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Entre abril y diciembre de 1998, esa casa de extraños que es los restos del cine mexicano, escenificó un zafarrancho de dimensiones colosales, sobre todo considerando el tamaño real de uno de sus factores centrales, la producción, reducido a un promedio de diez títulos anuales en sus mejores casos.
El casus beli: las modificaciones a la Ley de Cinematografía, promovidas por la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados, en la forma de la actriz y diputada María Rojo. Breve flash back: 1949, el cine mexicano es la segunda industria en crecimiento y generación de divisas del país. Pisa fuerte en toda zona hispanoparlante. Se aprueba una Ley de Cinematografía nada más por no dejar. El cine mexicano se rige por la ley de la oferta y la demanda, la exploración de sus aciertos y errores, sin prever la debacle que se dará, lenta pero inexorable, a lo largo de los próximos 25 años. 1992: está por aprobarse el Tratado de Libre Comercio y, en el furor de las adecuaciones legales para emparejarnos con Estados Unidos y Canadá, se somete a la Ley de Cinematografía a modificaciones urgentes que ceden mucho más de lo pedido por las otras naciones: se cancela literalmente la posibilidad de que exista un cine mexicano al hacer que cada año sea menor, por ley, el espacio en cartelera de las películas mexicanas (es fácil imaginar a norteamericanos y candadienses pasmados ante el regalo salinista: Jeez, those Mexican not only worships Death, but also Suicide!).
Cinco años después, y con un congreso con mayoría opositora, se estima la necesidad de revertir la salvajada: si de algo sirvió el intento fue para dejar claros los campos irreconciliables en que está dividido el cine en México. El sector más débil es el de la producción, el promotor de las modificaciones, agrupa al Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, a los productores privados aún en activo (unos cuantos), al Instituto Mexicano de Cinematografía y a los guionistas. En la otra esquina, con el mango financiero de la sartén bien sujeto, los exhibidores (una nueva clase, emanada del salinismo tras la venta de la paraestatal Operadora de Teatros), los distribuidores del abrumador material hollywoodense y, de manera velada, los consorcios televisivos: los exhibidores rechazaban la sugerencia de la nueva ley de aportar un porcentaje de sus ingresos para la producción de películas (no veían qué relación podía tener su actividad con que exista el cine); la televisión y los distribuidores respingaron ante las restricciones al doblaje de películas: la primera lo hace con todo tipo de obra, clásicos y bodrios, y los distribuidores han descubierto una mina de oro en la clasificación AA, para todo público, que supone que la película viene doblada para beneficio de los niños.
El resultado final fue que los promotores de la Ley doblaron las manos en casi todo: se limitó el tiempo en pantalla del cine mexicano a 10%, el financiamiento ahora vendrá de alguna entidad celestial imprecisa y aunque no se dio marcha atrás en lo del doblaje, los infractores no se afligen: ya se habrán amparado, o esperarán pacientemente a que alguien llegue a multarlos (¿quién?) por seguir exhibiendo sin su sonido original películas no aptas para menores.
Esto del doblaje, por cierto, será materia de otro artículo. ~

— Gustavo García

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