Cartografiar el pantano

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Pedro Serrano y Carlos López Beltrán (compiladores)

359 Delicados (con filtro). Antología de la poesía actual en México

Santiago, Lom Ediciones, 2012, 524 pp.

En algún lugar de la extensa introducción a esta antología de poetas mexicanos nacidos entre 1950 y 1963, publicada en Chile, los autores, Pedro Serrano y Carlos López Beltrán, declaran de modo ominoso que “hay entre los poetas de alrededor de cuarenta años la impresión de que ellos, recién ahora, con su obra, sacan a la poesía mexicana de un fango de torpeza tradicionalista. Esperamos que la lectura de este libro los convenza que no es así”. Esos poetas casi cuarentones –a los que tildan de “colonos arribistas”– no han sabido interpretar el canon o lo han hecho con mezquindad, condenando a toda una generación a la grisura y al tedio. Y es precisamente para solucionar los errores de tal percepción que Serrano y López Beltrán “enérgicos y energéticos nos arremangamos las mangas y empezamos alegres a planear esta antología crítica” de poesía mexicana.

Es encomiable el propósito de rescatar del olvido a la generación de poetas a la que ellos (y yo), además, pertenecen. Sin embargo, la alegría desconcierta. Establecer listas suele ser angustiante; necesariamente habrá injusticia entre los incluidos y los excluidos. Asimismo, armar teorías abigarradas para justificar la serie de presencias o ausencias también acaba perturbando, pues la teoría corre el peligro de convertirse en un molde en el que piezas muy diversas tendrán que caber y, si no lo consiguen, peor para las piezas. Luego, puede suceder que la teoría misma sea aun más aplastante que el olvido, lo cual en definitiva ocurre en este caso: para extraer a los poetas del “fango tradicionalista”, Serrano y López Beltrán, ingenua o intencionalmente, los hunden en el Sudd: “un ancho tramo pantanoso, insalubre y prolífico, en la región que separa hoy los dos Sudanes”. He ahí uno de los problemas de la alegría: descuida sus metáforas. Entre el lodo de antes y el pantano de hoy media solo el prestigio de un nombre propio y de una geografía. Los poetas del Sudd tendrán que identificarse, primero, con el símil y, después, agradecer la exactitud de la ubicación. A su vez, los poetas de alrededor de 40 años que se niegan a leerlos tendrán que admitir que el Sudd, por su naturaleza, había ocultado sus cualidades intrínsecas y que ahora, por fin, gracias a esta antología, podrá reconocerse no solo la potencia y originalidad de aquellos poetas, sino igualmente la certeza de que cualquier discusión que no los incorpore “está hablando en el vacío”.

Todo es muy dramático. En su expedición, Serrano y López Beltrán construyeron esclusas y acueductos para atravesar las ciénagas y los encharcamientos. Leyeron seiscientos libros y al cabo descubrieron, entre otras cosas, que el trazo más o menos visible de la poesía mexicana del siglo XX se esfumó de repente a mediados de los años setenta y resurgió con los poetas que comienzan a publicar en los noventa. Ante esa fatalidad, decidieron desenterrar esos trazos y –sin el menor espíritu normativo, como aclaran dos o tres veces en la introducción– se dejaron llevar por los poemas. Tan pronto culminó su experiencia, “nos sentamos a fumar unos Delicados (con filtro)”. En efecto, uno lo hace cuando junto al Sudd le toca el privilegio de tamaña revelación: 359 poemas que son “especímenes únicos”. La pausa de los cigarros les permitió a los autores confirmar otra sospecha: “Lo delicado no quita lo fuerte.” Cada poema elegido “es necesario. Cada uno es un buen poema”. Suena tristísimo, pero así es esto de las versiones que se van imponiendo por no imponer las propias.

La cronología es ambigua. En uno de los apartados de la introducción (“Del triunfo de Allende al apagón del 82”), se habla de algo inédito en la poesía mexicana a finales de los setenta, de los “vientos nuevos” que corrían por América Latina y de cómo en 1976 se presentó un panorama sorprendente. Los autores nos lo narran “fabulando y sintetizando”. En una poza de agua estancada apareció súbitamente “y de ningún lado una muchedumbre de vivarachos ajolotes de distintas especies que convirtieron el plácido flujo de la poesía en México en un salpicadero asombroso”. Por desgracia, toda esa vida juvenil se extinguió en 1982, no porque dejaran de correr las aguas, sino porque se habituaron a hacerlo de manera subterránea, con cierta nostalgia, supongo, del salpicadero. ¿Qué poetas habrán chapoteado ahí? ¿Quizás ellos, nosotros, yo? Queda la duda, aunque la imagen la convierta en una especie de paraíso en los bajos fondos del sedimento. Ay, esos años.

Por fortuna, Serrano y López Beltrán resolvieron “cartografiar el pantano” y, sin “preceptiva normativa ninguna, ninguna poética ni estilística, ninguna temática” –aclaran otra vez–, extrajeron textos, no meros nombres de poetas. Con “sus ojos abiertos” buscaron la “eficacia” del poema: “que es un objeto, una máquina, una placenta o una marsupia”. Y seleccionaron: estos sí, estos no. El resultado, aunque incompleto, confiesan, “da cuenta real de lo sucedido en poesía en México en los últimos treinta y cinco años… lo que aquí proponemos es, a partir de ahora, innegable”. No explican por qué sería innegable. Uno lee libros, no generaciones, y uno siempre tendrá derecho a ignorar, despreciar y rechazar. Las reglas las prescribe la academia o, en la peor instancia, la amargura. ¿Existen poetas necesarios? Pongo un ejemplo extremo (y pedante). En un ensayo que leí sobre la tradición clásica se comenta que Homero dejó de leerse a lo largo de la Edad Media; en el siglo XIV, al desentrañar a los autores latinos, Petrarca se percató de que gran parte de las referencias apuntaba a Homero. Sin embargo, ni él ni sus contemporáneos tenían acceso a la Ilíada o la Odisea. Frente a la magnitud de esa laguna, ¿nos atreveremos a declarar que nosotros o nuestra generación somos innegables o necesarios? A algunos autores les tocará la suerte de un destino individual; a otros, apenas uno colectivo. Y no será por decreto. Hace unos años, un miembro de una generación anterior a la mía me anunció que él y su grupo eran los nuevos Contemporáneos; más recientemente, un miembro de una generación posterior a la mía me informó que él y su grupo eran los mejores poetas de la actualidad. En los dos casos, mi perplejidad desembocó en melancolía. La “batalla de las edades” puede asemejarse a un pleito de ideas, pero sus armas suelen ser primitivas: los viejos recordándoles a los jóvenes que ellos ya lo hicieron todo, ya estuvieron ahí, y los jóvenes escuchándolos con suma condescendencia y murmurando que ese pasado específico simplemente no importa y que resaltarlo es patético. Habrá que resignarse: es muy posible que nadie, ningún codiciado joven, nos lea, o que el reto planteado en la introducción a esta antología los conduzca a hacerlo con las delicias de la sorna. Ya veremos cuánto aguanta nuestro pantano.

Hay otros señalamientos. Una porción considerable de este rescate es una falacia. José Luis Rivas, Coral Bracho, Eduardo Milán, Fabio Morábito (por citar solo a algunos) son autores leídos y discutidos. Después están las omisiones inexplicables: ¿no hubo un solo “buen poema” de Alberto Blanco, Myriam Moscona, Malva Flores, María Baranda? Y finalmente, el asunto de las leyendas con las que uno ansía vincularse. Según Serrano y López Beltrán, Los detectives salvajes de Bolaño es “el mayor homenaje que se le puede hacer a esa gran panda de poetas que en el México de los setenta pululaban, y que aquí siguen”. ¿Será cierto? El único antihéroe de Bolaño que de veras sobrevive o, más bien, resucita es Papasquiaro. Los demás son sencillamente los demás. Insertar a Bolaño y a Papasquiaro en las densidades del Sudd tiene algo de trampa o de wishful thinking. Como si así se consolidara un radicalismo que yo, al menos, recuerdo con poca claridad.

Imposible hacerles honor a las numerosas joyas en la introducción; como aquella tan emotiva sobre la “marca indeleble [que dejó] en la fauna habitante de este Sudd el haber tomado la alternativa escritural dominando una máquina de escribir. En ellos hacen aún mella sensorial la presión de los dedos de la mano sobre la pluma y los rasguños de esta sobre el papel”. Habría sido más contundente una antología estricta del grupo al que Serrano y López Beltrán de veras querían rescatar, con una introducción más breve, menos embrollada. Habríamos leído un libro tal vez iluminador y no este híbrido. Yo, por mi parte y para terminar, pediría una sola cosa: alguien sáqueme del Sudd. ~

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(ciudad de México, 1959) es poeta y ensayista. Por su libro 'Muerte en la rúa Augusta' (Almadía, 2009) ganó en 2010 el Premio Xavier Villaurrutia.


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