Gustaw Herling (1919-2000)

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"Lo importante no es dónde se nace, sino el lugar que se elige para morir". Y desde hacía años Gustaw Herling, uno de los mayores escritores polacos y europeos de este fin de siglo, había declarado que era en Nápoles donde moriría, "su" ciudad desde 1955.
     La noche del pasado 6 de julio, tras haber terminado de leer Don Ildebrando, el cuento que da el título al último libro de Herling, me adormecí con las imágenes pesadillescas de la historia de un viejo cirujano y su antepasado, judío converso en la España de la Inquisición, asediado por el maleficio de la iettatura como emblema metafísico del mal.
     Pocas horas después, la llamada de un amigo desde Nueva York me informaba que Herling había muerto. De súbito acudieron a mi mente los dos encuentros que tuvimos. El primero en Roma, en casa de su traductor y amigo común Ron Strom, tras haber leído el extraordinario Diario escrito de noche. Pero aquel día hablamos con fervor de otro gran polaco: Bruno Schulz, de quien se cumplía el centenario del nacimiento, y de mi deseo de celebrarlo, lo que pudo llevarse a cabo gracias a la obstinada insistencia de Herling ante el Instituto Polaco de Cultura, en Roma.
     El segundo encuentro, un par de años después, fue en su casa de via Francesco Crispi, en Nápoles, donde vivía con su mujer Lidia (hija de Benedetto Croce), con motivo de una entrevista que dio lugar a un diálogo de una franqueza inusitada entre literatos.
     Herling contestó con aplomo y benévola sequedad a cada una de mis preguntas, incluidas aquellas sobre su trágico pasado: la experiencia del gulag (su novela-testimonio Un mundo aparte, publicada en 1951 con prólogo de Bertrand Russell, fue objeto de una auténtica caza de brujas por parte de la izquierda europea), el mal como categoría inmanente, la santidad laica (su polémica respuesta al Papa cuando éste condenó a las muchachas bosnias que habían abortado tras haber sido violadas por soldados serbios y su cuento Beata, Santa dan la pauta de su compromiso cristiano antidogmático), su amor por la pintura del siglo XVII, la fascinación por el Medioevo (época recurrente en sus ficciones policiacas de tinte metafísico), la literatura rusa y el poder…
     Condenado durante décadas al ostracismo en el que la izquierda comunista y la derecha católica coincidieron por opuestos motivos, este émulo contemporáneo de Dostoyevski —pupilo y amigo de Gombrowicz, deportado en 1940 a un gulag mientras intentaba atravesar la frontera para unirse a la resistencia antinazi, combatiente en Medio Oriente e Italia con las tropas aliadas en la Segunda Guerra Mundial— fue una de las pocas voces que se levantaron contra la ceguera dogmática de las ideologías ya en los años cuarenta.
     Simultáneamente, durante medio siglo Herling fue tejiendo una de las obras más singulares y contundentes de la literatura contemporánea, donde crónica, autobiografía, ensayo y ficción se entrelazan para componer un tapiz deslumbrante, en cuyo centro gravitan la tensión moral y la empatía piadosa, como armas capaces de enfrentar las encrucijadas de nuestro tiempo.
     En las más de 2,500 páginas de su Diario escrito de noche cobran forma esas grandes interrogantes morales y políticas. Lo recuerdo ligeramente encorvado sobre sus papeles, hablando con tono monocorde en su impecable italiano con acento polaco, mostrándome la carta en la que Albert Camus, apenado, le informaba que Un mundo aparte no sería publicado en Francia, porque su contenido no había gustado en ciertos círculos. Círculos capitaneados por Sartre, quien afirmaba que "si esos campos existieran, no habría que hablar de ellos".
     La censura volvió a caer sobre Herling todavía hace pocos meses, cuando la prestigiosa Einaudi rechazó su prólogo a Los cuentos de Kolyma, del gran escritor ruso Várlam Shalámov, porque Herling equiparaba el gulag soviético con los campos de concentración nazis.
     Con la muerte de Gustaw Herling se apaga aún más la tenue llama de la memoria y la imaginación como alarma ante un mundo donde la violencia y la mala fe deciden los destinos de millones. Queda la imagen de un hombre que, en la soledad del exilio, se atrevió a mirar más lejos que sus contemporáneos y defender con lucidez una dignidad.

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