Manuel Lozada en el taller del historiador

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Jean Meyer

Manuel Lozada. El Tigre de Álica: general, revolucionario, rebelde

México, Tusquets, 2015, 350 pp.

Toda historia –por lo menos la buena historia– es necesariamente narrativa. Ello no significa de manera alguna que tenga que contarse de forma convencional, de atrás hacia delante, adoptando un punto de vista distante y omnisciente. Hace mucho tiempo que la novela ha experimentado nuevos caminos con un éxito indudable. Sin embargo, el común de los historiadores sigue prefiriendo atenerse a las formas establecidas, a pesar de que muchas ellas resulten soporíferas para los lectores ajenos al gremio.

Jean Meyer (Niza, 1942), en cambio, lleva años experimentando otros modos de acercar al lector no solo al pasado, sino simultáneamente al quehacer del historiador. En efecto, en una narración lineal es mucho lo que se sacrifica: el carácter fragmentario de las fuentes; su sabor siempre único; las dudas insalvables ante las contradicciones de los testimonios; y las experiencias de investigación que transforman al historiador llevándolo a recorrer rincones apartados, a hacer amistad con cronistas o eruditos locales que les abren nuevas puertas y a encariñarse con los sobrevivientes de las gestas del pasado. Estas pérdidas resultan demasiado elevadas para historiadores que –como Meyer– nunca salen ilesos de las investigaciones que emprenden y que terminan por darle un nuevo giro a su vida, por cimbrar sus creencias más profundas. Así, como La Cristiada lo introdujo a otras formas de vivir su fe, la otra pesquisa que arrancó en sus años mozos, la de la vida de Manuel Lozada, le ha llevado –estoy especulando– a reflexionar de otra manera sobre el orden social y la violencia política. Al menos, quien escribe estas líneas no pudo dejar de pensar en las autodefensas michoacanas mientras leía sobre los métodos tan poco ortodoxos con los que el antiguo bandolero Manuel Lozada libró a su territorio –que se extendía más allá del actual estado de Nayarit– y a sus pobladores de los peores horrores de las guerras fratricidas que ensangrentaron a México en las décadas de 1850 y 1860.

John Womack, al final de Zapata y la revolución mexicana (1972), confiesa que habría podido seguir recabando materiales para su obra, pero le pareció que “los nuevos detalles que encontré oscurecían la impresión que según yo era la verdadera. Por amor de la ‘belleza indispensable’ de Carlyle consideré terminada mi búsqueda”. En cambio, Jean Meyer, desde 1967 hasta la fecha, no ha dejado de peinar archivos, recoger historias orales, recorrer valles y sierras de Nayarit y Jalisco en busca de más información sobre Manuel Lozada y su mundo. Pero la abundancia de testimonios vuelve imposible reducirlos a una única trama, por lo que Meyer ha tenido que multiplicar las formas de acercarse a su personaje –¿a su héroe ambiguo?–: narrando en detalle algunas etapas de su vida (“El ocaso de Lozada”, 1979), analizando los contextos en que se desenvolvió –políticas de desamortización, rebeliones indígenas, élites comerciales de Tepic, etcétera– (Esperando a Lozada, 1984) y publicando documentos sobre su región (El Gran Nayar y La tierra de Manuel Lozada, ambas de 1989; De cantón de Tepic a estado de Nayarit, 1990). Paradójicamente, el exceso de información hace evidente el desconocimiento de muchos momentos de la vida de Lozada, su personalidad enigmática y las flagrantes contradicciones de los testimonios. En Manuel Lozada. El tigre de Álica: general, revolucionario, rebelde, Meyer no intenta, pues, cerrar sus pesquisas sobre el rebelde nayarita con un gran fresco épico sobre sus hazañas, sino que ofrece piezas sueltas de un rompecabezas imposible de armar, en un aparente desorden cronológico. La tan desconcertante estructura del libro tiene la gran virtud de hacer posible que el lector se pasee a sus anchas por el taller del historiador, en el que se acumulan documentos (que reproduce para compartir el gusto del archivo), pulidas narraciones contextuales que dan sentido a los primeros (y que acentúan, por contraste, la impresión de fragmentación del conjunto), los recuerdos de viajes y de amistades que, como cicerones, le ayudaron al historiador a adentrarse en los misterios del pasado, e incluso sueños recurrentes con Manuel Lozada.

El resultado final deja perplejo y, al mismo tiempo, aleccionado al lector. Al cerrar el libro, Manuel Lozada sigue siendo un misterio, más aun porque Jean Meyer desecha de un plumazo el recurso habitual de los biógrafos que destacan un episodio traumático de la infancia o de la juventud del héroe o villano –el supuesto amor frustrado de Lozada por la hija de un hacendado y los igualmente supuestos azotes que el militar Simón Mireles habría propinado a su madre– para darle coherencia a su existencia. No anda desencaminado el historiador: pobres humillados y frustrados se cuentan por millones, personajes como Manuel Lozada son únicos. Su historia es inseparable de su mundo, de las esperanzas de sus seguidores, de las habilidades de sus más cercanos colaboradores –como el aun más misterioso Carlos Rivas, hacendado y gran defensor de los pueblos en su lucha por recuperar sus tierras perdidas durante la desamortización, al que Meyer le dedica algunas de las páginas más brillantes y emotivas de este libro–, y last but not least de sus encarnizados enemigos, como el general Ramón Corona.

Por ello mismo, resulta todavía más inquietante que el historiador nos comparta su frustración por no haber encontrado el secreto del poder de Lozada: ¿cómo pasó de forajido a amo y señor del cantón de Tepic durante más de dos décadas?

Sin embargo, el lector no sale de esta aventura, al mismo tiempo literaria e historiográfica, con las manos vacías; todo lo contrario. Ha encontrado respuestas, sin duda complejas y matizadas como corresponde a toda narración no maniquea, a las preguntas esenciales sobre los actos que definen a Lozada ante sus contemporáneos y ante nosotros. ¿Fue un traidor a la patria al haber pactado con los invasores franceses y con Maximiliano o un hábil político que supo hacer y romper a tiempo las alianzas necesarias para su proyecto social? ¿Fue un pagano idólatra o un católico bien informado, defensor de la fe y de la Iglesia? ¿Fue una marioneta de los hacendados y comerciantes o un consumado agrarista defensor poco ortodoxo de los derechos tradicionales de los pueblos? ¿Era indígena o esta forma de clasificar a las personas era irrelevante para su proyecto? ¿Fue un cuatrero audaz pero carente de todo arte militar o un hábil general que siempre supo sacar provecho de las limitaciones de sus tropas? ¿Fue un salvaje sanguinario o un consumado político y un buen gobernante? ¿Por qué, cuando había salido airoso de todas las situaciones y había logrado salvaguardar la paz en su territorio, emprendió una última batalla imposible de ganar contra el gobierno de Lerdo de Tejada?

Por si todo esto fuera poco, el lector logra comprender mucho mejor el quehacer del historiador, al compartir sus dudas, sus perplejidades, sus sinsabores, pero también su perseverancia y sus alegrías. Al darle la vuelta a la última hoja del libro, lo hará, sin duda, con la misma añoranza con la que Jean Meyer se despide de Manuel Lozada, uno de sus más caros amores de juventud. ~

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(ciudad de México, 1954), historiador, es autor, entre otras obras, de Encrucijadas chiapanecas. Economía, religión e identidades (Tusquets/El Colegio de México, 2002).


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