. Sí, pero hay que advertir una gran diferencia, y es esta: el río ahí está, puedes verlo, recorrerlo, pero la vida no está, no está en ninguna parte, la vida se va haciendo, es invisible, inaprehensible y desaparece flotando en las narraciones del recuerdo.

La novela da comienzo con estas palabras: “En el principio todo estaba confundido, esto es, no se distinguía nada. Y separó Dios la luz de las tinieblas. Detente, has llegado demasiado lejos.” ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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