La otra plata quemada

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Otra razón para la nostalgia: en siglos pasados, los escritores protagonizaban episodios judiciales por la escandalosa libertad de su conducta (Wilde) o de su escritura (Flaubert), heroicos rounds de los que no siempre salían bien librados pero que, por lo menos, servían para denunciar la hipocresía, ignorancia y estupidez de la sociedad. Hoy, en cambio, se da el caso de un autor de talento hundido en el banquillo de los acusados por una estafa de lo más vulgar, en una abrumadora muestra de que el escritor y la industria del libro también integran la trama de corrupción e impunidad que alguna vez fue objeto de crítica intelectual.
     La historia saltó a la prensa de todo el mundo en marzo pasado pero empezó en junio de 1994, cuando Guillermo Schavelzon, ex director de Espasa Calpe (un grupo que forma parte de Planeta Argentina), y el escritor argentino Ricardo Piglia firmaron un jugoso contrato por el que la editorial se comprometía a publicar toda la obra existente del autor y “tres libros nuevos”, entre ellos una “novela nueva”. En septiembre de 1997, en una entrevista de Alan Pauls para el suplemento Radar de Página/12, el propio Piglia anunciaba la aparición de esa “nueva novela” en Seix Barral, uno de los sellos de Espasa Calpe. “Piglia volverá a Buenos Aires cerca de diciembre, cuando Seix Barral publique Plata quemada, su nueva novela”, escribía Pauls, “un thriller documental que reconstruye más de veinte años después un hecho verídico, el sangriento asalto a un banco de San Fernando. ‘Va a ser mi A sangre fría‘, bromea [Piglia]”. Sin embargo, dos meses después de esa entrevista, los cuarenta mil dólares del Premio Planeta Argentina de Novela fueron para Plata quemada, la novela que, en palabras de Piglia, iba a salir en diciembre editada por Seix Barral. En un premio siempre bajo sospecha, los peores recelos cayeron sobre Piglia y Schavelzon. ¿Es lícito que un autor se presente a un premio de la editorial con la que mantiene un contrato vigente? ¿Podía pensarse una maniobra por la cual los cuarenta mil dólares del premio constituían un anticipo encubierto por Plata quemada, más allá del contrato de 1994? Ocho años después, parte de ese enigma se resolvió por vía judicial con el fallo emitido por la Sala G de la Cámara Civil de Buenos Aires, que condenó a Piglia, Schavelzon y a Planeta por “predisposición o predeterminación” en favor de la novela ganadora, “que ya estaba prevista en el contrato de edición que el autor suscribiera con Espasa Calpe en junio de 1994”, según concluyen los jueces.
     El fallo corresponde a la demanda presentada por el escritor Gustavo Nielsen, uno de los diez finalistas del premio, por cierto autor de un volumen de relatos que, créase o no, se llama Playa quemada (Alfaguara, 1994). “En la literatura argentina las diferencias literarias siempre las han dilucidado los escritores. ¿O vamos a empezar a llamar a la policía cada vez que alguien no valore lo que escribimos?”, señaló Piglia en su defensa, en una reciente edición de Radar. “No tengo nada contra Piglia, pero ésta no es una ‘rencilla literaria’, como la quiere disfrazar, sino un tema estrictamente contractual”, contestó Nielsen, a quien los condenados deben pagarle un monto cercano a los nueve mil dólares. No piensan igual más de cincuenta intelectuales argentinos —Juan José Saer, Héctor Tizón y Alan Pauls entre ellos—, quienes en una carta de apoyo al autor de Respiración artificial denuncian “una campaña de difamación” contra Piglia, que “responde a una sola causa: se lo acusa de ser quien es en nuestra literatura, en la cultura nacional y en el plano internacional y académico”. El abogado de Planeta ha anunciado que la editorial apelará ante la Corte Suprema de Justicia, y lo cierto es que el dictamen se ve tan certero como insostenible. Por un lado, es muy probable que los hechos hayan ocurrido como señala la Cámara Civil; sin embargo, también está claro que las pruebas no son nada contundentes. Piglia ha dicho más de una vez que la “nueva novela” a la que se refiere el contrato con Planeta no es Plata quemada, sino Blanco nocturno, inédita hasta el día de hoy. Y la entrevista de Pauls, presentada como prueba por la acusación, no constituye un documento irrefutable, porque se podría entender como producto de alguna información errónea suministrada por Piglia de buena fe.
     En todo caso, la cuestión que palpita entre tanta plata o playa quemada es la presunta legitimidad de los premios literarios. “Piglia, Schavelzon y Planeta habrían usado a doscientos sesenta participantes para que de nuestros bolsillos y a costa de nuestras propias ilusiones paguemos la promoción de Plata quemada. ¿Era un concurso o una operación publicitaria?”, apuntó Nielsen. Su argumento sin dudas suena justo, pero olvida que un premio literario es una operación publicitaria. Ninguna editorial haría un concurso si no fuera rentable, y para alcanzar esa rentabilidad es fundamental reducir al mínimo los riesgos comerciales. La mejor manera de reducir la incertidumbre de su impacto es otorgarle el premio a un autor reconocido, a veces con su connivencia o complicidad directa, y otras con la sutil manipulación que implica organizar un “jurado de preselección”, es decir, un grupo de anónimos especialistas contratados para elegir el puñado de novelas que le llega al jurado oficial. En esta ocasión, el jurado que premió a Piglia —integrado por Augusto Roa Bastos, Tomás Eloy Martínez, María Esther de Miguel y Mario Benedetti— recibió diez novelas para elegir la ganadora. La convocatoria había recibido 264. ¿Qué seriedad tiene un jurado que decide con base en las diez novelas proporcionadas por la editorial, la principal interesada en que el nombre del ganador garantice el éxito comercial del premio? Una respuesta inquietante la sugiere el testimonio de María Esther de Miguel, única miembro del jurado que declaró en el juicio, quien afirmó que El amor enfermo, la novela finalista de Nielsen, nunca llegó a sus manos.
     El fallo de la Cámara Civil encontró “menguada participación” en el asunto por parte de los integrantes del jurado, pero no advierte que éstos muchas veces resultan decisivos y decorativos, porque trabajan a partir de unos manuscritos que la editorial preselecciona para sugerir entre líneas quién debe ganar. De todas maneras, el auténtico trasfondo de las trampas en la industria de la cultura parece exceder las funciones de los abogados y los jueces. Tiene razón Piglia: la moral literaria no pertenece a la esfera de los tribunales. Más bien forma parte del mundo de justicia y ética alentado por lo que alguna vez fue la crítica intelectual, cuyos sueños hoy dan, maldita sea, otra razón para la nostalgia. –

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(Argentina, 1967) es cronista y DJ. Es autor de Extranjero siempre (Almadía) y del blog Guyazi (www.guyazi.blogspot.mx).


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