Cuatro libros

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Reflexiones en torno a los centenarios / Los tiempos de la independencia, de Clara García Ayluardo y Francisco J. Sales Heredia (eds.)

A la vera de las independencias de la América hispánica, de Juan María Alponte

Las independencias hispanoamericanas / Interpretaciones 200 años después, de Marco Palacios (coord.)

Elegía criolla / Una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas, de Tomás Pérez Vejo

Decía Marc Bloch que los orígenes son una mala obcecación para los historiadores. Porque parece natural y es un mandato: a toda nación su Adán y su Eva, por ello en las historias nacionales de América no existe tema más sabido, debatido e investigado que las independencias, la génesis. A lo largo del siglo XIX, el origen de las naciones fue casus belli, ya en litigios por ideologías, ya en el meter y sacar del armario de la historia héroes o minucias como la de si Hidalgo fue el prócer incólume (Carlos María de Bustamante) o un “zorro” “taimado” (Lucas Alamán). Para la era de los centenarios, 1910, ya habían triunfado historias nacionalistas más o menos bien armadas, mejor o peor contadas, todas alegorías de la creencia en la generación espontánea, óptima e inevitable de naciones, así cual criaturas del señor que nacen, crecen y se libran del yugo español, portugués y británico. El último siglo de historia profesional a ratos ha apuntalado, a ratos desmentido estas certezas. No obstante, a partir de finales de la década de 1980 comienza una perspectiva historiográfica que en este bicentenario, no bien se acaba de criar en los mundillos académicos, anda que sale a la calle “como queriendo pelear” por lo que quede de conciencia histórica en individuos y pueblos.

David Brading, Jaime Rodríguez, François Xavier Guerra, José Carlos Chiaramonte y Tulio Halperín, entre muchos otros, comenzaron la revisión de lo que esta historiografía reciente llama la monarquía hispánica –el imperio español, reino universal de reinos particulares con complicados y encimados sistemas legales, todo bajo un mismo Rey y Dios. De este puerto han zarpado varios estudios importantes, unos con acento en la historia de las instituciones legales (José María Portillo Valdés), otros dedicados a la estructura comparada de los imperios (Josep María Fradera, John Elliott) y aún otros más interesados en la participación popular (Eric Van Young, John Tutino). Y, claro, se han desatado nuevas batallas, tantas que tengo para mí que entre los historiadores de las independencias ya hay sus Ayacuchos y sus Bolívares e Hidalgos. Lo que hoy causa revuelo es cuál fue el verdadero papel de las constituciones, de la religión, de la participación popular más allá de conciencias preexistentes de nación, Estado, soberanía y pueblo. ¿Cómo fue que brotaron tantas naciones, tantos pueblos soberanos y repúblicas donde no había?

De haber, hay cuatro nuevos juicios más o menos compartidos. Primero, que las naciones no fueron el origen sino el resultado de las guerras y transformaciones que inician con la invasión napoleónica de España y concluyen con lo que hoy llamamos “independencias”. Segundo, que no fueron guerras por la independencia sino guerras civiles. Tercero, que cualquiera de las independencias del continente americano no es, no puede ser, una mera y llana historia argentina o mexicana o peruana, sino que se trata de un terremoto entre Europa y América cuyas ondas expansivas hacen de cada temblor nacional a un tiempo eco y epicentro del global. Y, finalmente, que nada era inevitable, que la cuestión pudo haber acabado en una suerte de commonwealth hispánico o en varias monarquías o, como en México y Brasil, en imperios.

Los trabajos que aquí comento son, así o asá, ecos de este cambio historiográfico, y los cuatro libros en cuestión, la mayoría de los 19 autores que participan en estos volúmenes declaran acabadas las historias patrias de las independencias. Casi todos parten de la idea de que la nación fue el resultado, no el origen, de las guerras; que la América hispánica fue la conservadora, la liberal fue España, al menos hasta 1814 y luego, por un tiempo, a partir de 1821. En fin, que están patas para arriba las visiones de los libros de texto de la mayoría de los países del continente. Por ello los libros que aquí considero son bienvenidos; por ello también no sorprenden, al menos no a un historiador, pues ya vamos para treinta años de estas tertulias que ahora adquieren una sonoridad especial, si efímera, a raíz de los bicentenarios. A estas alturas, yo mismo ya no sé cuál es el dragón que estamos combatiendo. De seguro lo que falta es que eso que para los historiadores es pan de cada día pase a ser consumo de las historias que se cuentan en la educación básica, en los cafés, en las tertulias de radio y televisión o en las arengas de políticos.

Elegía criolla, de Tomás Pérez Vejo, resume con erudición las aportaciones recientes; el libro se sabe balance y se imagina cautivador más allá del regazo de los historiadores: “La incapacidad de ofrecer una nueva síntesis en la que fundar la memoria colectiva tiene como consecuencia la pervivencia de los viejos relatos y de su papel como articuladores de las mitologías nacionales.” Es este el reto que Pérez Vejo enfrenta centrado en el caso de la Nueva España, pero cubriendo bien la historia de la península a partir de 1808. Solía pasar que los historiadores de México o de Argentina se sentían obligados a hablar de lo que pasó solo entre Guanajuato y la ciudad de México, o entre Córdoba y Buenos Aires.

Pero ahora ya nadie pasa de largo la historia de la península, sobre todo entre 1808 y 1820: una intermitente revolución liberal que empieza con la guerra española de independencia (contra Francia) y con la convocatoria a juntas, se sigue con la Constitución de Cádiz y termina con la rebelión militar, liberal, de 1820, la cual obliga al deseado, Fernando VII, a dar marcha atrás en su intento de regresar el reloj de la monarquía hispánica al siglo XVIII. Pérez Vejo da de cal y da de arena. Cuenta España y cuenta Nueva España. Y lo hace con ecos de todas partes. Por ejemplo, para Pérez Vejo la caída de la monarquía hispánica no es afín a la traída y llevada Roma, sino a la desmembración de imperios abigarrados que, por debilidad, permitieron naciones de naciones, reinos de reinos, es decir, los imperios turco, austrohúngaro y soviético.

Más que una nueva narración de los hechos, Elegía criolla es un análisis de temas esenciales –pueblo, revolución, nación, soberanía, criollos, peninsulares. De ahí que el libro sea un acierto pero, creo, no en el sentido que el autor preveía. Porque Pérez Vejo hace corte de caja, de esos que embelesan a los historiadores, y se entretiene en poner en su lugar a muchos colegas, lo cual es néctar para un aburrido como yo, pero no da para hacerle cosquillas a la “memoria colectiva” a la que Pérez Vejo dice apelar. El autor examina mucho y bien, pero cuenta muy pocas historias. Es una lástima, porque Pérez Vejo es tan bueno examinando como contando, así lo deja ver su excelente narración del plan iconográfico y arquitectónico ideado por el monje benedictino Martín Sarmiento para el nuevo palacio de los primeros Borbones españoles. Una iconografía que, como cuenta Pérez Vejo, equiparaba a Moctezuma con Pelayo. Pero no hay muchos más relatos, aunque sí mucho y certero enmendarle el reglón a los historiadores. ¿Qué quedó del ardor de hacerse memoria colectiva? Soy de la idea de que solo se toca a la puerta de “memorias colectivas” contando historias, pero eso no es de “enchílame otra” en México o de “cebame un mate, Catalina” en la Argentina. Es complicado: a veces, para contar historias, hay que dejar de informar; otras veces hay que informar, como sin querer, para que las historias que contamos tengan vida propia.

Reflexiones en torno a los centenarios / Los tiempos de la Independencia, editado por Clara García Ayluardo y Francisco J. Sales Heredia, y Las independencias hispanoamericanas / Interpretaciones 200 años después, coordinado por Marco Palacios, son colecciones de artículos que, queriéndolo o no, están dirigidos a los especialistas. El primer compendio incluye cuatro ensayos de protagonistas de primera línea en la revisión historiográfica reciente: Antonio Annino, David Brading, Carlos Garriga y Eric Van Young. Todo el libro está dedicado a la Nueva España mas, cual era de esperarse, a través de ecos con la península, el continente y Europa. Por su parte, Las independencias hispanoamericanas incluye trece ensayos que cubren desde visiones generales sobre todas las independencias hispánicas y sobre sus consecuencias económicas, hasta varias revisiones de casos particulares (Nueva España, Nueva Granada, Perú, Guatemala, Paraguay, Cuba, Puerto Rico, Chile, Ecuador, Argentina y Venezuela). Imposible dar pormenor de tanto. Una probadita.

En ambos volúmenes participa Eric Van Young, cuyo libro La otra rebelión / La lucha por la independencia de México 1810-1821 (2001, edición en inglés; 2006, en español) ha sido referencia, polémica pero obligatoria, para los historiadores. En el artículo incluido en Las independencias hispanoamericanas, Van Young resume las aportaciones de su libro, mostrando una vez más la importancia de los comunes, en especial los indígenas, en las guerras de independencia, lo esencial de los aspectos étnicos y de la religión. En su ensayo para Reflexiones en torno a los centenarios, Van Young intenta otra cosa: comparar 1810 con 1910. El tema abre el apetito de cualquier historiador, mas el ensayo de Van Young deja con hambre. Su conclusión es anticlimática: dado que para él lo esencial son los campesinos indígenas, la identidad étnica y la religión, entonces 1910 resulta distinto a 1810 porque en 1910 había menos indígenas (del 60% de la población en 1790 al 16% en 1895), menor dominio de la vida rural y mayor secularización de la sociedad. Lo cual suena a decir que 1810 es diferente a 1910 porque 1810 pasó en 1810 y 1910 en 1910. La cosa daba para más, incluso para cuestionar la fijeza de las identidades étnicas, no en 1910 sino en 1810. También el tema se prestaba para plantarle una estocada a la cantada secularización: Zapata, como Hidalgo, también virgen de Guadalupe; la independencia mexicana, la real, la de 1821, fue la defensa de la religión que tres décadas después, en “la segunda independencia”, la Reforma, decantó en anticlericalismo. La Revolución se imaginó atea, come curas, y en menos de dos décadas viró en guerra de religión (eso sí, sin marca étnica).

Por su parte, Annino y Garriga estudian, en Reflexiones en torno a los centenarios, la nacionalización de la territorialidad de la monarquía hispánica, así como el concepto de soberanía.

En sus respectivos ensayos, ambos autores abrevan de la historia del derecho y presentan lúcidas claves para entender el surgimiento de soberanías menores y mayores a la nación, aunque a la larga constituyentes de la misma. Garriga y Annino son de los que conocen y entienden la jurisprudencia de “La Pepa” (la Constitución de Cádiz), la formación de juntas y el consecuente entrevero de la soberanía, pero van más allá. Garriga hace un zoom out e incluye en la cuestión novohispana los dilemas peninsulares a la luz de los americanos y viceversa; Annino hace zoom in y repara en las muchas soberanías de los pueblos de México, cual cara y cruz de los debates europeos y americanos. Lo dice Annino: “en México el imaginario de la nación tuvo siempre dos pilares: el pueblo como sujeto social colectivo, y los pueblos como conjunto de sujetos sociales particulares que nunca reconocieron definitivamente la soberanía absoluta del Estado-nación […] la nación de los pueblos fue la expresión discursiva que tomó en el México moderno la tradición autonomista territorial de raíz hispánico-colonial, algo que se quedó siempre bastante ajena (sic) al federalismo de la forma estatal mexicana”.

Los ensayos de Annino y Garriga son una buena muestra de los aportes de la nueva historiografía que, al fin, ha tomado en serio el complicado armatoste jurídico de la monarquía hispánica. Esta perspectiva está en curso, sobre todo en España y México, y está siendo ampliamente comentada. Por cierto, Garriga recurre a interesantes metáforas para analizar la soberanía: padre, madre, hijo, hermano. Lo hace siguiendo un sugerente texto legal (1723) de Juan Antonio de Ahumada, abogado novohispano. Aunque fuera solo por la cita, el de Garriga es ensayo de lectura obligada:

 

 

debe V. Mag. 107 considerarse como Esposo de cada vna de las Repúblicas de sus Reynos; y sus Vasallos siendo de distintos, como hijos de diverso Matrimonio; y no teniendo vn Padre, que tiene hijos de dos mugeres, arbitrio para dar al de la primera los bienes, que son de la segunda, tampoco deben los Americanos, que son hijos de V. mag. y de esta segunda muger, que es la America, quedar privadas de los bienes dotales de su Madre, ni los de acà, que son de primero Matrimonio, obtener los que por todos Derechos pertenecen à los de el segundo.

 

 

A su vez, en su contribución a Reflexiones en torno a los centenarios, el ilustre historiador David Brading regresa a sus trabajos sobre la Guadalupe, indispensables y bien conocidos, pero aquí y allá añade detalles que iluminan el peso de la virgen en las independencias. Es decir, cosas como que Iturbide, padre biológico de la independencia, no bien declara la secesión crea el Orden Imperial de Guadalupe y se nombra a sí mismo el Gran Maestre, porque, dice Brading, “en efecto, la independencia de México se consumó por un ejército realista que había vencido a los insurgentes en el campo de batalla, pero que después cuestionó las medidas liberales de las cortes y buscó mantener a México como un baluarte católico”.

Las independencias hispanoamericanas estudia la misma historia que Reflexiones en torno a los centenarios pero distinta geografía. Se trata de un volumen importante para tener una muestra continental del revisionismo histórico en curso. Entre sus muchos ensayos destaco dos, uno abocado a Venezuela y el otro a Paraguay. Carole Leal Curiel y Fernando Falcón Veloz, en un lúcido ensayo sobre lo que ellos llaman las tres independencias de Venezuela, revisan los mitos bolivarianos. Para los autores la primera independencia, la de 1810, fue en verdad una rebelión para salvar a Fernando VII y a la representación local; la segunda fue una suerte de propuesta casi confederada que ya preveía la posibilidad de la independencia y, finalmente, la última independencia de Venezuela significó el fin del virreinato pero también la desmembración de la Gran Colombia y más guerras civiles. El ensayo es recomendable no solo por el análisis sino porque cuenta historias. Junto con los esfuerzos de Pérez Vejo, esta es la pieza que, entre todos estos textos bicentenarios, de mejor manera recuenta y re-narra la historia. Abreva de la historiografía reciente, pero la digiere en un relato que, con los datos de siempre, cuenta algo distinto. El texto ofrece momentos memorables, como el inicio de una tercera revolución, la de los exaltados, en 1810, en la cual un cura de la Sociedad Patriótica de Caracas se da a sumergir tres veces la imagen de Fernando VII en el río Guaire, pero el retrato de marras no se hunde, resurge a la superficie. El cura indino, al grito de “¡Muera Fernando VII! ¡Viva la independencia!”, termina por enterrar el retrato en las playas de Guaire –y esto ya tiene “melódico rugir de hermosa cumbia”. Mejor todavía: el ensayo narra la segunda revolución de Bolívar, la menos aristocrática pero más eficiente y sanguinaria, la guerra a muerte que por necesidad tuvo que ser la alianza con los llaneros de José Antonio Páez, esos que Bolívar había despreciado en su primera revolución. El párrafo no tiene desperdicio:

 

 

Un general se pasea por un campo de batalla. Empuña “una lanza ligera con banderola negra, a la que se veían bordados una calavera y unos huesos en corva con esta divisa, Muerte o libertad”. Lleva un pañuelo negro alrededor del cuello. Otro general mide la fuerza del enemigo que ha de enfrentar. Lo hace “sentado a la mujeriega”; revista sus propias tropas. De súbito, coge la lanza, se sienta recto y agita en alto el muy conocido y temido símbolo de la guerra a muerte: una bandera negra con una calavera y con unos huesos en cruz.

Son Bolívar y Páez.

 

 

Paraguay en Las independencias hispanoamericanas es examinado por Barbara Potthast y el artículo es relevante porque trata la verdadera excepción hispánica: la primera independencia hispanoamericana (en 1811 de la provincia de Buenos Aires y en 1813 de España). Una región que rápidamente se radicaliza y llama a la independencia, no iluminada por un nacionalismo preexistente o por una clarividencia moderna y liberal sino por el doble miedo a Buenos Aires y a Portugal. De manos de un dictador ilustrado, el primer caudillo indigenista de la región, José Gaspar Rodríguez de Francia, Doctor Francia, Paraguay logra hacer patria antes que todos, una nación que a lo largo de la primera mitad del siglo XIX fue más estable que todos sus vecinos hispánicos, solo para ser destruida por el imperialismo brasileño unido a la Argentina y el Uruguay. Tenía razón el Doctor Francia: nada tenía que temer de España, el problema era Portugal, o lo que siguió: el gran imperio brasileño.

El lector puede encontrar invaluable material nuevo y de síntesis en el resto de los ensayos incluidos en Las independencias hispanoamericanas, sobre todo el lector universitario. Y es que aunque el volumen pretendió, quizá, ser menos escolástico y más de difusión, me temo que decantó en académico. Como tal es excelente.

El libro que sí parece escrito para la difusión masiva es A la vera de las independencias de la América hispánica, de Juan María Alponte. Un volumen extraño, pleno de anécdotas de pasado y presente, lo mismo detalles sobre la esposa de Abasolo o la lucha de clases que los encuentros del autor con don Juan de Borbón y un su muy cercano allegado. Una verdadera ensalada de temas y personajes relacionados (o no) con el periodo de la independencia, todo unido bajo la convicción de que se ha ignorado al “otro” en las historias nacionales y que en México se debe conocer tanto a Hidalgo como a Francisco de Miranda. Una mesa de tapas, pues, cosas más o menos nutritivas, deshilvanadas, intercaladas con documentos y testimonios e ilustraciones de época. Todo en un lenguaje que se imagina deleite de cualquiera pero que se revela, en mi pobre opinión, mezcla a la deriva entre Marta Harnecker, Espronceda y Antonio Gala:

 

 

La revolución inglesa que termina con la monarquía absoluta, la revolución francesa que exalta la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano y la invasión de España por Napoleón, en 1808, que producirá la constitución de Cádiz en el cuadro, goyesco, del levantamiento del pueblo español contra los invasores franceses, constituyen un todo profundo y revelado que las clases dominantes, explotando el nacionalismo más reaccionario, paralizarían una toma de conciencia colectiva y, por ello, establecieron una opresión derivada de nuevas tiranías y desigualdades nunca superadas.

 

 

Potser sí, potser no, dicen los catalanes. Son muchos derivados, bemoles, sostenidos y desafines. Pero A la vera de las independencias no se amedrenta, habla de lo que su autor considera conveniente, acentuando la lucha de clases a la Marx y Engels o españolerías a la Agustín Lara: “O’Donojú desembarcó en Veracruz (había nacido en Sevilla con sus castañuelas y su Giralda alzada mirando el cielo azul).” ¡Olé! Francisco de Miranda, Alexander von Humboldt, masones, Vicente Rocafuerte, Rafael del Riego, Fernando VII, Jefferson o José Martí: Alponte escoge los temas y sus conexiones con un criterio que se me escapa. La debilidad del Estado a raíz de la independencia acaba en la guerra contra el narcotráfico, la cual “conforma, en su esencia, una guerra social o una subversión social, que ha revelado, con las crueldades inauditas de cada parte, que la lucha de clases de la Independencia y la Revolución no se ha terminado por la debilidad de la clase trabajadora […] y la debilidad de una clase media atrapada por una burocracia y una clase política que ven al país, aún, como botín”. La lucha de clases de la independencia, pues, engancha con la guerra contra el narco, otra lucha de clases, y sea el Chapo Guzmán el Vicente Guerrero en busca de un Iturbide para pactar. Igual y sí.

No obstante, el de Alponte comparte con el resto de los libros aquí reseñados la necesidad de leer las independencias más allá de las historias patrias. Y en esto el libro es exitoso. Como Alponte, yo mismo he comprobado que preparatorianos y universitarios ven con ojos de libro de texto a México y, sobre todo, que no ven más allá. La lectura de A la vera de las independencias, de un autor harto más leído y prolífico que nosotros los historiadores, al menos les hará ver qué difícil es entender la historia mexicana solo como mexicana.

En fin, llegará el 2011 y quedarán arrumbadas, como en 1911, las pilas de libros conmemorativos; los historiadores perderemos nuestro minuto de fama pública y volveremos, los que vuelvan, al moho del aula y el archivo. Después de todo, 2010 no pasará como el año en que a flor de piel revisamos la historia, sino como el año en que vivimos en peligro. Pero algún día la historia se librará de su obsesión por los orígenes nacionales y, como a ratos algunos de los historiadores aquí comentados, podrá articular sin pena, también sin gloria, que no hay Adán ni hay Eva; son dos humanos en pelotas. ~

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