Los alimentos del miedo

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Por razones ignotas que rebasan toda lógica conocida, algunos hombres se desplazan por el mundo a la manera de vagabundos atemporales, visitantes de las estrellas a los que es posible reconocer por su estatura descomunal, voces de catacumba o manos diseñadas para apagar fogatas; dando cuenta con su humanidad de que la suya es otra época y otro espacio, y que solo por algún exótico capricho del destino –o la voluntad de oscuros dioses paganos– aterrizaron en el presente, cuales habitantes perdidos y fascinantes de realidades paralelas.

A tal estirpe de hombres pertenece el argentino Alberto Laiseca (1941), un gigante fugitivo de las montañas del país de Peer Gynt, donde se observa un orden parecido al nuestro, solo que con una pequeña al(i)teración: en las entrañas de la tierra, todo es un delirio, en un perpetuo viaje de hongo.

Alto, robusto y con una voz que nace de lo profundo de una caverna, en su país cuenta con la estatura del mito alimentada por su anecdotario personal, su papel como formador de escritores y por la originalidad y extrañeza de su obra, que no tiene parangón en ninguna parte de la lengua. La crítica ha rotulado su obra como realismo delirante y asomándose por encima a sus cuentos y novelas es imposible no darle la razón: la narrativa de Laiseca ondula entre el disparate y el espanto con una naturalidad que hace del terror –metafísico y sexual– una parte del paisaje.

Autor de largo alcance, su obra más conocida y potente es una novela de mil cuatrocientas páginas titulada Los sorias, una epopeya más bien galáctica que explora la conciencia y la voluntad bajo diversas opresiones y se revela como un desaforado ejercicio de estilo capaz de fundar civilización (“Los sorias es la crónica de una realidad olvidada. Sus lectores se convierten en arqueólogos que descubren en medio de la selva una gran civilización perdida y vuelven a la ciudad para contarlo” de acuerdo con Ricardo Piglia).

Conocido por el gran público debido a un programa de televisión donde contaba cuentos de terror, sus relatos siguen una lógica plausible pero extrañísima donde se mezclan sin orden pero con sentido la magia negra, el conocimiento castrense, la astrología, la ingeniería mecánica y una viva fascinación por la cultura china. Todo con un vértigo verbal que no permite el sosiego.

Variados e insólitos, la tónica de sus relatos –publicados en su totalidad en 2011 por la editorial Simurg– es la de los niños abandonados y perseguidos, con narradores paranoides perfectamente conscientes de su soledad y fragilidad en medio de la noche: los suyos son cuentos de hadas horribles donde la vileza y la crueldad de sus personajes alcanza la estatura del Evangelio. Sin cabida a la esperanza.

Otra constante es el sadomasoquismo, donde la pasión por destruir es un delirio aritmético: “María Antonieta murió a los treinta y ocho años y tenía senos firmes y largos. El comité de Salud Pública decidió que cortarle la cabeza a la austríaca era medio poco. Por lo tanto ordenó construirles una guillotina especial que, además de cortarle la cabeza, le rebanara las dos tetas. El ayudante del verdugo logró robar uno de esos hermosos pechos, luego diremos cómo. El rufián, ya en su casa, metió la teta en un frasco de boca ancha que llenó con ron.”

Los cuentos están atravesados por mujeres malvadas y terribles, por lo que, con delicada frecuencia, son vejadas y destruidas; a veces como justicia distributiva y otras por el mero placer de hacerlo (“a Gastoncito, para que se mejore, le podemos cortar las bolitas y el pitito, y así de paso nos comemos esas partes tiernitas, que deben estar muy ricas”).

Consciente de las modas y los tics propios de los talleres literarios, Laiseca desfasa los límites de la “buena escritura”, demostrando que el ejercicio literario, cuando no lleva afectaciones, encarna una libertad absoluta, como su defensa del gerundio, palpable ya en su primer libro de cuento, Matando enanos a garrotazos: “aquí les ofrezco no solo los gerundios tales, sino adverbios, frases germanizadas, comas antes del verbo, rimas, hiatos y disonancias de la más pura y clásica cepa roman atonal, adjetivación excesiva, etc.” La prosa de Laiseca infunde terror si se le compara con la de Alan Pauls. Y por eso funciona.

En “Los santos”, uno de sus relatos, el narrador sostiene: “muchas acciones que se creen bondades o clemencias solo son resultantes de una crueldad terrible como solo el hombre puede llegar a tener, en tanto que la naturaleza, aparentemente inexorable y despiadada, suele ser magnánima –mucho más de lo que el ser humano imagina y merece”.

Los mundos de Laiseca, provenientes de la noche de un niño inteligente y fracturado, están nutridos por circunstancias de pesadilla que le otorgan su espesura inconfundible al miedo, solo que a diferencia de una persona racional que huye y se resguarda de aquello que lo vulnera, el autor se tira de cabeza, exponiendo un corazón sensible a las bestias que lo devoran, siguiendo una consigna que lo estimula y alimenta: “el placer, mezclado con el dolor, es dos veces placer”. ~

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