El siglo y su fracaso

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Es significativo que Carlos Fuentes (México, 1928) haya elegido una voz y una figura femenina como eje para la novela —entre las suyas— que perfila el siglo XX completo. Ante las evidencias de que si hubo una revolución trascendente en nuestro tiempo, ésta fue la feminista, el mitógrafo de la cabronería nacional da un paso atrás y cede el centro a la mujer, encarnación de todos los Otros que derivan desde la periferia.
     Los años con Laura Díaz es el relato de una emancipación, pero no despleguemos las banderas: todos los fines de siglo son iguales porque todos están preñados del fracaso. El ascenso de Laura Díaz tiene más que ver con la decadencia de una idea del Mundo que con el triunfo de otra. Hay que leer, entonces, en el retiro de los machos fontesinos, más que la celebración de las redenciones seculares, la seca victoria de la estadística: las luchas por la obtención de derechos civiles resultaron influyentes no por lo que tuvieron de exaltado enfrentamiento contra el status quo, sino porque han multiplicado las oportunidades de la inteligencia.
     Estamos ante un relato que se mueve entre dos registros: la nostalgia por los tiempos heroicos y la decepción radical sobre lo que resultó de ellos. No es novedad este marco para un libro de Fuentes; sí lo es su solución, valiente y oportuna: la única salvación posible es la personal, en el sentido espiritual del término.
     Es valiente porque la revisión comprometida del Siglo termina necesariamente en una confesión de horror ante la voracidad del modelo de la Nación-Estado; si en el caso de cualquiera en cualquier país es doloroso aceptar públicamente la artificialidad más bien ruin del contrato entre el individuo y su Nación —el ídolo de la mitología civil—, en el de Fuentes lo es más porque ha hecho de la proyección de la imagen de México —literalmente— una forma de vida.
     Más interesante es la oportunidad del tema de la salvación personal: puede aclarar —al menos en parte— la ira desproporcionada que producen los libros de Fuentes entre una parte considerable de los intelectuales de México —intentar explicar este fenómeno es ya, creo, ineludible. Y es que hay algo de sospechoso en el hecho de que la novela que recuenta el siglo mexicano y descubre en él la necesidad de la conversión —siempre desde la imaginería cristiana—, aparezca puntualmente para recibir el milenio. Es como el cuento de navidad que se publica en el ejemplar de los periódicos del 24 de diciembre. No es necesario ser un puritano de las letras para mostrar cierta alarma frente a la incómoda coincidencia del libro y las necesidades del mercado: si hay un tema con plazo de vencimiento en este momento, es precisamente el del año 2000 y su amenaza. Además está la franca explotación de la figura comercialísima de Frida Kahlo o el hecho de que haya sido ni más ni menos que Laura Esquivel quien presentó el libro en Nueva York. En este contexto, cuesta creer que el compromiso del narrador con la escritura sirva solamente a lo literario: las ideas, la lengua, el placer de las formas, en fin: la conversación con los difuntos de Quevedo.
     No creo que sea sabio condenar el trabajo de Fuentes por su comprensible romance con la popularidad: sobran ejemplos de escritores modernos mayores que perseguían fines distintos de la pureza literaria con sus libros y esos libros permanecen: Dostoievski solía escribir una obra maestra al tiempo que dictaba otra debido al apremio de sus deudas de juego, Fitzgerald calculaba el grosor de sus obras —cobraba por palabra— basado en la talla de las cuentas hospitalarias de su mujer, Stevenson escribió La Isla del Tesoro para entretener a un niño, y Carroll Alicia en el País de las Maravillas para entretenerse con una niña. Lo que queda al final es una novela que, si es buena, hablará en el futuro por el autor.
     Los años con Laura Díaz son los que van de 1905 a 1972. El libro está enmarcado, en términos históricos, por los sacrificios que le dieron y le arrancaron la legitimidad a la Revolución y su régimen: las huelgas de Cananea y Río Blanco, por un lado, y la matanza de Corpus Cristi por el otro. Abrazado al tiempo histórico, hay un relato sentimental: la vida de Laura Díaz, definida por la necesidad de reinventarse constantemente debido a las quiebras sucesivas de la tradición patriarcal. Recurren los temas y personajes de la comedia fontesina: heroísmo y arribismo en la provincia revolucionaria; dinero viejo y nuevos ricos en la Ciudad de México: Lomas, Polanco, el Jockey Club, la Colonia Juárez; la complicidad infamante del pri y la nueva burguesía; la Guerra Civil española como parteaguas del siglo, etcétera. Sin embargo, las novedades son más notables: una generosa colección de historias de familia —de la familia Fuentes, según declara el autor en los “Reconocimientos”— que hace placenteras las muchas partes veracruzanas del volumen; una elaborada recreación del genio del adulterio desde el punto de vista femenino; una reflexión demoledora sobre el doble estándar moral que prevalece en la sociedad capitalina para mujeres y hombres; una visión de los gringos por primera vez franca y directa —hasta ahora siempre los había visto supeditados a la vocación imperial de su país; la completa renuncia al tema prehispánico y la implantación de una imaginería cristiana en el sitio que solía ocupar la parentela de Pepsicóatl.
     Los años con Laura Díaz es lo que Vargas Llosa llama una novela de sofá: un volumen vasto y omnívoro en el que hay espacio para todos los asuntos que inquietan a un autor relacionado con su tiempo. Sin embargo, hay en el libro, cuando menos, tres temas predominantes: un recorrido sentimental del siglo mexicano, un ensayo de condenación del modelo de Estado nacional moderno, y una Historia Mexicana reciente para turistas. Los relatos propios de cada uno de los tres temas están amarrados por la noción cristiana del testimonio: cada personaje de la novela ha vivido —a su manera— un compromiso pleno con el siglo y da fe de ello para afirmar su propia trascendencia. Ahora bien, lo católico en el libro son ciertas imágenes: el todo que atestiguan los personajes —siempre desde la individualidad— no es Dios, ni algún dios, ni siquiera el Espíritu en autorreconocimiento; en todo caso es la Historia como divinidad, de ahí que el personaje principal lleve el nombre de la heroína petrarquista —Laura es deificada en la segunda parte del Canzonier— y que los santones para quienes vive compartan el nombre de Santiago, el apóstol que testifica la transfiguración del Cristo y el que volvió al Mundo —se hizo Historia— para convertirse en patrono de la hispanidad.
     A fin de cuentas, la obra está planteada como un balance del siglo. Vista así, presenta un saldo negativo: si el orden del mundo permanece como está seguiremos bajo el imperio de la exclusión y la barbarie. A eso se debe que el epílogo —que sucede en la ciudad de Los Ángeles del año 2000— sea una refundación del Mundo —hermano y hermana, como los hijos de Abel, se disponen a la generación de una nueva humanidad— en la nueva Babilonia, diversa y arrogante como la original.
     Los años con Laura Díaz emociona, conmueve, arranca carcajadas; además tiene ambición y a su autor le sobra oficio para cumplir con ella. Es una novela muy afortunada en el panorama de las novedades editoriales mexicanas. Es también, eso sí, groseramente dispareja: si hay tramos que están entre las páginas más fluidas y vitales de Fuentes, como las que cuentan la infancia en Catemaco, las del singular destino de Jorge Maura y Raquel Mendes-Alemán o las del viaje a Detroit de Rivera y Kahlo, también es cierto que a lo largo de todo el libro resaltan los indicios bochornosos de la prisa, la cursilería y el más odioso espíritu didáctico. Hay cantidad de incongruencias; la más espectacular: una carta que en su último párrafo describe el momento en que fue entregada. Sobran también frases sentimentales —inexpresivas y sobadas— que harían sonrojar hasta a una dama de sociedad. Está, sobre todo, el aspecto didáctico —turístico, dice la generalidad de la crítica— del volumen, que saca a la luz uno de los problemas clave de la mayor parte de la obra fontesina: ¿Para quién escribe? Hay momentos preocupantes: un párrafo en el que cuenta la historia de la Virgen de Guadalupe, otro en el que describe la forma del bolillo. Tras la lectura de este tipo de inserciones queda un mal sabor de boca: o Fuentes está invadido por la pereza o su escritura está diseñada para ahorrarle pies de página al traductor. Tal vez ambos problemas se sigan: es evidente que el texto de la novela está al servicio de su futura versión inglesa —la altura de los personajes, por ejemplo, está enunciada en pies y no en metros—, pero existen soluciones literarias para resolver el problema del contexto de un relato sin interrumpirlo y al autor le ha dado pereza utilizarlos. Este argumento, lo reconozco, es sentimental: ni me escandaliza ni me enoja que un novelista ponga la mirada fuera de su lengua —más grave es el caso de Bernardo Atxaga, que escribe sus novelas en euskara y luego las tiene que traducir él mismo al español; sí me desanima, en cambio, el sacrificio de los lectores naturales de un libro —los que conocen los códigos que permitieron su escritura— en nombre de una dudosa mayoría con mejor poder de compra.
     Aun considerando todo lo anterior, Los años con Laura Díaz es el libro más interesante de Fuentes desde Cristóbal Nonato y el mejor, quizá, desde Cambio de piel. Hay que leerlo de bulto, sin detenerse entre esa suma de inexactitudes que Borges llamó la superstición del estilo, y considerando que, como ha dicho José Emilio Pacheco, a los verdaderos escritores hay que juzgarlos por sus grandes páginas. –

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