Fábricas del sinsentido

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No es fácil ser conservador, se quejaba Roger Scruton en un artículo de hace un par de años en The Guardian. El conservador carga la fama de estúpido que le colgó alguna vez John Stuart Mill. Los conservadores, aceptaba Scruton, no estamos acostumbrados a pensar mucho. Pero no por las razones que imaginaba Mill, sino porque estamos convencidos de que el buen gobierno no debe ajustarse a una elaborada y compleja teoría de la justicia o de la igualdad sino que ha de acomodarse a la circunstancia. Para un conservador la política supone, ante todo, adhesión a la comunidad, a la historia, a la identidad. Como Burke, Scruton no defiende la quietud sino la adaptación, la reforma. En todo caso, ve la abstracción política con enorme sospecha.

Negados para la fantasía utópica, los conservadores del siglo XVIII usaron su inteligencia y su ironía para oponerse a la impecable racionalidad que, a su juicio, rompía el sagrado hilo del tiempo. Burke no atacaba la falta de lógica de los jacobinos sino el exceso de lógica. La nueva izquierda a la que denuncia Roger Scruton en su libro no es ya hija de la Enciclopedia sino su enemiga. De ahí que la acusación principal no sea que la fría mecánica de la razón se desentiende de la historia sino que la nobleza de la causa esconde pura charlatanería.

Desde el título el autor advierte que su libro ha de leerse como una provocación: Tontos, tramposos y agitadores. En realidad no es un libro nuevo sino la reedición de un volumen que publicó hace más de treinta años. La osadía provocó un pequeño revuelo en el mundo intelectual británico y terminó con la carrera académica de Scruton. El hombre de derecha era un enemigo intolerable de las causas nobles y no merecía tribuna en una universidad. Hoy Scruton desempolva ese viejo libro y lo pone en circulación quitando algunos capítulos y agregándole apartados sobre Lacan, Badiou y Žižek.

Cada sección se dedica a la demolición de alguna autoridad de izquierda. Historiadores y economistas, psicólogos, juristas y filósofos han entregado su inteligencia a justificar la crueldad como una necesidad de nuestro tiempo; han querido equiparar los problemas de las democracias liberales con los horrores del totalitarismo; han tratado las creaciones de la cultura como un terreno de guerra; han cerrado los ojos a la realidad concreta para perderse en el culto a la Totalidad. Scruton condena esta liga del engaño que tiene, por cierto, un medio de propaganda a su servicio: The New York Review of Books. Lo hace con una prosa minuciosa, cáustica y, en no pocos momentos, graciosa. Valdría, tal vez, recuperar como muestra este veneno contra Lacan: “Lacan ha sido descrito por Raymond Tallis como ‘el psiquiatra del infierno’, palabras que con justicia caracterizan la práctica de un psicoanalista que podría ver diez clientes en una hora, a veces mientras era atendido por su peluquero, su sastre o su pedicurista, y cuya idea de cura era enseñarle a sus pacientes a hablar, pensar y sentir en el mismo lenguaje paranoico de su doctor.” Si algo alimenta mi esperanza en el futuro de la humanidad, agrega Scruton, es que el prestigio de Lacan se disolverá algún día no demasiado lejano para privar a la humanidad de su demencia.

Es cierto que Scruton no deja de ver el talento de estos hombres a los que llama tontos o cosas peores. Hobsbawm fue un extraordinario historiador, Dworkin era un pensador brillante, Sartre escribió pasajes admirables. Hasta el ilegible Habermas llega a tener ideas interesantes (aunque no sea capaz de expresarlas con claridad). Pero, al colocarlos en el mismo club, los confunde, los falsifica. A pesar de la paciencia con que describe los más enredados párrafos de Lacan o de Habermas, simplifica de modo grotesco sus ideas al considerarlos sirvientes de la tiranía totalitaria. ¿Puede realmente pensarse que Galbraith y Badiou forman parte de la misma tertulia genocida? A fin de cuentas puede decirse que el conservador queda contaminado de la beligerancia de quienes critica. Su argumento es que, al pertenecer todos al mismo culto de la igualdad, son cómplices por igual de las peores atrocidades de nuestro tiempo. Toda política con causa igualitaria recibiría idéntica condena. Invocando alguna misteriosa unidad del mal, imagina a la izquierda como una cofradía de peligrosos farsantes. El conservadurismo de Scruton pierde el sentido de moderación que le es consustancial al temperamento burkeano. El conservador que se radicaliza deja de serlo.

Lo más interesante de la diatriba de Scruton es su reflexión sobre el discurso y el lenguaje. No creo que su argumento sea aplicable a todos los escritores que examina pero vale la pena detenerse en él, aunque no sea del todo original. Ha aparecido una neolengua progresista que, a pesar de presentarse como una sucesión de afirmaciones enfáticas y de hablar en nombre de la ciencia es, en realidad, un hechizo: la victoria de las palabras sobre las cosas, la ilusión de que las frases transfiguran la materia. Así como Jrushchov gritó en las Naciones Unidas: “¡Los enterraremos!”, así proceden quienes se asumen con el monopolio de la virtud e invocan el imperio de la historia. ~

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(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).


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