Ilustración: Jonathan López

Antonio Di Benedetto. La distracción y la ignorancia

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Sorprende, de la obra narrativa de Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986), su vocación por desquiciar las formas sin rituales que organicen la afectación. El suyo es un camino discreto, que apuesta a la coherencia filosófica y a un distanciamiento reflexivo capaz de delatar toda impostura. Hay algo del orden del extrañamiento pertinaz frente al mundo, que se agazapa en la selección lexical y en el fraseo, incluso en esos textos periodísticos que apuestan a una comunicación plena.

Si bien Zama (1956) es una de sus ficciones más conocidas, quizá sea El pentágono. Novela en forma de cuentos la que mejor condensa esa búsqueda. El “libro más misterioso de la literatura argentina” –según Sergio Chejfec–

((Sergio Chejfec, “Prólogo” en Cinco, Buenos Aires, Simurg, 1998.
))

se publicó en Ediciones Doble P, en 1955, aunque fue escrito en la década anterior. Es una novela caótica y laberíntica en donde todas las alternativas argumentales son posibles puesto que los diversos porvenires proliferan y conviven simultáneamente en “una imagen incompleta, pero no falsa, del universo”, en este caso: del universo amoroso.

Segundo movimiento: Atravesado el shock, cualquier lector –se sabe– avanza en la búsqueda de afinidades. De inmediato emerge entonces Rayuela (1963), de Julio Cortázar: en un juego de proyecciones, puede incluso especularse que El pentágono es la “novela de las Figuras”

((La conceptualización pertenece a un ensayo ya clásico de Alain Sicard: “Figura y novela en la obra de Julio Cortázar” en Hommage à Amédée Mas, París, Presses Universitaires de France, 1972, pp. 199-313.
))

que Cortázar busca al gestar Rayuela, pero que no habrá de encontrar hasta 1968 en 62. Modelo para armar.

Hace solo unos años, sospechar tal amorío parecía un sacrilegio: los autores del boom todavía salían peinados en las fotos, con ese gesto adusto y distante de los galanes de la tele que cada tanto bajan del parnaso macho para arrojar dádivas y flores a las fans –entre quienes ha de encontrarse, por supuesto, Di Benedetto: con actitud de cazador de autógrafos o, para el caso es lo mismo, cazador de notas–. Cantidad de fotografías lo muestran cubriendo eventos y festivales internacionales de cine, como un periodista de a pie, sin pretensión de sol pero tampoco afición de satélite.

Siguiendo esa intuición, es posible indagar sobre el vínculo temprano entre ambos escritores, ya que –como se recordará–, antes de ser “Julio Cortázar”, cuando apenas aspiraba a ser “Julio Denis” (seudónimo con el que Cortázar firma sus primerísimos escritos), el (co)autor de Los autonautas en la cosmopista enseñó literatura francesa en la Universidad Nacional de Cuyo. Estamos en 1945: mientras Cortázar, con 31 años, imparte cursos sobre Rimbaud y coquetea con la derecha conservadora que ha intervenido la institución para hacer ingresar a un número interesante de referentes del nacionalismo católico, un Di Benedetto de saludables veintitrés abriles comienza a estudiar bellas artes a la vez que se inicia en el periodismo profesional. Ediliciamente próximos uno del otro, está desde hace años instalada la duda de si se conocieron o no, en la Mendoza de los cuarenta. Mientras que Jaime Correas, en su libro Cortázar, profesor universitario (Aguilar, 2004), lo niega rotundamente, Eduardo Montes-Bradley, en Cortázar sin barba (Sudamericana, 2004), afirma:

Al igual que en Chivilcoy, Cortázar teje en Mendoza una red que incluye los nombres de Ricardo Tudela, Antonio Di Benedetto e Iverna Codina (quien años más tarde ocupó un lugar de importancia en la dirección de Casa de las Américas en La Habana junto a Haydée Santamaría). El hilo de saliva alcanza también a Carlos Alonso, Luis Quesada y el arquitecto Manolo Civit. El paso por Mendoza le valió a Cortázar algunas relaciones estratégicas que le vendrán como tela a la araña cuando les llegue el turno a Buenos Aires y París.

Tercer movimiento: Si bien es cierto que el dadaísmo ya se había propuesto abiertamente dinamitar la forma en el arte –empresa que habría sido continuada por el surrealismo–, a fines de los cuarenta comienzan a materializarse ciertas preocupaciones estéticas comunes ante la disyuntiva fondo/forma que, poco más de una década después, habrán de explicar el sorpresivo boom que provocó la edición argentina de Rayuela, al alcanzar con una rapidez inusitada altísimos niveles de venta en todo el ámbito hispano y, a la vez, satisfacer de manera casi ejemplar el horizonte de expectativas del público de esos años.

((Cfr. Graciela Montaldo, “Contextos de producción” y “Destinos y recepción” en Julio Cortázar. Rayuela, Colección Archivos, Julio Ortega y Saúl Yurkievich (coordinadores), Madrid, 1999, pp. 583-600.
))

Al igual que Rayuela, El pentágono presenta, desde su título, la posibilidad de leer desordenadamente las piezas; en un libro de relatos no hay secuencia posible que lleve a una totalización.

Según se anuncia en la “Introducción”, los relatos que componen la novela de Di Benedetto encuentran su punto de unión en el personaje que obsesivamente los crea y recrea (de acuerdo a las “Épocas”) a modo de variaciones sobre un tema clásico, el triángulo amoroso. De este modo, la esquematización pentagonal resulta de la articulación de los cuentos en torno al dibujo de dos triángulos que, compartiendo un mismo vértice (el yo narrador), trazan a su vez relación entre los dos rivales (Rolando y Orlando). En medio de esta engañosa simetría se encuentran las mujeres (Laura, la amada imposible, y Barbarita, la esposa infiel) y, en la cúspide, imponiendo su mayestática presencia: el Yo. En su aparente latencia, otro triángulo imaginario –el edípico– define tanto la infracción culposa como la compulsión a la repetición en esta geometría de pasiones.

Con su fuga hacia el absurdo y lo fantástico, El pentágono desestabiliza los fundamentos psicológicos y sociológicos de la novela tradicional y logra lo que en el texto de Cortázar no dejará de ser mero proyecto. Recién en 62. Modelo para armar, a través del desdoblamiento y de la creación de “Mi paredro” –esa especie de “compadre” o “baby sitter” de lo excepcional–, la narración cortazariana puede finalmente abandonar todo resto de omnisciencia y ofrecer una alternativa estética propia que suponga y continúe los logros de las dos primeras novelas de Antonio Di Benedetto.

Julio Premat tiene razón: la infracción matrimonial, tematizada repetidamente en los relatos de El pentágono, motiva y origina la infracción estética, la insatisfacción ante la forma canónica.

Cuarto movimiento: Gracias a la lectura del primer tomo de sus Cartas,

((Julio Cortázar, Cartas 1937-1963, edición de Aurora Bernárdez, Buenos Aires, Alfaguara, 2000.
))

sabemos que cuando Cortázar se instala nuevamente en Buenos Aires, en el año 1946, redefine desde otro lugar su relación con Mendoza y con los mendocinos: se deshace de todo tipo de formulismos de escritura, libera en las cartas a Sergio Sergi al futuro “cronopio juguetón”, se encuentra con estudiantes y amigos que le traen noticias cuyanas, planea vacaciones en la montaña y, por supuesto, recibe los libros que allí se editan. En una de esas cartas a Sergi (fechada en Buenos Aires, el 4 de diciembre de 1946) dice: “He recibido ayer un libro de poemas de Calí. Aún no he tenido tiempo de abrirlo, pero lo leeré con gusto el fin de semana, a esas horas de la siesta donde la poesía entra en uno más intensamente.”

Américo Calí, maestro de escuela y primer editor de Di Benedetto, fue un referente ineludible en su formación y un vínculo que se prolongó hasta la madurez. Sabemos asimismo que Calí, editor de la revista Égloga, fue quien publicó en enero de 1945 el cuento “Estación de la mano” de Julio Cortázar. Por consiguiente, si luego le envía a Buenos Aires su libro Laurel del estío no es arriesgado suponer que los artículos y reseñas críticas de Cortázar fueran también conocidos por Calí, por Sergio Sergi, por Di Benedetto y por todos aquellos mendocinos que lo consideraran su joven aliado en la gran ciudad, al que también podían enviarle sus publicaciones.

Por sobre las objeciones, podemos al menos ponernos de acuerdo en una cosa: Julio Cortázar no era un escritor que ostentara con gala remanida deficiencias de lectura. Nada de eso. Lo suyo era el jazz, surfear con comodidad entre al menos tres idiomas y una decena de ciudades europeas. En fin: era un hombre de mundo muy bien informado que jamás cantó al primitivismo y que conocía sobradamente los placeres del buen sibarita. Sorprende, por lo tanto, la lectura del pequeño prólogo que, junto a otras dos cartas –una de Borges y otra de Manuel Mujica Láinez–, antecede la antología de relatos Caballo en el salitral, publicada en España por Bruguera en el año 1981. Dice Cortázar:

De Antonio Di Benedetto solo conocía una novela, Zama, que precede por muchos años a “Aballay”; el recuerdo de esa lectura coincide con lo que acabo de sentir frente a esa historia de un estilita pampeano que cambia las columnas legendarias de la Tebaida por caballos criollos de los que se niega a desmontar mientras no se sepa lavado de una culpa, de una muerte.

Ese sentimiento es el del anacronismo, pero la palabra no debe ser entendida con la carga de negatividad que casi siempre tiene en materia literaria […] Pienso en esos raros y preciosos autores para quienes la imaginación se da por decirlo así hacia atrás en el tiempo; me acuerdo, claro, del Vathek de Beckford, y sobre todo de los relatos de Karen Blixen, que también fue Isak Dinesen como para insinuar con el doble nombre esa metempsicosis al revés, esa reinstalación tan natural y perfecta en un tiempo dejado atrás por la historia y por la literatura –su reflejo, su vitral.

Quinto movimiento: Un escritor trabaja con la palabra, con palabras y matices. No es lo mismo decir, por ejemplo, “el autor de Zama” –si es que uno considera esa novela de capital importancia dentro de la obra– que decir que “solo se ha leído Zama” para luego referirse a su autor como un “raro y precioso” espécimen a la altura de Isak Dinesen o de Beckford.

((En Salvo el crepúsculo (1984), de Julio Cortázar, hay otra notable referencia a Zama: “más el deseo subrepticio de releer Tristram Shandy, / Zama, La vida breve, El Quijote, Sandokán, / y escuchar otra vez todo Mahler o Delius”.
))

Algo hace ruido en este prólogo que quiere ser florido pero que empieza acaso con una descortesía: no es apropiado que un “escritor famoso” –como lo era en los ochenta Cortázar– presente a un “sin nombre” –como lo era en los ochenta y en el exilio Di Benedetto– diciendo que no conoce su obra. Por mucho candor que exude el amigo Julio, la fineza intelectual que esgrime en sus ensayos nos alienta a creer que sabía más que nadie que –Marx, Nietzsche y Freud mediante– vivimos en la “era de la sospecha”. En verdad, ¿solo ha leído Zama? ¿Por qué no conoce el resto de su obra? ¿Cuándo llegó ese libro a sus manos? Son preguntas que hasta el más elemental lector de novelas policiacas puede hacerse.

Pero hay más: en carta a su amigo Eduardo A. Castagnino (fechada en París, el 9 de mayo de 1957) Cortázar le anuncia un próximo viaje a Buenos Aires para fines de agosto, le asegura además que se quedará dos meses: “Allá hablaremos y me darás una lista de lo que vale la pena comprar y leer; estoy lamentablemente desconectado de la literatura argentina […] Vos me aconsejarás sobre libros.” Según puede observarse en el primer volumen de las Cartas (que se inaugura precisamente con una a Castagnino, fechada en Bolívar en 1937), esta amistad se mantiene por más de dos décadas y así la define el mismo Cortázar: “Vos sos un poco mi testigo, mi doble que ha quedado en la Argentina, y que mira y juzga por mí, creo que en otra forma eso se llama confianza y amistad.”

¿Qué libros, qué autores estaban en esa lista? ¿Es posible que Castagnino no haya registrado la publicación de El pentágono y de Zama? Lo cierto es que el epistolario lo muestra como un interlocutor demasiado culto e inteligente para que se le hubiera escapado, por ejemplo, la elogiosa reseña sobre Zama que aparece publicada en el diario La Razón, en diciembre de 1956, firmada nada menos que por Antonio Pagés Larraya. Pero supongamos que Di Benedetto no estaba en esa lista y supongamos también que Cortázar llega a Buenos Aires después de estar seis años afuera dispuesto a beber con avidez las novedades culturales del medio. Es pertinente creer que recorre librerías, que va al cine, al teatro, que compra revistas… Hay una cuyo nombre puede haber sido atractivo para este escritor novel, se llama Ficción, dentro de las novedades hay una reseña de Francisco Solero:

Así como Inglaterra es Shakespeare, y España Cervantes, y Alemania Goethe, así, de igual manera, algún día, la Argentina será dos o tres nombres que ahora apenas balbuceamos o que quizá aún no han advenido. Mas en la enumeración de esa fluencia imaginativa, creadora y potente, habrá un nódulo de difícil olvido: Zama.

((Francisco Solero, “Zama” en Ficción, n. 8, Buenos Aires, julio-agosto de 1957, pp. 143-145.
))

Para alguien tan confiado como Cortázar en su destino de gloria, alguien que desde la primera carta borroneada a los veinte años incita a su interlocutor a que la guarde en aras de la posteridad, encontrar esta reseña tiene que haberle causado –al menos– un pálido cosquilleo. Recordemos que, para entonces, Cortázar intentaba dar con una novela y que, recién en 1960, logrará que Sudamericana le publique Los premios. Cuesta creer, en suma, que durante esa estadía en Buenos Aires, Cortázar no se haya topado con Zama y con El pentágono, publicadas por Di Benedetto en 1956 y 1955, respectivamente.

No se trata aquí de leer El pentágono como el esbozo germinal de lo que Rayuela no fue. Se trata de plantear relaciones impertinentes, hacer preguntas incómodas a los textos. Se intenta, más bien, quebrar el cerco crítico que supone abordar a los autores como islas autoformadas en un hedonismo solipsista y observar las condiciones de posibilidad y de lectura que asisten a los libros y que determinan –según las épocas– su felicidad o su tormento.

Remate: De las cinco novelas publicadas por Di Benedetto, El pentágono es su libro más extraño y menos leído. Incluso hoy, cuando su “trilogía de la espera” ha sido reunida en un mismo volumen, este texto incómodo y experimental viene a recordarnos la voluntad vanguardista que rige esta escritura. En 1974, Di Benedetto lo reedita bajo el título Annabella (Ediciones Orión), con algunos ajustes mínimos y agregando, a modo de prólogo, datos sobre su gestación:

Decididamente, este no es un libro nuevo. Puede serlo, sí, para muchos lectores, porque en su vida anterior, cuando se llamaba El pentágono, apenas se lo conoció […] Transcurría la década del cuarenta y, saturado de novela tradicional –sin negarla, antes bien, deslumbrado y apasionado por sus exponentes clásicos–, cometí el atrevimiento, en grado de tentativa, de contar de otra manera. Por lo cual provoqué esta novela en forma de cuentos. Parece que desconocidos colegas, de idiomas diferentes, pobladores de conti- nentes diversos, cada uno a oscuras del propósito y los trabajos de los demás, perseguíamos otras estructuras narrativas, asumíamos ciertas libertades formales, procurábamos experimentar e inventar o, al menos, hacer nuestro camino.

((El destacado –“contar de otra manera”– es de Di Benedetto. En 2005 editorial Adriana Hidalgo reedita El pentágono en su versión original. Esta es la única reedición que ha encontrado el texto.
))

Un año antes, a comienzos de marzo de 1973, cuando Cortázar llega casi de incógnito a Mendoza, se encuentra con el autor de Zama en la casa de la crítica Lida Aronne de Amestoy. En la reciente edición de los Escritos periodísticos 1943-1986 (Adriana Hidalgo, 2016), Liliana Reales recupera el artículo que Antonio Di Benedetto publicara entonces en el diario Los Andes, siendo él mismo director, bajo el título “Julio Cortázar: ‘Mendoza, puerta de mi casa’ ” (11 de marzo de 1973). La crónica del encuentro es de una maestría exquisita: cuatro páginas puestas al servicio del lector a fin de reportar que, “sencillamente, Julio Cortázar está entre nosotros”. Allí está Di Benedetto todo: “Habla con naturalidad, sin esfuerzo de expresión, de un modo habitual. Aunque pecha, sin proponérselo, las sugestiones.” En el mismo volumen, se recoge otro artículo publicado en el diario La Prensa, el 11 de marzo de 1984, con el título “Última entrevista con Julio Cortázar”, que confirma finalmente la sospecha. Es un texto extraño articulado en tercera persona, donde Di Benedetto se llama a sí mismo el “cronista”, el “periodista”, el “redactor” reservando el mote de “autor” para el escritor recientemente fallecido. Con todo, en esa última entrevista se encarga de dejar asentado que se conocieron en Mendoza, cuando Cortázar era profesor en la Universidad Nacional de Cuyo.

Los cuarenta son, en efecto, los años en los que se sella el tenor de una apuesta que no cesa de interpelarnos: ¿Qué es el éxito en literatura? ¿Qué es la luz, la refracción y la sombra? En la recepción contrapuesta entre El pentágono –la obra que “apenas se conoció”– y Rayuela –“una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”, como Cortázar mismo dijo– quedan expuestos los veleidosos mecanismos que operan entre los éxitos de ventas y las obras que permanecen en la sombra.

Con todo, como para que mensuremos el verdadero goce de las pasiones bajas, en la portada del ejemplar de Zama que Di Benedetto le regala a Cortázar en su visita a Mendoza, en el año 1973, le estampa la siguiente dedicatoria:

Julio:

Cortázar enseñó en Mendoza. Me distraje o fui ignorante. Lo encontré con admiración en sus cuentos. Pero a esa cercanía ya correspondía una lejanía. Ha vuelto y anoche estuvo en Godoy Cruz. Anoche hablé con Cortázar.

Ahora, con estas letras impresas, persevero en el diálogo amistosamente.

Antonio ~

((El libro se encuentra en la Biblioteca Cortázar, que guarda la Fundación Juan March, en Madrid. Debo su descubrimiento a Jaime Correas.
))

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es autora, entre otros libros, de la novela Episodios de cacería (Santiago Arcos, 2015) y se encargó
de la edición de El pentágono, de Di Benedetto, en Adriana Hidalgo Editora (2005).


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