Fotografía: Hans-Maximo Musielik

La quimera del justiciero

Partiendo de los postulados clásicos de las razones de ser del Estado, este ensayo aborda los problemas de la falta de acceso a la justicia y echa luz sobre los límites de sus promesas y la manera en que se ha optado por matizar el alcance de sus obligaciones.
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Autodefensas y linchamientos empiezan a ser términos cada vez más frecuentes en nuestros días. Se trata de prácticas arraigadas en nuestro país que no solo nunca han sido del todo desterradas sino que se han vuelto prevalentes en circunstancias de violencia. Al margen de las peculiaridades de cada uno de estos sucesos hay un denominador común: el profundo distanciamiento que existe entre ciertos sectores de la sociedad y las autoridades. La presencia de grupos ciudadanos diseñados para reaccionar frente a fenómenos delictivos anuncia problemas de eficacia en las tareas que por tradición hemos atribuido al Estado, pero también indica que las personas consideran seriamente la viabilidad de alternativas que les permitan suplantar, de manera sistemática, la acción del Estado.

El contractualismo clásico de los siglos XVII y XVIII reconoció como funciones fundamentales del Estado la protección de la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos. A cambio de esta protección, las personas aceptan que el Estado ejerza el monopolio del uso de la fuerza pública. Un vistazo a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 puede servir como una lección abreviada de los valores y objetivos del Estado constitucional contemporáneo en su concepción más básica.

Ante este contrato tácito con el que hemos cedido al Estado el uso de la fuerza, aparece una pregunta inevitable: cuando el Estado no proporciona la seguridad que el ciudadano requiere, ¿este puede proporcionársela a sí mismo? La respuesta es positiva solo de manera parcial. En los casos en donde se revindica el derecho a la legítima defensa esto es cierto. La legítima defensa opera, en su sentido típico, en forma reactiva. Es decir, recibo una agresión, me defiendo. No obstante, debe entenderse como una excepción a la regla general.

El modelo básico de legítima defensa ha derivado en por lo menos dos tendencias, que son las que se mencionan con mayor frecuencia. La primera es el derecho a portar armas, característico de la tradición jurídica de Estados Unidos, y que se extiende hasta el punto de permitir que las personas cuenten con verdaderos arsenales en sus casas. La segunda es una serie de acciones que, en entornos comunitarios que viven fenómenos de violencia o inseguridad, obligan a las personas a organizarse para, en colaboración con el Estado, buscar soluciones al problema. En sus versiones más radicales estas acciones no colaboran sino que suplantan al Estado.

Definir hasta qué punto la legítima defensa permite establecer mecanismos permanentes de seguridad que suplanten, más o menos, al Estado no es sencillo. Si lo que se pretende es defender la existencia del Estado constitucional de derecho, entonces el único legitimado para usar la fuerza es el Estado mismo. Y, si esto es así, la existencia de cuerpos privados de seguridad representaría un problema pues, por más que sean reconocidos como mecanismos de colaboración con los encargados del resguardo de la seguridad pública, en los hechos le disputan al Estado el monopolio de la fuerza.

Por otro lado, los grupos cuya operación no plantea necesariamente un contacto con las autoridades representan un problema que trasciende las cuestiones de seguridad, pues detrás de ellos hay temas más complejos como las expectativas que tienen del aparato de justicia y la marginación jurídica de la que son parte.

Lo que se espera de la justicia suele estar relacionado con nuestra obsesión con la cárcel como mecanismo para resolver cualquier problema y la excesiva tolerancia que tenemos hacia las irregularidades del sistema de impartición de justicia. La expectativa es que cualquiera que sea señalado como responsable de un delito, y que no cuente con la aprobación de la opinión pública, deberá inevitablemente pisar la cárcel. La libertad del imputado, incluso bajo fianza, se observa como un fracaso de la justicia. La cárcel y los maltratos aparecen como formas inmediatas “de hacer justicia”. El debido proceso es percibido como un formalismo absurdo.

La marginación jurídica se refiere a la enorme distancia que existe entre gran parte de la población y el Estado. Un ejemplo claro de ello es lo común que resulta encontrar a personas que pueden desarrollar su vida sin documentos tan elementales como un acta de nacimiento o una credencial para votar. Estos ejemplos son apenas la punta del iceberg, pero es la justicia el ámbito en donde la marginación queda en evidencia.

A menudo el primer contacto con la justicia es el derecho penal. Esto quiere decir que para muchos ciudadanos el Estado de derecho apenas adquiere sentido cuando son procesados por el sistema de justicia penal. Hasta que eso ocurra, el sistema será percibido como fuente de problemas y no de soluciones. No se trata de una perversidad per se del sistema sino que simplemente para utilizarlo se requieren condiciones que no son accesibles para una gran parte de la población. Identificar que una persona ha sido afectada por la acción de un tercero, determinar que esa acción puede ser reclamada dentro del sistema legal y tener la posibilidad de, en efecto, reclamarla en los tribunales son tres pasos simples de enunciar, pero muy complejos de ejecutar.*

Desde el punto de vista del Estado el panorama no es mejor. Los funcionarios públicos desconfían de sí mismos –lo que se refleja en problemas de coordinación entre policías municipales, estatales y federales– y desconfían de los ciudadanos, quienes a su vez menosprecian a los policías. El lenguaje de documentos programáticos en donde se alude a la corresponsabilidad social y a la necesidad de que los ciudadanos se muestren más activos en la lucha en contra de la inseguridad también ejemplifica esta desconfianza, pues parece partir de la idea de que los ciudadanos no colaboran. Resultado: todos desconfían de todos, nadie se responsabiliza de nada.

Pero el distanciamiento entre personas y autoridades no es fruto exclusivo de la desconfianza. En la práctica, el sistema judicial opera apartado por completo de la sociedad. A la vista de los jueces, los casos –que son personas y los conflictos que les afectan– no pasan de ser más que documentos que engrosan la carga de trabajo. Los jueces –que en los últimos años han recibido importantes mejoras en su remuneración y estabilidad laboral– los ven con frialdad y sin prisa. Siempre es menos problemático emitir sentencias tibias y regodearse en la autocomplacencia.

Todo esto va construyendo la imagen de un Estado que solo aparece ante sus gobernados cuando los castiga, que no actúa de acuerdo con las expectativas sociales y que cuando lo hace se comporta en forma abusiva o corrupta. Así, la desconfianza de las personas hacia el Estado no hace más que fortalecerse.

¿Cómo salir del entuerto? Por principio debe documentarse con toda seriedad el divorcio que se presenta entre la sociedad y sus autoridades. También es indispensable reconstruir esa relación, y eso no se logra con medidas globales sino con la paulatina y constante construcción de certezas.

El artículo 17 de la Constitución establece que nadie puede hacerse justicia por propia mano. A cambio de ello, garantiza la existencia de tribunales que deben impartir justicia de manera expedita. Eso significa que, desde el punto de vista constitucional, no hay lugar para justicieros sino para la justicia. La quimera del justiciero se acaba con los finales felices de los capítulos de Batman. Las expresiones de justicia por propia mano deben acabar, pero para ello el Estado debe garantizar seguridad y justicia en un entorno de igualdad, sin excepciones, sin irregularidades, sin privilegios y sin corrupción. Debemos no solo convencernos, sino tener la certeza de que un Estado constitucional de derecho no resolverá todos los problemas, pero que no existe otra vía mejor. ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

* La trilogía del acceso a la justicia fue enunciada a principios de los ochenta por Felstiner, Abel y Sarat en un famoso artículo titulado “The emergence and transformation of disputes: naming, blaming, claiming…”.

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Es profesor investigador de la División de Estudios Jurídicos del CIDE


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