Ilustración: Vicente Martí

Las resurrectas estrellas

Mi obra entera es un solo todo girante sobre sí mismo”, dijo Gonzalo Rojas. En esta presentación, Raúl Zurita celebra la aparición de Íntegra, el libro que finalmente recoge la poesía completa de uno de los autores imprescindibles de la lengua. 
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No sé si es la mejor línea de “Materia de testamento”, uno de los impresionantes últimos poemas de Gonzalo Rojas, pero al mismo tiempo tiene algo sobrecogedor, como si en esa línea estuviera sintetizada la totalidad de aquello que podemos entender por poesía. También podría haber sido un buen título para este libro que reúne todos sus poemas: Las resurrectas estrellas. Por qué no; la teoría del Big Bang nos dice que el cielo que miramos es en gran parte un cielo difunto, un cielo poblado por millones de millones de estrellas ya extinguidas, pero cuya luz nos sigue llegando. Estamos aquí entonces para celebrar a uno cuya luz nos sigue llegando y que miró las resucitadas estrellas. Celebro aquí ese poema único que Gonzalo Rojas pensó que estaba creando y que ahora le devuelve el gesto: son los grandes poemas los que crean a sus autores y es un extraño y emocionante privilegio escribir sobre él, ya cerca del fin, todos de una u otra forma lo estamos, recibiendo por algunos segundos, con la brevedad de la palabra relámpago (y ya no está el relámpago) la luz que no muere de las muertas estrellas. Saludo a aquel que se llamó Gonzalo Rojas Pizarro, que fue de los nuestros, y que ahora le pertenece al mar del habla, a ese mar general que contiene todas las lenguas de los hombres, todos sus vocablos, sus giros, sus conversaciones, desde el cual todo surge y al cual todo vuelve.

Para mí es también la oportunidad de un resarcimiento y una disculpa. Saludo a un gran poeta que me brindó su amistad y su apoyo, de los que no siempre estuve a la altura. Vivimos vidas breves, azoradas, y por soberbia, vanidad o simple desidia, o solo por pensar que tenía más tiempo (y de pronto no había más tiempo), nunca le dije lo que debería haberle dicho y que, como si las barreras de la distancia y la muerte no fuesen vallas infranqueables, me escucho decirle ahora: que sus poemas forman parte de mi vida, que es uno de los grandes poetas del siglo. Él me haría entonces un gesto como diciendo: tonterías, y desviaría la conversación hablándome de algo que yo le había mostrado. Me digo entonces que no tendré otra oportunidad y que estoy aquí como si él también estuviera, para que hablemos de poesía y de libros que para quienes han perdido o ganado sus vidas en ellos es el ensayo más cercano a un posible Paraíso. Le diría entonces que leí su último libro, ese que contiene finalmente el poema único que él sentía que estaba escribiendo y que ya es definitivo, que no tendrá más una corrección, una enmienda, una versión nueva –salvo esa inevitable que hace el tiempo– y que su título, Íntegra, me pareció muy bien, pero que posiblemente había opciones más arriesgadas. Le diría que al ordenar los poemas cronológicamente emerge una obra completamente nueva y que, sobre todo en sus últimas cuatrocientas páginas, recuerdan otros grandes poemas construidos con la vida, Hojas de hierba, los Cantares de Pound, y que el orden del tiempo es más sabio que nuestra voluntad, nuestros aciertos o caprichos. Le recordaría que en una de sus últimas visitas a la que era mi casa me mostró el orden de los poemas que tendría Del relámpago y sus dudas sobre publicarlo en el Fondo de Cultura de México o en una editorial española grande. Lo recuerdo porque tuvimos una discusión que con más de treinta años corroboro que yo tenía razón. Le diría entonces que es un tozudo porque arruinó el breve poema que me mostró esa vez. Lo había escrito escuchando hablar a una interna en una clínica psiquiátrica:

–“Tengo 23, soy

modista, soltera, cómico todo

y tan raro, hablo

contigo, camita: de una vez dímela, por

qué no me la dices la Gran

Verdad, la gran

revolución: que vamos a ser piedras, plantas

clarividentes, todo porque los árboles

serán barcos y en los trenes viajará el Espíritu y

del cuerpo se hará miel,

                                                             la

enfermera es la nube.”

Le volvería a decir que ese poema no solo es extraordinario por su libertad, su imaginería, por el contrapunto extremo que sobre el habla realiza el corte de los versos, sino que es la clave que lo lleva después a la incorporación simultánea de los múltiples lenguajes, jergas, acentos, formas de hablas, sonidos, ritmos, que exhiben sus últimos poemas y en especial en los que se conservan en el archivo Gonzalo Rojas, a mi juicio los poemas cumbres de su autor, sus Cantos pisanos. Le comentaría que haber llegado a escribirlos representa una de las ampliaciones de registros más impresionantes de la historia de la lengua castellana. Pues bien, ese breve poema podía tener cualquier título menos el que tiene: “Esquizotexto”. El lector podrá eximirse de su poder subversivo, del enjuiciamiento de las formas usuales de representación, de su alucinada libertad, con un aliviador: “claro, así hablan los locos”. Amo ese breve poema y todavía me duele ese título.

Y después hablaríamos de mis disensos, no creo que Gonzalo Rojas los aceptase de buena gana, pero tal vez a un tipo algunos años menor y con real interés en el tema se los habría escuchado. Le preguntaría por la sacralización de las palabras que lo emparienta con la erótica nerudiana y que está bien, pero no es fácil leer poemas eróticos, ni suyos ni de Neruda, después de leer el Cantar de los cantares. Que tal vez la poesía no es el amor a las palabras sino el ataque más feroz al estatuto de ellas, y es el ataque más feroz no porque las odie, sino porque las odia y las ama al mismo tiempo. Está en César Vallejo, en el poema “España, aparta de mí este cáliz”, del libro póstumo del mismo nombre:

Niños del mundo,

si cae España –digo, es un decir–

si cae […]

¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto

hasta la letra en que nació la pena!

Lo que Vallejo nos dice es que a los hispanoparlantes de estos inmensos territorios americanos, marcados por la conquista y la evangelización, no nos es posible la felicidad porque la pena está incrustada en cada sonido, en cada sílaba, en cada letra del idioma impuesto y que ese “silabear el mundo” al que Gonzalo Rojas aludió tantas veces en relación a su poesía es también parte de una historia, la del lenguaje, que, desde Homero y el poema de la ira, no es otra que la historia de la desgracia. Le diría entonces que, a diferencia de él y de Neruda, me cuesta creer que alguien pueda amar sin odio el árbol inundado de sangre al que está atado. Le diría que era eso, pero que en todo lo demás estamos okey.

Ensayo así estas conversaciones como si no fuese yo mismo el que me hablo. Ahora he leído sus obras completas con devoción. El todo que emerge es distinto a los libros anteriores como si el tiempo les hubiera otorgado una nitidez que en parte se perdía al reiterar el gesto de agrupar y reagrupar en cada publicación poemas de libros anteriores con los últimos que iba escribiendo. Pero no es el tiempo, es el extraordinario trabajo de Fabienne Bradu, meticuloso y visionario, notablemente bien documentado, el que marca un punto de inflexión en las ediciones de poesía. Al adoptar un orden estrictamente cronológico se produce una unidad y secuencia más eficaz y apasionante que las secuencias un tanto forzadas que resultaban de mezclar poemas nuevos con antiguos. Efectivamente Íntegra muestra hasta qué grado la afirmación de Gonzalo Rojas de que sus poemas formaban un único poema era deslumbradoramente cierta, y al mismo tiempo hace que cada poema resalte aún más en su autosuficiencia. Lo que emerge es así un crescendo que abre dimensiones que a menudo alcanzan lo magistral y que en los grandes escritores solo pueden otorgar el talento y la herida.

Abruptamente advierto, ahora, mientras escribo estas líneas, que quiero fijar el rostro del poeta y se me vienen encima cientos de rostros, el de la primera vez que lo vi en la casa de David Turkeltaub en 1979, el de sus fotografías, todos los rostros de las incontables veces en que lo escuché leer en auditorios atiborrados de gente que invariablemente terminaban de pie ovacionándolo, y que a fin de cuentas el hecho cortante es este: a diferencia de la vida y sus sucesivos rostros únicos, morir es adquirir miles de rostros para el otro. Pero también, de tanto en tanto, como en esta ocasión feliz, es ver con sorpresa, casi como un golpe, a los dos hijos de Gonzalo Rojas y reconocer en ellos tan nítidamente los gestos, la mirada, la sonrisa, la caballerosidad de su padre. Ellos son las estrellas resurrectas del cielo difunto.

A su padre, como en la última línea de la novela La muerte de Virgilio de Hermann Broch, nada podemos decirle ni tenemos el derecho a hacerlo pues él ya está fuera del lenguaje. ~

 

 

 

 

 

 

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Texto leído en la presentación de Íntegra (edición de Fabienne Bradu, fce, 2012),

el 25 de abril de 2013, en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile.

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