La fantasía sediciosa

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Durante mucho tiempo la figura y la obra de Marcelino Menéndez y Pelayo estuvieron desdibujadas por estereotipos que, en los años cuarenta y cincuenta sobre todo, llevaron a convertirlo en el príncipe intelectual de la España tradicionalista, conservadora y clerical: un ortodoxo intransigente en materia religiosa, un clasicista reñido con la modernidad al que las vanguardias y los experimentos literarios escaldaban, un reaccionario intolerante en política enemistado con la democracia y la libertad. Esta visión, bastante caricatural, ha apartado de las nuevas generaciones de españoles e hispanoamericanos a un crítico e historiador de la literatura cuya obra ciclópea es imprescindible para conocer nuestra cultura y nuestra historia, y las ideas, los poemas, las novelas y los ensayos que nuestros creadores y artistas forjaron, en ambas orillas del océano, y que cimentan, por debajo de todas las variantes y matices que son su riqueza, la unidad de la lengua española.
     Hay muchas cosas, desde luego, que separan al agnóstico liberal y gongorino empecinado que es este escribidor, de don Marcelino, pero no compartir con él la fe ni ciertas convicciones, y entristecerme de que no fuera capaz de gozar —él que gozaba como nadie con la buena literatura— con El Polifemo y Las Soledades, no me impide admirar su prodigiosa capacidad de trabajo, la casi indecible ambición con que emprendió esas titánicas empresas que fueron las historias de las ideas estéticas en España, de los heterodoxos, de la novela, de la ciencia española, o su antología comentada de la poesía hispanoamericana. Una sola de ellas bastaría para considerarlo un investigador fuera de lo común. Pero que, en su relativamente corta vida —56 años—, culminara las cinco, al tiempo que daba clases, dirigía la Biblioteca Nacional, era parlamentario, escribía innumerables artículos —además de algunas tragedias en verso— y se las arreglara para leer a casi todos sus contemporáneos y producir una copiosísima correspondencia, nos deja boquiabiertos. Vale la pena recordar el homenaje que le rindió Alfonso Reyes, ensalzando su labor de pionero:

Su nombre queda para siempre entre los más altos nombres de la crítica y entre los orientadores del pensamiento universal. Pero, a diferencia de lo que acontece en ambientes más propicios o en épocas más venturosas, él tuvo que hacerlo todo por sí mismo: descubrir la cantera, amontonar y acarrear los materiales de construcción, usar la cuchara y la plomada del albañil y, por último, trazar las líneas del monumento y gobernar su soberbia arquitectura.
     Le asistían para ello el ardor de su sentimiento hispánico y un tesoro de facultades innatas, lo mismo el tacto y la adivinación del gusto infalible que el poder de síntesis, la resistencia al estudio, la memoria casi fabulosa, la pluma de estilo y aliento magistrales, el arte —cuyos secretos no pueden enseñarse ni tampoco aprenderse— de trasfundir y asimilar la erudición en pulso y latido del pensamiento propio, comunicándole a la vez los encantos de un cuento árabe: paciencia de hormiga y visión de águila; generosa y libre comprensión que cada día se fue abriendo como abrazo inmenso, para cada día abarcar un mundo más rico y anchuroso.1
Yo lo leí gracias a mi maestro sanmarquino, en Lima, el historiador Raúl Porras Barrenechea, que admiraba a Menéndez y Pelayo y era, en cierto modo, émulo suyo, porque él convertía también la árida erudición en dato precioso e iluminador, y tenía la misma mirada zahorí para escudriñar viejos infolios y polvorientas bibliotecas, exhumando en ellos toda clase de tesoros y curiosidades. Ambos compartían el amor por la historia y la literatura como los dos pilares que sostienen la vida cultural, y, para ambos, la lengua y el pasado —grandioso, generoso, miserable o violento— habían sellado de modo irreversible la unidad espiritual de España e Hispanoamérica. Esas ideas son actuales, aunque algunos despistados las tilden de anacrónicas.
     Siempre tendré que agradecerle a don Marcelino allá en el cielo, donde —si el cielo existe— seguramente está, ese infatigable polígrafo (¿qué tiempo hubiera tenido de ganarse el infierno?), los excelentes ratos que me deparó su Historia de los heterodoxos españoles. Es un libro que nunca he leído de principio a fin, pero que en partes he leído muchas veces, aunque de una manera irreverente, que el riguroso montañés hubiera desaprobado. En 1958, una compañera de Filología Románica de la Complutense, que me escuchó hablar bien de esa formidable inquisición histórica, se escandalizó: "¡Pero si no se le escapó uno solo!" La intención de ese rastreo interminable en pos de disidencias y desacatos a la norma teológica y litúrgica y a la moral establecida, a lo largo de la historia cristiana de España, eriza los cabellos si recordamos que, durante buen número de siglos, esas heterodoxias se pagaban con el tormento, la confiscación de los bienes, la cárcel o las llamas. Pero, de otro lado, en contra de las previsiones de su autor, no hay un testimonio más rico ni sabroso del espíritu de insumisión, que en la sociedad española estuvo siempre vivo en el dominio religioso e intelectual aun en los periodos de mayor intolerancia y represión. Que una obra de quien ha sido considerado el mejor guardián intelectual de la ortodoxia diera constancia de ello, no deja de ser paradójico. ¡Qué mejor prueba de que en el campo de la literatura nunca se sabe para quién se trabaja! Los progresistas españoles deberían desfilar cada aniversario ante la tumba de don Marcelino y cubrirla con rosas rojas, en agradecimiento por haberse quemado las pupilas gestando esta contundente demostración de que desde los más remotos tiempos hubo siempre un espíritu levantisco en la historia de España, que se mantuvo indoblegable aun cuando para ello fuera indispensable arriesgar la vida y la libertad. Esos heterodoxos eran en muchos casos —simplifico— locos rematados, y, en otros, peligrosísimos fanáticos. Pero es imposible no quedar deslumbrados con el vuelo imaginativo, la barroca inventiva, las delirantes construcciones que la indisciplina religiosa produjo, y que tornan ciertas páginas de la Historia de los heterodoxos españoles en inesperado antecedente de las sutiles fantasías de Jorge Luis Borges o de los prodigios mágico-realistas de García Márquez e Isabel Allende. Quienes no lo han hecho, háganlo: abran ese libro y, como Alicia cuando cruzaba el espejo, entrarán a una esplendorosa feria de las maravillas que fragua la imaginación, azuzada por un instinto sedicioso.
     Aunque don Marcelino difícilmente lo hubiera admitido, esa predisposición sediciosa es, para mí, la razón secreta de la literatura. A Borges lo irritaba que le preguntaran "¿Para qué sirve la literatura?" Le parecía una pregunta idiota y respondía: "¡A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o los arreboles de un crepúsculo!" En efecto, si esas cosas bellas están allí y gracias a ellas la vida es menos fea y menos triste, ¿no es mezquino buscarles justificaciones? Sin embargo, a diferencia del gorjeo de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están simplemente allí, fabricados por la Naturaleza. Nacieron, como inciertos fantasmas, en la intimidad de una conciencia, un inconsciente, una sensibilidad y unas emociones, a los que, en una lucha a mansalva con las palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta, movimiento, ritmo, armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje y sueño, que coexiste con la otra, la real, desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y mujeres —algunos con frecuencia, otros de manera esporádica— porque la vida que tienen no es capaz de ofrecerles todo lo que quisieran.
     La literatura no dice nada a los seres satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida que viven. Ella es un refugio del que le sobra o le falta algo para no ser infeliz, para no sentirse incompleto. Por eso, salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el Capitán Ahab, tragarnos el arsénico con Emma Bovary o convertirnos en un insecto con Gregorio Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de desagraviarnos de esa vida injusta, que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser tantos como los deseos de que estamos poseídos, y que nuestra fantasía atiza.
     La literatura, es verdad, sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión de la vida en que nos sume la ilusión literaria —que parece arrancarnos de la cronología y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo— somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos que en la constreñida rutina de nuestra vida real. Cuando, cerrado el libro, abandonada la ficción, regresamos a aquélla y la cotejamos con el esplendoroso territorio que acabamos de dejar, nos espera esta tremenda comprobación: que la vida de la ficción es mejor —más bella y más diversa, más comprensible y perfecta— que aquella que vivimos, una vida doblegada por las servidumbres de nuestra condición. Es en este sentido que la buena literatura es siempre —aunque no lo pretenda— sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe. "Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de gravedad", decía un manifiesto pergeñado por Augusto Lunel, un versátil poeta peruano que terminó ejerciendo el sorprendente oficio de guardaespaldas del general De Gaulle. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía que no conoce límites. ¿Cómo no quedaríamos defraudados al volver a este mundo de pequeñeces sin cuento, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a cada paso, corrompen nuestras ilusiones? Ésa es la mejor contribución de la literatura al progreso humano: recordarnos (sin proponérselo, por mera fuerza de la evidencia) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo contrario —por ejemplo, los poderes que lo gobiernan—, y que podría estar mejor, más cerca de los mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar.
     Ahora bien, llamar sediciosa a la literatura porque las buenas ficciones desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones del mundo real, no significa, claro está, como creen los gobiernos que establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos literarios provoquen las conmociones sociales o aceleren las revoluciones. El efecto sociopolítico de un poema, de un drama o de una novela es inverificable, improbable, y, en todo caso, tiene poco que ver con su calidad estética (por ejemplo, una mediocre novela, La cabaña del tío Tom, parece haber desempeñado un papel importantísimo en la toma de conciencia social en Estados Unidos sobre los horrores de la esclavitud). Significa, sólo, que la buena literatura, a la vez que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y que, desarrollando una sensibilidad inconformista ante la vida, hace a los seres humanos más aptos para la infelicidad. Vivir insatisfecho, en disidencia contra lo existente, es empeñarse en buscar tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro, es decir, condenarse, en cierta forma, a librar esas batallas que libraba el coronel Aureliano Buendía, sabiendo que las perdería todas. Eso es probablemente cierto; pero también lo es que, sin la insatisfacción y la rebeldía contra la mediocridad y la sordidez de la vida, los seres humanos viviríamos todavía en un estadio primitivo, la historia se hubiera estancado, y no habría nacido el individuo, la ciencia y la tecnología no hubieran despegado, los derechos humanos no serían reconocidos y la libertad no existiría, pues todos ellos son criaturas nacidas a partir de actos de insumisión contra una vida percibida como insuficiente o intolerable. Para este espíritu que desacata la vida tal como es, y busca, con la insensatez de un Alonso Quijano, cuya locura, recordemos, nació de leer novelas de caballerías, materializar el sueño, lo imposible, la literatura ha servido y sirve de formidable combustible.

Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando un mundo sin literatura, una humanidad que no hubiera leído poemas ni novelas.

¿Cómo sería? Ante todo, tartamuda y afásica, aquejada de tremendos problemas de comunicación, debido a la precariedad de su lenguaje. La persona que no lee, o lee poco, o lee mal, puede hablar mucho pero dice siempre pocas cosas porque dispone de un arsenal mínimo y deficiente de palabras para expresarse. Esta limitación verbal es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una indigencia de pensamientos y conocimientos, porque las ideas, los conceptos, no existen disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia que los transmite. Se aprende a hablar con corrección, profundidad y sutileza, gracias a la buena literatura, y hablar bien —disponer de un habla rica y diversa y de un dominio en el manejo del lenguaje— significa estar mejor preparado para pensar, soñar, fantasear y, también, sentir y emocionarse. Sin la literatura, el amor y el placer serían más pobres, carecerían del refinamiento, las delicadezas y exquisiteces, y de la intensidad que han alcanzado educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. Una pareja que ha leído a Garcilaso y a Baudelaire ama más y goza mejor que otra de analfabetos semiidiotizados por la televisión. En ese mundo aliterario que conjeturo, el amor y el goce serían casi indiferenciables de los que sacian a los animales y no irían más allá de copular y tragar.
     Naturalmente que en aquella civilización ágrafa no existirían ciertos adjetivos formados a partir de las creaciones literarias. Quijotesco, kafkiano, pantagruélico, sádico y masoquista, por ejemplo. Habría locos, víctimas de paranoias y delirios de persecución, y gentes de apetitos descomunales y excesos desaforados, y otras que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente. Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas excesivas, en entredicho con la supuesta normalidad, aspectos esenciales de la condición humana, es decir, de nosotros mismos, algo que sólo el talento creador de Cervantes, de Kafka, de Rabelais, de Sade o de Sacher-Masoch nos reveló. Cuando apareció el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante, igual que los demás personajes de la novela. Ahora, sabemos que el empeño del Caballero de la Triste Figura en ver gigantes donde hay molinos y hacer todos los disparates que hace es una forma de la generosidad, una manera de protestar contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones mismas de ideal y de idealismo, tan impregnadas de valencia moral positiva, no serían lo que son —valores diáfanos y respetables— sin haberse encarnado en aquel personaje de novela con la fuerza persuasiva que le imprimió el genio de Cervantes. Y lo mismo podría decirse de ese pequeño quijote pragmático y con faldas que fue Emma Bovary —el bovarismo no existiría, claro está— que luchó también con ardor por vivir esa vida esplendorosa, de pasiones y lujo, que conoció por las novelas, y que se quemó en ese fuego como la mariposa que se acerca demasiado a las llamas.
     Como las de Cervantes y Flaubert, las invenciones de todos los grandes creadores literarios, a la vez que nos arrebatan a nuestra cárcel realista y nos llevan y traen por unos mundos de fantasía, nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de nuestra condición, y nos equipan para explorar y entender mejor los abismos de lo humano. El adjetivo kafkiano viene naturalmente a nuestra mente, como el fogonazo de una de esas antiguas cámaras fotográficas con brazo de acordeón, cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor, abusos e injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. Sin los cuentos y novelas de ese atormentado judío de Praga que escribía en alemán y vivió siempre sobre ascuas, no hubiéramos sido capaces de entender, con la lucidez que hoy es posible hacerlo, el sentimiento de indefensión y de impotencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas, ante los poderes omnímodos que pueden pulverizarlos sin siquiera mostrar la cara.
     De donde resulta que la irrealidad y las mentiras de la literatura son también un precioso instrumento de conocimiento de verdades recónditas de la realidad humana. Estas verdades no son siempre halagüeñas, a veces el semblante que se delínea en el espejo que las novelas nos ofrecen de nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de un Sacher-Masoch o un Bataille. A veces, el espectáculo es tan ofensivo y feroz que resulta irresistible. Y, sin embargo, lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las abyectas torturas y retorcimientos que las pueblan; es descubrir que esa violencia y desmesura no nos es extraña, que está lastrada de humanidad, que esos monstruos ávidos de transgresión y exceso también se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que, desde las sombras que habitan, aguardan una ocasión propicia para manifestarse, para imponer su ley de los deseos en libertad, que acabaría con la racionalidad, la convivencia y acaso la existencia. No la ciencia, sino la literatura, ha sido la primera en bucear las simas del fenómeno humano y descubrir el escalofriante potencial destructivo y autodestructor que también lo conforma. Así pues, un mundo sin literatura sería en buena parte ciego sobre esos fondos terribles donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos inusitados, y, por lo mismo, tan injusto contra el que es distinto, como aquel que, en un pasado no tan remoto, creía a los zurdos, a los gafos y a los gagos poseídos por el demonio, y seguiría practicando tal vez, como hasta no hace mucho ciertas tribus amazónicas, el perfeccionismo atroz de ahogar en los ríos a los recién nacidos con defectos físicos.
     Incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, negado para la pasión erótica y el erotismo —que es el amor físico enriquecido con ritos y ceremonias gracias a una cultura que ha alcanzado un elevado nivel de refinamiento y libertad, es decir una cultura pletórica de artes plásticas, música, poemas y ficciones—, el mundo sin literatura de esta pesadilla que trato de fraguar, tendría sin duda, como su rasgo principal, el conformismo, el sometimiento generalizado de los seres humanos a lo establecido. También en este sentido sería un mundo animal, en el que los instintos básicos decidirían las rutinas cotidianas de una vida lastrada por la lucha por la supervivencia, el miedo a lo desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, en la que no habría cabida casi para el espíritu y en la que, a la monotonía aplastadora del vivir, acompañaría como sombra siniestra el pesimismo, la sensación de que la vida humana era lo que tenía que ser y que así sería siempre, y que nada ni nadie podía cambiarlo.
     Cuando se imagina un mundo así, hay la tendencia a identificarlo de inmediato con lo primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades mágico-religiosas que viven al margen de la modernidad en América Latina, Oceanía y África. La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales en nuestra época, que, de un lado, han revolucionado las comunicaciones haciéndonos a todos los hombres y mujeres del planeta copartícipes de la actualidad, y de otro, monopolizan cada vez más el tiempo que los seres humanos dedican al ocio y a la diversión arrebatándoselo a la lectura, permite concebir, como un posible escenario histórico del futuro mediato, una sociedad modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes, y sin libros, o, mejor dicho, en la que los libros —la literatura— habrían pasado a ser lo que la alquimia en la era de la física: una curiosidad anacrónica, practicada en las catacumbas de la civilización mediática por minorías maniáticas. Ese mundo cibernético, me temo mucho, a pesar de su prosperidad y poderío, de sus altos niveles de vida y de sus hazañas científicas, sería profundamente incivilizado, aletargado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots que habrían abdicado de la libertad.
     Desde luego que exagero y que es más improbable que esta tremendista perspectiva se llegue jamás a concretar. Así lo espero, por los hijos y nietos que tengo —y los biznietos que espero tener—, ciudadanos de un tercer milenio que ojalá no los prive del inconmensurable placer que, además de las otras cosas que he tratado de describir por el método parabólico de una fantasía negativa, me ha dado la literatura. Esto es lo principal que a ella debemos y que he dejado para el final. Lo divertida que es, lo bien que se pasa leyendo una buena novela o un bello poema o un ensayo inteligente, la indescriptible felicidad que pueden deparar esos signos oscuros alineados sobre un fondo blanco cuando se apoderan de nuestra conciencia, la fagocitan y la arrastran fuera de este mundo y la instalan en el que, con esas materias tan deleznables —unas palabras arrejuntadas sobre un rectángulo de papel—, creó el poeta, el novelista, un mundo en el que somos todo lo que no somos en éste, lo que nos hubiera gustado ser y sólo lo fuimos soñando y fantaseando. Pero los sueños y, fantasías de la literatura son más concretos y permanentes —más verdaderos— que los que nos entrega la almohada o el vagabundeo de nuestra conciencia en duermevela, porque el de la literatura es un sueño lúcido, una ilusión atrapada, detenida en el tiempo, inmovilizada por el lenguaje, una hospitalaria casa de citas donde podemos volver siempre a gozar.
     Don Marcelino Menéndez y Pelayo, aunque sin duda hubiera levantado una ceja inamistosa oyéndome comparar a la literatura con una casa de citas, fue un crítico que amaba los libros, que gozaba y se entusiasmaba con las obras maestras. En sus trabajos la erudición, la arqueología textual y el análisis no llegan jamás a sofocar esa alegría elemental, contagiosa, ante el poema o la novela logrados, que era la razón de ser de su vocación. El amor, el gusto por la literatura deberían animar la tarea crítica. No ocurre siempre así, desde que la crítica se volvió, para algunos, rama de la lingüística, para otros de la filosofía, y, para ciertos charlatanes, un pretexto para la elaboración de barrocos artificios teóricos que, más que analizar los textos literarios, parecen desintegrarlos y abolirlos, ya que les niegan toda contaminación con lo vivido. En esto, estoy con el anticuado don Marcelino, en contra, por ejemplo, de los llamados críticos deconstruccionistas que quieren hacernos creer que los textos sólo remiten a otros textos, que la literatura es un mundo exclusivo de signos, impermeable a los hechos y a las acciones, confinado en lo verbal. Sin cuestionar en lo más mínimo la evidente verdad de que la literatura es forma, de que en ella el estilo y el orden crean los contenidos, nunca he podido resignarme a la idea de que la literatura se halle desgajada de la experiencia vital de quienes la escriben y la leen, ni sea cabalmente entendida al margen de ella, como un juego de destreza de las palabras entre sí, a las que el escritor y el lector pondrían en movimiento de la manera despersonalizada con que los malabaristas hacen volantinear por los aires platillos y palitroques. A mí, los libros que leí y que amé, los que me enfurecieron, alegraron, exaltaron e hicieron llorar, los que encandilaron mis sueños, me hicieron de pies a cabeza lo que soy, completando la tarea de los padres que me engendraron. A ellos debo lo mejor que me ha pasado y sé que sin ellos todo lo que he vivido sería peor. ¿Qué otras razones harían falta para decir que la literatura, creando una vida aparte, es vida ella misma en su más soberbia expresión? –— Londres, 31 de agosto de 1999

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Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. En 2022, Alfaguara publicó 'El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos', el primer tomo de su obra periodística reunida.


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