¿Está en crisis la poesía?

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POESIA Y PRESENTE
     Hace poco, al contestar un cuestionario sobre poética requerido por dos jóvenes académicos, una de las preguntas me provocó una larga reflexión. La pregunta era: “Poesía como conocimiento o poesía como comunicación. ¿Qué postura asume? ¿Considera el poema como comunicación de un contenido emocional, intelectual o como una construcción lingüística autónoma que lo desprende de la experiencia que lo generó?”
     Veo aquí un gran malentendido. Un malentendido que, pese a las esclarecedoras tesis de varios críticos contemporáneos y de los propios poetas al hablar del asunto, sigue aparentemente con vigencia para la discusión. Poesía como “conocimiento” versus poesía como “comunicación”. Algo semejante a la disyuntiva que se planteaba hace algunos años entre “poesía social” y “poesía pura”. Esta última falsa querella, Eliseo Diego la disolvió con bastante sentido común cuando dijo que la poesía, si realmente lo es, termina por ser de todos: el buen poema es un poema social por naturaleza; mientras que, por el contrario, un poema cuyo único sustento es el propósito supuestamente colectivo o popular de su contenido termina siendo mero simulacro didáctico.1
     Efectivamente, esa clase de diferendos no existen a fin de cuentas. Si aceptamos que la poesía puede ser una forma de conocimiento —y creo que en cierto sentido lo es—, ese conocimiento parte necesariamente de la experiencia individual, y podría quedarse sólo ahí si no alcanza a ser precisamente poesía, es decir, forma que logra comunicar con palabras dicha experiencia individual, subjetiva por tanto pero de alcance común gracias a la eficacia de la forma alcanzada. Es importante no dejar de señalar que la eficacia comunicativa del poema es producto de la forma alcanzada y no del tema elegido. Los grandes temas no garantizan los grandes poemas; e incluso se podría decir que el tema no es un factor decisivo con respecto a la calidad del resultado. Pero es evidente que la cuestión del alcance común, o de la “comunicación” con la sociedad, es el que se subraya como diferendo teórico en esta discusión, como si el poeta pudiera elegir qué tan populares van a ser sus experiencias que logren ser transmitidas eficientemente a una forma verbal. Lo que se olvida en este punto es que el potencial de comunicación con la sociedad no es un designio del autor sino un atributo del poema. Ningún escritor es popular por simple elección suya.
     Jaime Gil de Biedma, por su parte, resuelve esta misma cuestión de un modo original. Para él no hay comunicación sin conocimiento y viceversa. Un poema es en último término comunicación; pero la comunicación que entraña proviene, principal e inevitablemente, de la que establece primero el autor con su propia conciencia: “Poesía es comunicación porque el poema hace entrar a su autor en comunicación consigo mismo”,2 es la conclusión a la que llega.
     Para T.S. Eliot se trata más bien de una jerarquía de responsabilidades: “Podemos decir que el compromiso del poeta, como poeta, con el pueblo es sólo indirecto. El compromiso directo es con su lengua.”3 Entiende, además, que dicha lengua es una forma suprema de lo colectivo y que al establecer su primer compromiso con ella el poeta está sirviendo a la colectividad en un orden más extenso, puesto que la lengua es un bien común que incluye no sólo a los hablantes vivos, sino también a los muertos y a los que nacerán con dicha lengua por herencia.
     Eliot también tiene razón si admitimos que la eficacia de un poema sólo está a fin de cuentas en sus palabras, o lo que es lo mismo: en la forma alcanzada por esas palabras en la específica construcción que las sustenta. Es por ello un hecho verbal objetivo, si no del todo autónomo, sí bastante concreto dentro del idioma. Un buen poema no puede, por lo tanto, ser incomunicable. Puede ser, de acuerdo, complejo; puede ser, también, muy original o novedoso; pero lo que no puede es perderse en el autismo porque entonces pierde la comunión, el reconocimiento del otro en la comunidad de una lengua. Deja, sencillamente, de ser una expresión reconocida por los demás como poesía.
     A este respecto, por cierto, no hay que olvidar que el señalamiento decisivo sobre el valor de un poeta lo hace finalmente la comunidad. Los poemas pueden ser de alguien, pero la poesía es de todos. Es ridículo que un individuo se proclame a sí mismo poeta por el simple hecho de escribir versos. Ese título se lo tiene que dar la gente. Sólo cuando un poema vive, sobrevive y circula por sí mismo entre los hablantes de un idioma —y no tienen que ser millones, basta con unos cuantos pero que no falten en cada generación—, sólo entonces puede hablarse de superación del autismo o, en un término que me resulta chocante pero es correcto: trascendencia. Y puesto que lo que trasciende no es el poeta sino la poesía, a fin de cuentas es el idioma el que elige a los suyos.

*
     Tras los malentendidos que acabo de comentar, detecto otro problema más de fondo. Lo que atestiguan estas disyuntivas (individuo vs. colectividad, conocimiento vs. comunicación) es una crisis en otro lugar: el lugar que ocupa la poesía en la sociedad de hoy. Para nadie es un secreto que la poesía, entendida como género literario, se hunde en su propio lastre de contradicciones y aparece ante el público —el poco que queda— muchas veces como un galimatías, una interminable discusión de modos y una querella de procedimientos. El poeta parece haber pasado de la plaza pública al laboratorio secreto y en ese camino se ha defenestrado. El gusto por este género se vuelve, por lo mismo, cosa de iniciados y, lo peor, a veces es más importante pertenecer al círculo de los iniciados que apreciar con naturalidad un buen poema —ya no digamos escribirlo.
     Porque, honestamente: ¿No son hoy en día quizá las canciones del radio los verdaderos poemas populares? ¿No es un poeta contemporáneo, como cualquier escritor, un simple profesional de las palabras? ¿Y cuál es la verdadera razón de ser de la poesía y su viabilidad en este abierto mercado de consumo, mediático y vertiginoso, donde los códigos son tan provisionales y relativos como el objeto que pretenden codificar?
     Tal vez la poesía actual discute con sus métodos porque discute fieramente con ella misma. Es una zona, dentro del lenguaje, de reinvención y por lo mismo de inestabilidad. Para una lengua la poesía es su gran laboratorio. De ella pueden surgir fusiones atómicas, especies híbridas, nuevos materiales con propiedades desconocidas o monstruosos clones. Es posible, también, que no exista ya la poesía dentro del espacio prestigioso donde se supone que debería estar, y por ello saber detectarla, donde quiera que se manifieste, es más importante que venerarla (momificarla) en los espacios consagrados. Tal vez eso que llamamos poesía sólo se trata ya de una convención tipográfica demasiado cargada de historia. Si sobrevive, dependerá no tanto de quienes la veneren en sus vitrinas sino de quienes logren sacarla de ellas.
     No tengo ninguna certeza sobre el futuro de la poesía como género literario. Tal vez desaparezca o tal vez se reinvente inesperadamente. Quizá un día se descubra que es una función neuroquímica y forma parte de la más ancestral cognición del cerebro humano. Pero de lo que sí estoy seguro es que mientras exista un idioma y seres humanos que lo requieran para comunicarse habrá de pronto algo inquietante entre ellos, cierto estado de las palabras, al que podrán denominar de muchas maneras pero que, en términos arcaicos, no será otra cosa que poesía.
     Me consolaré pensando, por lo pronto, que la poesía y la literatura mantienen con todo totalitarismo —incluido el tecnoglobal del nuevo imperio— una objeción de esencias: el que escribe y el que lee buscan estar consigo mismos, no establecen relaciones de producción ni de consumo significativas, son islas que comulgan con otras islas de conciencia (vivas o muertas) en un acto sigiloso que busca abolir el tiempo. –
     — Jorge Fernández Granados
      
     ¿QUÉ PASA CON LA POESIA?
     ¿Por qué hablar de poesía significa tocar un tema blando y vago, y no, como pasaba antes, una cuestión candente? ¿Cuál es la razón por la que hoy muchos escritores ya no la respetan? ¿Por qué algunos narradores la consideran una categoría inferior? ¿Por qué ha perdido lectores? Aunque las opiniones críticas de Fernando Vallejo sobre poesía son discutibles, no dejan de ser muy reveladoras. Sostener que este género ya no tiene validez en nuestro tiempo o que la verdadera poesía la hallamos ahora en la novela suena excesivo, feroz, pesimista, pero hay en esta negación algo verosímil que parece convencer a no pocos, en particular a los grandes editores de todo el mundo.
     ¿Por qué en el pasado era tan convincente la poesía? ¿Qué era lo que la hacía digna de admiración a los ojos del lector y de los escritores? Parece muy difícil responder a esta pregunta; pero si lo pensamos dos veces, nos damos cuenta de que la poesía era una suma. A esto se refería José Gorostiza cuando escribió: “La poesía ha abandonado una gran parte del territorio que dominó en otros tiempos como suyo… El diálogo, la descripción, el relato, así como otras muchas maneras de la poesía […] se ha ido a engrosar los recursos del teatro y de la novela.”1 Lo extraño es que este abandono ha sido resultado, por un lado, de una reacción crítica contra todo aquello que parecía constituir la buena poesía y, por el otro, de una búsqueda de autenticidad que vio en cualquier forma de orden y en la creación de un sentido profundo un mal que era indispensable atacar. Partiendo de la idea de que era necesario superar las herencias decimonónica y clásica —de acuerdo con la idea fresca, pero simplista, de las vanguardias históricas—, la mayor y mejor parte de los poetas hispanoamericanos se lanzaron a encontrar, siguiendo la moda internacional, no la poesía sino la nueva poesía.
     En el “Manifiesto Dadá de 1918”, Tristan Tzara, con gracejo y codazos, dijo: “El amor por lo nuevo es una cruz simpática que revela un amiquémeimportismo… es necesario animar el arte con la suprema simplicidad: novedad.”2 En México esta acción se expresó primero de manera negativa, en el rechazo de la poesía intelectual y orgánica que hacían los Contemporáneos, y después de un modo positivo, en la célebre antología Poesía en movimiento,3 que buscaba mostrar cómo la poesía mexicana sí formaba parte, de manera cabal, del carácter novedoso y de la corriente dominante de la poesía moderna. Tanto el rechazo de los Contemporáneos (aunque después una parte de la crítica les haya levantado monumentos de admiración, sin comprender cabalmente la poesía fría y cerebral de este grupo extraordinario) como el testimonio de Poesía en movimiento eran confusos y empujaron a la poesía mexicana por un camino estéril. Eliminar el intelectualismo de los Contemporáneos era mutilarlos. Asimismo, romper el vínculo con la gran poesía del Modernismo significaba condenar a las nuevas generaciones a divagar en torno a un solipsismo sin nervio. Este rechazo también implicaba introducir un planteamiento equívoco: la originalidad es novedad; e implicaba deshacerse de una de las mejores cualidades de la lírica de México: su carácter híbrido, que siempre sincronizó tradición y modernidad con gran rigor y sin ninguna culpa estética, en una continuidad digna de tomarse en cuenta —como explicó Villaurrutia en la “introducción a la poesía mexicana”.4
     La idea de lo espontáneo, lo auténtico, la embriaguez y, en una palabra, de la libertad del yo o del lenguaje —idea conseguida en un gesto inmediato y experimental— fue poco a poco despojando la poesía de sus mejores recursos. En otro contexto, pero muy cerca del culto a la espontaneidad, Allen Ginsberg afirmó: “El primer pensamiento es el mejor pensamiento.” La pérdida no sólo del diálogo, la descripción, el relato, sino de la música (el verso y la composición) y del significado (la invención de ideas y el sentido metafísico) volvió a muchos de los poemas en “objetos verbales” que no tienen valor para casi nadie, ni siquiera para la mayor parte de los poetas que no se leen unos a otros, porque sus poemas están cerrados o abiertos sólo para ellos mismos. En su afán de novedad, espontaneidad, experimentación y libertad, los poetas se despojaron de sus más ricas prendas. Quizá sería mejor decir que, al desnudarse de la riqueza de los recursos líricos más valiosos, con los nudos de su propia ropa se ahorcaron en un acto valiente, pero decepcionante. La reacción pedagógica de la poesía comprometida y el conmovido repliegue ético de la poesía confesional tampoco sirvió de nada. Oponerle a las ocurrencias de la imaginación y a la pérdida de sentido un sentimentalismo político o moral es una ramplonería, que enriquece el ansia de sinceridad, pero no la lírica. Ni siquiera la antipoesía, que combatía la poesía pura, logró articular una respuesta profunda. El desplante de Parra nos sorprende, pero es simplón, como bien se ve en estos sentenciosos versos: “Contra la poesía de café / la poesía de la naturaleza, / contra la poesía de salón / la poesía de la plaza pública.” La excepción fueron Borges y Paz. El primero con su rechazo del ultraísmo y su vuelta, en verso clásico, a los temas esenciales de occidente. Y el segundo con la preservación de una poesía que amalgamaba las aportaciones de la vanguardia con lo que la vanguardia, precisamente, había negado: la continuidad de formas y arquetipos.
     Entre la destrucción del sentido y su recuperación en las experiencias “auténticas” de la vida, siguiendo a veces las galaxias gaseosas de Lezama o la creación telúrica y mitológica de la América de Neruda o la invención absoluta de Huidobro, la poesía hispanoamericana se fue desgastando de un epígono a otro, hasta quedar reducida a un espacio no sólo pequeño sino degradado y desgraciado por el aislamiento que produjo. Seguramente la poesía nunca contó con un público lector enorme, pero sí contaba con los mejores lectores de una minoría intelectual y con la lectura de los propios y más distinguidos escritores. A propósito de este tema, Gorostiza también escribió: “Dudo si la poesía fue popular en otros tiempos, cuando el aeda cantaba las hazañas de los héroes en el banquete… La gente que se reunía en torno a la mesa… era sin lugar a duda gente de abolengo.”5 El problema hoy es que “la gente de abolengo”, es decir los editores, críticos, novelistas, dramaturgos, toda clase de intelectuales y artistas, e incluso los poetas, ya no encuentran en la poesía una necesidad esencial del pensamiento. Las casas editoras lo saben. Por eso han desmantelado los departamentos y las colecciones de poesía. Los poetas ven en esta medida un acto no civilizado, una agresión o regresión contra la sensibilidad, pero no quieren ver que la poesía se ha empobrecido, al grado de que ya no le dice nada importante no sólo al hombre de la calle sino a los informados o sofisticados, a la gente de abolengo.
     Quizá llegó el momento de asumir el hecho de que la pérdida de importancia de la poesía no está en la sociedad capitalista, en el Holocausto, en las guerras del siglo XX, en el mercado, en los medios masivos de comunicación o en los lectores, que se han hecho superficiales, sino en los que hacen poesía. Los poetas se despojaron, se desarmaron en nombre de un ideal que ni siquiera es fácil explicar. Tal vez llegó el momento de recuperar las armas extraviadas o escondidas bajo la tierra o en las ramas de un enorme árbol hermoso. Pero eso no ocurrirá sin el cuestionamiento de los aburridos “fragmentos” del siglo XX y de la conciencia de que el mejor pensamiento no es el primero, sino el que surge de una larga comprensión del arte de hacer poesía. –
     — Víctor Manuel Mendiola
      
     POESIA EN TIEMPO DE IMPERIO
     Las preguntas por la situación, el lugar, la utilidad o inutilidad de la poesía son ese tipo de preguntas que la poesía absorbe dado su carácter autorreflexivo. Sospecho que se trata de un rasgo de la poesía moderna, ya que no puede haber, en la modernidad productiva, algo que no sirva para nada. Cuando aparece en el horizonte capitalista algo que amenaza con la inutilidad —un concepto contagioso, especie de virus para la salud decimonónica no agobiada por la trituración pulmonar de la fábrica dentro de la fábrica—, hay que ponerse a pensar rápidamente, sobre todo cuando uno es sujeto de esa inutilidad. El poeta moderno piensa en la utilidad o inutilidad de la poesía. El calificativo “moderno”, puesto ahora al costado del poeta, resulta molesto: la palabra “modernidad” y sus posibilidades adjetivas —acompañar la poesía o al poeta, duro trance— está por pasar, si es que ya no pasó, a la clandestinidad, del mismo modo que lo hicieron la palabra marx y sus derivados hace unas tres décadas —otra en peligro de extinción: sistema, con referencia al modelo económico; otra, probable dentro de poco tiempo, capital, posiblemente sustituida por un sintagma o verso que diga algo como “montón de dinero que no se ve porque está detrás de un conjunto de cosas o, alternativamente, en un banco”.
     Esa desaparición sucede, claro, en el otro mundo: en América Latina, suma de países en rumbo permanente a la modernización. La palabra existe en el discurso político, en el económico y —dentro de las disciplinas humanitarias— en el sociológico, un poco menos. Por varias razones: 1) no se puede ir en forma permanente rumbo a la inexistencia; 2) insistimos en confundir, los latinoamericanos alfabetizados integralmente —o sea, los que escriben, leen, comen, tienen seguro de salud, amante y un fin de semana en la playa—, modernidad con progreso o, por perdido, con desarrollo; 3) nuestros modelos a seguir como países ya han sido modernos —ahora son posmodernos y capitalistas tardíos—, de modo que convendría, como dijo Aristóteles, empezar por el principio: “Empezaremos primeramente por las cosas que son primeras” (Poética, i). Esa pregunta —la por la utilidad— no puede ser formulada desde una figuración postural eterna, intemporal, “poética”, ni mucho menos hacia allá: esa pregunta ya está hecha y ha venido siendo contestada hace por lo menos dos siglos. La respuesta no es favorable a no ser que haya cambiado nuestra concepción de lo que es la poesía —el último siglo fue durísimo con ella, y el penúltimo, por lo menos, duro—, cosa que no creo: lo que cambió fue el orden del mundo con la poesía adentro.
     No hay que ser cretino, no se puede preguntar ¿qué fue peor, la “retirada de los dioses” o el exterminio de Auschwitz?, para la poesía, claro, porque el hombre aquél al que se le retiraron los dioses como un hueco en el espíritu o el convertido en cenizas en los campos de concentración sobrevive —como memoria genérica y en su muerte real, ya que hay que sobrecalificar para ser por lo menos audible— en el palestino, en el afgano, en el iraquí, en la víctima del terrorismo, en las tres cuartas partes de la población mundial en la pobreza y más de una en la miseria, en los que soportan la imposición del regreso literal de un dios, el de Abraham, el del pensamiento único. Y como el orden del mundo es una forma de arte —con poesía incluida—, hay que ver cómo está la poesía ahora, en este mundo. Ni mal ni bien: está todavía, sobrevive escrita por el hombre. Los datos estadísticos revelan que se escribe mucho —siempre se escribe mucho en tiempos de desesperación, aunque no me queda claro si la desesperación es el signo dominante de estos tiempos o lo es la aceptación (con ojos desorbitados que van bajando poco a poco las pestañas) de la resaca producida por el impacto de lo que se creía imposible que pasara y pasó. Una pregunta dirigida a la periodización que abarca de la presente a las próximas, incontables generaciones venideras: ¿por qué se creía imposible que pasara lo que pasó?
     Otra, pero anterior: ¿qué fue lo que pasó? Otra, posterior: ¿ya terminó de pasar lo que pasó?

Un agregado que no cambia nada
     Aceptemos que con la Ilustración o con la respuesta romántica o con la Revolución Industrial o con Baudelaire —para no decir con la modernidad: a partir de ahora y en las líneas siguientes no vuelvo a decir modernidad, sólo diré posmodernidad, del mismo modo que ya no diré vanguardia sino posvanguardia, siempre—, la relación, el conflicto de la poesía es con su entorno y con su tiempo. El arte era eso: la experiencia del presente y el vínculo con la eternidad, sus “dos partes” según Baudelaire. La poesía también era eso. Hasta el escepticismo político de Mallarmé lo reconoce: el poeta está “en huelga” —siempre y cuando lo simbólico sea lo real. La huelga —en este preciso caso mallarmeano— se produce poco antes de tomar la fábrica. Mallarmé murió antes (1898) de la ocupación, pero el desplazamiento del movimiento obrero al movimiento estético-formal fue un éxito. La fábrica —la técnica, el arte, en fin— estuvo, aproximadamente desde Dadá hasta la aparición de Stalin —después viene Hitler—, en manos del artista como obrero, o, mejor, del artista como técnico. La “antigua espiritualidad” —una de las partes del arte para Baudelaire— fue desplazada por una nueva espiritualidad que viene en camino. Las formas artísticas se rehacen o se inventan, preparando el terreno. La estética colapsa. Se aproxima el nuevo hombre (ver Tzara: El hombre aproximativo). Pero lo que realmente vino fue la guerra, la persecución y la desintegración del orden del mundo. Rilke se lamenta con la grandeza de quien sabe lo que pierde porque ya lo había perdido; Perse canta; Eliot entra temporalmente en crisis y llora por el mito debajo de las ruinas que él ve y transcribe; Joyce se burla de todos nosotros, que es lo que acostumbra, en estos casos, hacer el genio. Eso ocurre en Europa. El lenguaje poético está en ruinas. Pero hay un repertorio de formas —las formas de la ruina— que paradójicamente está entero: de ese repertorio se encargará, en la fase del abaratamiento formal circulante —”abaratamiento” no refiere a la caída del precio sino a la ausencia de tragedia—, la posmodernidad. Lo que sigue es conocido por reciente: el arte —la poesía— cultivado de manera atomizada, escéptica, al modo de quien echa mano a los distintos juguetes que tiene alrededor como el niño que supone que es: un niño escéptico, fusión imposible pero que en términos artísticos “funciona”.
     En América Latina, terreno de la recepción de las formas, de la reinvención y de la desobediencia fértil a los modelos impuestos —testimonios de César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, José Gorostiza, Salvador Novo, Gilberto Owen, Oswald de Andrade, Lezama Lima, Westphalen, Octavio Paz, Nicanor Parra, Eliseo Diego, Martínez Rivas, Augusto de Campos, Décio Pignatari, Haroldo de Campos (y faltan)—, en mayor o menor grado, cada uno a su modo da fe de lo que digo en el presente de aquellos hechos y en su posterioridad: se escribe en resonancia, y como el eco es anterior a la voz que lo produce, la poesía latinoamericana alcanza grandes momentos: Lihn, Hahn, Teillier, Becerra, Viel Temperley, Zurita, Maquieira, Bracho —y siempre faltan. No alcanza para decir que sobrevive al margen de los acontecimientos que el orden del mundo agita. De modo que, si en tiempos de globalización posvanguardia tiene una equivalencia escéptica, en el nivel de los sentimientos no hay por qué esperarnos productores de euforia.
     La relación poética con las formas disponibles tiene mayor o menor grado de responsabilidad según la expectativa que se ponga en el propio arte: si hay aspiración comunitaria de mundo —no hay arte sin utopía; si lo hay es esta tristeza—, la responsabilidad es más compleja en la medida en que hay que ofrecer algo a los que vienen —aspiración comunitaria: no todo termina con nosotros. Si no hay aspiración comunitaria de mundo —lo cual, quizás, en el caso bueno, logre traducirse en la mejora de las condiciones de vida alcanzada, claro está, mediante una profunda transformación de esta realidad—, la poesía se rendirá culto a sí misma, como viene haciendo intermitentemente desde hace un par de siglos, o sea, se rendirá. –
     — Eduardo Milán

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