Retrete

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Era domingo y Jordan Marcus estaba viendo por la ventana de su departamento en el sexto piso del edificio en la esquina de Fuller y la Calle 15. Sonó el teléfono. Estaba en camiseta, acodado sobre el pretil, a la espera de una brisa que el Potómac no iba a conceder hasta el otoño y revisando metódicamente la serie de ventanas del edificio al otro lado de la calle. Con los años y a fuerza de paciencia había podido entrever en sus umbrales escenas livianas, como de pájaros. En el cuarto piso la vieja insomne de siempre tomaba el primer sol de pechos, los ojos calcinados desde quién sabe hacía cuánto tras unos lentes como fondo de botella. En diagonal hacia abajo, a la izquierda, un gordo remojaba un pan en una taza de café, las tetas escapándosele por los tirantes de la camiseta sin mangas. El resto de los departamentos seguían o en penumbra o con las persianas abajo.
     La voz de la mujer le llegó deformada por las tajadas con que el ventilador removía el aire caliente en su nuca. Es para ti, le dijo. Qué. El teléfono. Qué teléfono. El teléfono, te hablan para una emergencia. Marcus se levantó de su silla lentamente, aprovechó el ángulo que le ofrecía estar de pie para lanzar una última mirada a las ventanas y se internó en el departamento. Caminó por el pasillo pintado de azul cielo por él mismo durante alguno de los feroces brotes de perfeccionamiento que cada tanto lo impelían a tener una vida más digna. No entró en la cocina aunque ahí se encontraba la extensión desde la que había respondido la mujer: el auricular había acumulado tanta grasa que en épocas de calor se resbalaba entre los dedos. En la sala —verde, pintada en un exabrupto anterior— se dejó caer en el sillón con el mismo suspiro con el que se sentaba todos los días ante la tele después de ver correrse la última cortina del edificio de enfrente. Se limpió el sudor de la cara con el faldón de la camiseta y levantó el auricular. ¿Hola? La respuesta quedó ahogada por el ruido del tocino en la sartén. Un momento por favor, dijo, y tapando el micrófono le gritó a la mujer que colgara, que ya había contestado. Esperó a que se aclarara la línea para volver a preguntar qué se ofrecía. Una voz con acento y comedimiento hispanos le dijo que lo molestaba tan temprano porque se había fundido una instalación y había que arreglarla antes de las ocho de la mañana; le llamaba a él porque se lo habían recomendado y porque le habían dicho que vivía cerca del restorán: había que resolver el problema antes de que llegaran los primeros clientes. Qué restorán, preguntó Marcus. Guadalupe’s, en la calle 13 y Harvard, me dijeron que no está retirado de su casa. A tres cuadras, respondió. Pidió un momento para ir a revisar las órdenes del día y se quedó tal como estaba, sentado en el sofá, con el auricular silenciado en la barriga. Se rascó la barba mal afeitada con la mano que le quedaba libre y pensó en los pájaros del edificio de enfrente. Voy a tener que cancelar una cita que tengo a las ocho y media, dijo cuando consideró que había pasado un tiempo razonable.
     En la cocina, la mujer estaba poniendo a freír los huevos. Me tengo que ir corriendo, lanzó Marcus mientras se servía un café; hay una emergencia. Ella volteó a verlo desde el fogón: dejó la espátula sobre la estufa y metió las manos en los bolsillos de su bata de toalla rosa: no lo había visto con prisa en los cuatro o cinco meses que llevaban viviendo juntos.
     Se comió el desayuno de pie y echó los platos con estrépito al fregadero. Volvió a la habitación y sacó sus overoles de un clóset con los tablones zafados. Olían a moho. Levantó del suelo los calcetines del día anterior y se sentó a ponérselos junto a la ventana. Buscó una cortina recién descorrida entre uno y otro y antes y después de meterse el mono. Se puso las botas apretando con cuidado cada vuelta del lazo. Estaba en la segunda cuando algo se movió en el edificio al otro lado de la calle. Un pájaro, pensó, y se quedó congelado, viendo, hasta que fue seguro que no se iba a levantar la persiana. Se detuvo en el pasillo para sacar del clóset de blancos la caja de herramientas, sepultada entre paquetes envueltos en bolsas de polietileno. Salía sin despedirse cuando la mujer le tomó del brazo. ¿Y ahora? le dijo. Qué. ¿Por qué la prisa? Es una emergencia. Y desde cuándo aceptas trabajos de emergencia, ¿no te alcanza con lo que yo traigo a la casa? Es que nunca he estado en Guadalupe’s, y dio un portazo.
     Marcus pasó con decisión el umbral de la puerta de su edificio y reculó al virar hacia el norte. Juntó fuerzas saludando a los vecinos que destilaban pudrición platicando en las jardineras desde la noche anterior. Había dejado de cruzar la calle de Fuller desde que los hispanos comenzaron a instalarse en la parte septentrional del barrio. Para caminar al metro bajaba una cuadra hacia el sur y la volvía a subir por la calle 12, tierra de nadie. También cambió de supermercado: iba a uno distante, en el que la fruta no era monstruosa.
     Los primeros en llegar habían sido marielitos alumbrados por el glamour de los noticieros; hubo algo de romántico en la transformación de los olores de la calle. Luego vinieron los dominicanos, los salvadoreños, los ecuatorianos y los peruanos. En los últimos años llegaron mexicanos: el gemelo siniestro.
     Le dio la mano al más sucio de sus vecinos y se lanzó calle arriba. Cruzó sin ver y pasó el edificio de enfrente tan rápido como pudo, la mirada en el suelo de los que no quieren ser reconocidos. No había nadie sentado en el portal. Podía ser el calor que en agosto derrite el hule de las suelas o el recuerdo de los pájaros tras los umbrales, pero se sentía contenido por más que apretaba el paso, como cuando siendo niño se le hacía tarde y tenía que cortar camino por los callejones lodosos para evitar los rigores de la vara del pastor; era la oveja descarriada, el tercero y el único que salió mal de los hijos de un ministro bautista. Mientras aceleraba el paso, todavía en dirección al norte, pensó que había algo del diálogo de los pichones en la lengua pobre de consonantes que se hablaba más allá de Fuller. Alcanzó la calle de Harvard ya sin aliento. Viró a la derecha y la encontró desconocida. En otra vida, anterior a la cárcel y los marielitos, había tenido una novia formal que vivía en una de las casas de piedra de la acera izquierda. No podía recordar exactamente cuál, era la época evanescente en que el pastor todavía pensaba que podía reformarse. No tuvo que avanzar mucho para identificar en la distancia el letrero de Guadalupe’s. Hizo el último trecho casi corriendo, la caja de herramientas rebotando en el costado de su rodilla.
     No es que Marcus hubiera salido precisamente mal, o no del todo; más bien nunca pudo levantarse hasta las expectativas del pastor y había sucumbido temprano a la noción de que cualquier debilidad es toda la debilidad. Nadie fue nunca a visitarlo durante los cuatro años de su primer ingreso penal, aun así pasaba el tiempo pensando en su vuelta a casa, la dignidad restablecida por su representación del papel de hijo pródigo. Lo dejaron salir un viernes helado de febrero. Pasó dos noches en un hotel para duplicar el dramatismo de su reincorporación al mundo entrando al templo durante el oficio de su padre. Se endeudó más de lo propio en su situación para conseguir un traje azul que fuera señal de su renacimiento. El primer domingo de su libertad llegó adelantado a la iglesia y se ocultó en un café para dar tiempo a toda la parroquia de presenciar su retorno. Estaban en los cantos preliminares cuando partió la nave a paso humillado entre el rumor de los asistentes. Se fue a sentar solo a dos o tres hileras del altar, en la fila de bancas opuesta a la que ocupaban su madre, sus hermanos, las cuñadas, los sobrinos mayores y los que habían llegado en su ausencia. Uno de los asistentes del oficio fue el encargado de sacarlo a la calle antes de que el ministro saliera a predicar en el podio.
     La entrada principal de Guadalupe’s estaba todavía cerrada, por lo que Marcus siguió hasta la de servicio y tocó con fuerza. Ya estaba bañado en sudor y todavía ni siquiera comenzaba a trabajar. Debía hacer cuando menos un año desde su último exabrupto de perfección, porque se recordaba pintando su cuarto de amarillo canario bajo un calor igualmente inclemente. Aquel día volvió a su departamento con la lata de pintura y despertó a palos a la jovencita que estaba regenteando. La echó en un santiamén con todas sus cosas. Luego limpió los rincones, purgó el clóset, juntó los muebles en el centro de la habitación y los tapó con una sábana. Terminó rápido con las cuatro paredes y pensó que podría seguir con la cocina, pero prefirió sacar una silla de debajo de la sábana y sentarse a buscar pájaros en el edificio de enfrente en lo que se secaba la primera mano. El dormitorio quedó impecable para media tarde —piso trapeado, muebles sacudidos, ventana limpia— pero ya no juntó fuerzas para seguir adelante. Toda la satisfacción que necesitaba estaba en ver la suciedad de los vecinos desde un umbral aséptico. Llamó al contratista para avisarle que estaba listo para tomar de nuevo trabajos de electricidad.
     Aunque no tenía reloj, sabía por la inclinación del sol que ya no era tan temprano, así que golpeó con más fuerza. La puerta se abrió violentamente. Una mujer joven —huesos ligeros, hombros diminutos, brazos y piernas delgadas y correosas— le dijo algo en español, mirándolo desde un sitio en que se confundían la sorpresa y el espanto. Marcus pensó que la podría alzar en vilo con una sola mano y dijo en inglés que venía a arreglar la instalación eléctrica. Ella le respondió que pasara, que su marido volvía pronto. Se acarició la barba mal afeitada, se mordió el labio inferior y cruzó la puerta con resolución profesional.
     Adentro había una penumbra nueva que lo confundía todo. Una agitación silenciosa sacudía el aire: algo se movía entre los muebles. La mujer notó su desconcierto. Son los niños, le explicó antes de gritarles algo amenazante. Se perdieron rumbo a una escalera instantáneamente; sólo alcanzó a ver bien al último, como de diez años, descalzo, en pantalones cortos, sin camiseta, un torso largo y escurridizo al que le habían quitado las plumas. La mujer volvió a graznarles algo y respondieron con risas en una habitación lejana. Luego lo condujo hasta el salón y le señaló la caja de fusibles. Las cocineras, le dijo, llegan a las ocho y media, a ver si puede arreglar el problema para entonces; voy a estar arriba si me necesita.
     El restorán se parecía a lo que la televisión decía que era México: ventanales, colorines, mesas disparejas. La relativa familiaridad del ambiente le permitió concentrarse en el trabajo. Desmontó la caja de fusibles y revisó las líneas. Encontró sin problemas el sóquet que estaba haciendo corto. Aisló la zona, repuso las piezas quemadas, renovó el cableado y limpió las cerámicas con la mayor calma. Cada tanto volteaba hacia la puerta que comunicaba al salón y la casa, con la esperanza de avistar un pájaro, cualquiera.
     Como el dueño del restorán no volvía y no había nadie que lo vigilara, dejó abierta la caja para poder cobrar la segunda hora de servicio. Recogió la herramienta, caminó entre las mesas, se asomó por las ventanas, miró detenidamente al interior de la cocina vacía por el ojo de buey de la puerta; se dijo que de haber sabido que el trabajo iba a estar tan fácil hubiera comprado un periódico para tener con qué entretenerse. Al final se sentó a dormitar en una mesa junto al baño, de cara al umbral por el que se podía asomar un pájaro. Eso mismo, pensó, estaría haciendo en casa.
     Estaba a punto de quedarse dormido cuando escuchó una voz debilísima que llamaba con cierta insistencia desde el baño del restorán. Se levantó y entreabrió la puerta para colar una oreja de modo que pudiera escuchar sin ver el interior. Confirmó que la voz se dirigía a él, en español. Se le crispó la espina y se multiplicaron los sudores. ¿Sí? preguntó en inglés. La voz le volvió a responder algo ininteligible. Entonces se asomó, el corazón en la boca, y supo que lo llamaban desde el interior del retrete, protegido por un postigo cerrado. La voz, trémula, podría haber pertenecido a cualquier criatura excepto un hombre, un niño probablemente. ¿Sí?, volvió a preguntar. No entendió la respuesta, que esta vez le pareció dicha por una mujer muy joven; ni siquiera supo si había sido enunciada en su lengua porque estaba pensando que el resto de la parvada estaba casa adentro, lejos, y él solo en el umbral de la gloria. Tocó la lámina de la portezuela con las yemas de los dedos de la mano izquierda y la sintió ceder: no tenía corrido el cerrojo. Tragó saliva, y preguntó de nuevo qué se ofrecía. La voz, acaso de una vieja, repitió en inglés que servilletas. Salió, tomó un puño de toallas desechables del mostrador y volvió a entrar. Se afirmó con la mano izquierda en la parte de arriba del postigo —vio las gotas de su propio sudor escurrir por la hoja— y dijo: Aquí las tengo. La voz respondió que gracias, que si se las podía pasar. Todavía indeciso recargó la frente en su antebrazo. Un momento después, con los ojos cerrados, elevó el puño de papeles por arriba con la mano que le quedaba libre. Sintió que se los arrebataban con premura. Dijo: De nada, y se dio la media vuelta. Cerró la caja de fusibles tan pronto como pudo, agarró sus cosas y dejó el salón. Antes de salir del edificio le gritó a los pájaros que volvía más tarde a cobrar.
     Encontró consuelo en el sol brutal que ya lo aplanaba todo en la calle de Harvard. Pensó que con el dinero que iba a cobrar y lo que pudiera arrebatarle a su puta antes de correrla se podría comprar un traje nuevo y tres latas de pintura blanca que le alcanzaran para renovar todo el departamento. ~

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