La aduana del Parnaso

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Entre la gente con curiosidad intelectual y deseos de ensanchar su horizonte literario —una especie en vías de extinción— predomina la idea de que para leer a los clásicos se necesita conocer la biografía y el contexto sociocultural del autor, saber encuadrarlo en las corrientes literarias de la época, haber estudiado a sus precursores y estar familiarizado con el estilo de sus obras. De lo contrario es inútil tratar de hincarles el diente. La lista de requisitos previos, abultada por los manuales escolares de literatura, desalienta a la mayoría de lectores y los inclina hacia libros más accesibles, por lo general noveluchas de moda. En teoría, los conocimientos adquiridos en la escuela deberían allanar el camino a las obras maestras, pero en la práctica son obstáculos infranqueables, como si el fin de la enseñanza fuera posponer eternamente la experiencia de la lectura. El programa oficial de literatura para segundo de secundaria abarca desde el Ramayana hasta el surrealismo. ¿Quién diablos puede asimilar y procesar tantos datos en menos de ocho meses? ¿En verdad aprende literatura el matadito que logra memorizarlos? Más bien se trata de revestir la ignoracia con los oropeles del saber, de convertir al alumno en un pequeño pedante, obligado a recitar de memoria la bibliografía y el currículum de los autores que no ha leído ni leerá jamás, pues tampoco su maestro lo ha hecho. En las universidades, el círculo vicioso de la lectura pospuesta y el conocimiento decorativo adquiere tintes de farsa, como lo puede comprobar cualquiera que haya dado o tomado clases de Letras en México o Estados Unidos, donde muchos estudiantes de posgrado no han leído el Quijote, pero comentan a los exégetas de Cervantes, y a los exégetas de sus exégetas, con un rigor metodológico deslumbrante.
     Los comentarios críticos pueden ser un valioso auxiliar en el proceso formativo del lector, pero en modo alguno son un escalón indispensable para llegar a las grandes obras. Para contrarrestar el funesto maridaje de la ignorancia y la pedantería, inculcado desde la cuna al lector incipiente, los buenos editores y prologuistas encargados de divulgar a los clásicos procuran apartar los obstáculos erigidos entre el lector y la obra, con una actitud servicial y discreta. La mejor edición de un clásico no es la que tiene más notas a pie de página, sino la que subsana las lagunas culturales del lector y le presta auxilio cuando de veras lo necesita. El aparato filológico nunca debe sepultar el texto, sino facilitar su comprensión, como en las Obras completas  de Sor Juana editadas por Alfonso Méndez Plancarte, un modelo de humildad y sabiduría, en que el comentarista se coloca tras bambalinas para iluminar el significado del texto, sin pretender dirigir la lectura.
     Pero a menudo los eruditos adoptan la actitud de los criados engreídos por la importancia de sus patrones y se obstinan en robar cámara al autor comentado. Su afán protagónico ha llegado a extremos grotescos en la colección Clásicos Castalia, cuyos editores y prologuistas, modestamente erigidos en coautores del texto, aparecen retratados en las contracubiertas de las obras de Quevedo, Lope o San Juan de la Cruz, con su extenso currículum al pie de la foto. ¿Creerán de verdad que su edición de la obra, por escrupulosa y atinada que sea, los autoriza a nadar en la fuente Castalia? ¿No les parece un poco gandaya exponer sus méritos académicos donde el lector espera encontrar la semblanza biográfica de un genio inmortal? ¿Son editores interesados en divulgar la literatura o parásitos de la gloria ajena?
     Cuando un comentarista no tiene rubor para compartir créditos con su objeto de estudio, tampoco se modera en la extensión de los prólogos. Recientemente leí los Cuentos fantásticos de Lugones en una edición de Castalia y me indigesté con la abusiva introducción del hispanista Pedro Luis Barcia, que se dio el lujo de presentar un libro de 250 páginas con un prólogo de ochenta. Si acaso, los prólogos de esa extensión deberían ser epílogos, pues el lector no los puede leer con provecho sin un conocimiento previo de la obra. Pero quizá el objetivo secreto de anteponerlos al texto sea disuadir al lector de llegar a la obra, intimidarlo con una falsa bienvenida que en realidad es una difícil aduana, con estrictos policías encargados de repeler a cualquier intruso. La misión inconfesable del aduanero es que el lector se conforme con leer la mitad del prólogo y ya no tenga valor para seguir adelante. De ese modo los custodios del Parnaso preservan la docta sandez del público, a quien no buscan educar, sino mantener a distancia, para que ningún lego pueda invadir su parcela de poder cultural.
     La táctica de arrinconar el texto con un prólogo kilométrico se ha perfeccionado hasta la demencia en la colección Cara y Cruz de la editorial Norma, una de las más leídas en Sudamérica. En ella el texto clásico sólo ocupa la mitad del libro; la otra mitad son ensayos sobre el autor y su obra. Gracias a la agudeza de los ensayistas sudamericanos, los prólogos de Norma son bastante mejores que los de Castalia. Pero pretender que el lector común, a quien va dirigida la colección, debe leer en igual proporción las obras originales y los comentarios sobre esas obras para forjarse una cultura literaria sólida equivale a restablecer los órdenes jerárquicos de la escolástica medieval, donde los comentarios y las glosas sobre la Sagrada Escritura tenían una autoridad muchas veces superior a la del texto canónico. Si nadie hace nada por detener a los mandarines de la crítica, dentro de poco las obras del repertorio clásico quedarán relegadas a un apéndice en letra mi-núscula, que ningún lector profano osará consultar, por creer ciegamente en la autoridad divina del hermeneuta. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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