Los encogidos

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Entre las muchas lecturas que se pueden hacer de la labor de Sócrates —ese personaje de Platón, uno de los mayores poetas y novelistas del mundo griego—, de la labor mayéutica, es la de que no podemos sin faltar a la verdad dejar de ser agradecidos. Sócrates nos muestra, y luego lo han repensado varios hasta llegar a Jaspers, Buber, Ortega y Antonio Machado, que pensar es un acto en el que, como mínimo, intervienen dos: el pensador y su partera, que a su vez no deja de pensar mientras ayuda a la tarea del alumbramiento. Ese mínimo numérico, el dos, implica a los muchos: el movimiento, y a su vez el movimiento es padre de la Historia. A diferencia del pensamiento hindú, los griegos como Platón querían ser sabios entre los hombres, es decir, en la polis, de ahí que no dudara en imaginar una república, y la república es cambio, búsqueda, forcejeo. Entre la república y el conocimiento platónico hay una tensión quizás insalvable. Por un lado, Platón buscaba con denuedo un conocimiento inmutable (lo que luego se llamaría “filosofía perenne”), pero desde los eleáticos a Aristóteles los griegos vivieron enormes cambios sociales y políticos, estéticos, legislativos. Enamorados del cielo fijo de las ideas (Platón), o de la actividad o praxis máxima que es la contemplación (Aristóteles), el caso es que, hijos todos del tiempo, no podían dejar de andar entre la gente, de buscar entre ellos mismos.
     Volviendo al principio: el desagradecido, el que no cree en la gracia ni en el agradecimiento, siente que cuando actúa y piensa lo hace desde el uno, desde sí mismo como pulida mónada o como partícipe de la autocontemplación divina, ese motor inmóvil, el Uno. La necesidad de que la individualidad nos pertenezca por entero es una tentación angustiosa, porque la individualidad, tan necesaria en muchos sentidos, hace agua por todas partes y la única forma de sujetarla es reconocer sus límites dudosos, sus ambiguas fronteras, los elementos extraños entrañados en su subjetividad. Nada, decía Juan GilAlbert haciéndose eco de Michel de Montaigne, como pertenecerse, pero esto es cierto si entendemos que pertenecerse es hacerse cargo de lo diverso que nos constituye y que nunca será del todo nuestro, nunca podrá pertenecernos salvo a través del reconocimiento y la ética (yo me hago cargo de mis actos, respondo de mis pensamientos, etcétera). El desagradecido no sólo expulsa o se apodera del que siempre conversa con él cuando él habla, incluso cuando está callado, sino que ha roto en alguna medida con la simpatía frente al mundo natural: la naturaleza es admirable o temible, o bien un almacén de recursos, pero deshabitada de los dioses, desalmada. La crítica del panteísmo no fue sustituida, salvo por ciertas lecturas orientales, de una simpatía por el mundo natural. Mircea Eliade se veía a veces en la necesidad de agradecer la colaboración en su vida de un suceso natural, y Marguerite Yourcenar se vio a sí misma como la sirvienta de los pájaros, no tanto en el sentido franciscano como en el budista.
     También hay en el desagradecido una psicología economicista de los sentimientos: no puede dar porque tiene sus sentimientos contados, y cada vez que reconoce la deuda se empobrece: no ve lo que recibe en el reconocimiento sino lo que pierde. En Andalucía suele decirse, con una profundidad asombrosa —ya que dibuja al tiempo que conceptúa— que esa persona es una encogida. El que no da, el que no agradece, el que no entrega, se encoge. Su celosa administración no cuenta con uno de los principios claves de la economía, la inevitable devaluación del capital: a fuerza de negar para firmar su patrimonio, esa estricta constitución del sujeto, el encogido acaba siendo pobre de solemnidad. Entregado a creer que todo lo suyo es suyo, no puede percibir que también ese paisaje, la lluvia que cae tras una tarde calurosa de verano y el animado soliloquio que oye al otro lado del patio, también forman parte de él a condición de que pueda verse deudor de esas realidades que para clasificarlas llamamos foráneas. Ahora bien, entre el gremio de los escritores, rico en ejemplos shakesperianos, se da el agradecimiento disfrazado, como el que una vez más ha repetido el inefable Ernesto Sábato manifestando su gran agradecimiento al pueblo español, “por la devoción que siempre le ha tenido”. Se me dirá que está muy viejo, pero cualquiera con un poco de paciencia podrá rastrear en las hemerotecas y en sus memorias declaraciones semejantes. Se trata del agradecimiento circular. Por lo demás, yo no sabía que el “pueblo español” como en otro momento el albanés, tuviera tal “devoción”, pero el autor de El túnel utiliza a los otros como espejo y proyecta sobre él un apretado aplauso que, cómo no, se ve en la obligación, incluso en la profunda necesidad, de agradecer.
     Hay pues agradecidos —pensadores, poetas— que creen que la partera realiza un oficio remunerado por la Seguridad Social y que, al cabo, podrían prescindir si quisieran de esa partera o musa: del otro. Ese encogido se dilata sin salir de sí mismo. –

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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