(En Thames Walk…)

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— a M. C. Fumagalli

En Thames Walk, las gaviotas saqueaban el fango bajo una luz metálica, o vestían el aire, ingrávidas, girando sobre el puente de Hammersmith como enormes esporas. Venían de muy lejos, con la marea baja y el olor del salitre, y se instalaban entre restos de plástico, charcos de aceite y leños andrajosos, la basura procaz de los bajíos. Allí, junto al breve jardín del tiempo compartido, la brisa del Atlántico mordía las maderas y el cemento, velaba la otra orilla donde a veces, a media tarde, un sol desafiante hacía relumbrar los descampados. Era el Londres de Blake, con sus calles censadas y sus fraguas satánicas, la niebla parda de la irrealidad, el río abandonado por sus ninfas, el cielo donde torres de ladrillo ondeaban su fuego seco. Nada era nuestro entonces, sólo aquellas conversaciones, la fresca letanía de agravios y cansancios junto al pretil solícito, el peso muerto de la expectativa caminando sin prisa a nuestro lado. Trama de herrumbres prematuras, el tiempo era un espejo en cuyo azogue plantábamos palabras impacientes, semillas de palabras que pudieran un día suplantarnos. Ahora sé que el deseo de ser oscurecía el ser, que la sangre no fluye a voluntad; hurtarnos al presente era una forma de inventar otro nuevo, de alzar con negaciones la quimera del sí, la casa en espejismo de la consumación. Se adensaba en los muros la penumbra inconsútil de la tarde y nosotros hablábamos, hablábamos, llevados de la mano de la urgencia, escrutando las aguas donde un rostro borrado nos llamaba… Una vez, en la orilla, vimos brillar la cola de una rata. Al tenue resplandor de las farolas, su negrura coriácea restalló ante nosotros como un látigo. Vislumbramos luego el pelaje, la blandura grasienta de su lomo, sus bruscos movimientos de reptil ofuscado. Regresaba a su hogar, como nosotros, bajo la tenue luz de las farolas, soldado en su trinchera de despojos, señal de algún augurio que no supimos descifrar. ¿De qué tenía miedo? ¿De la noche incipiente? ¿De la voz que calló de pronto al atisbarla, vencida por la intriga? El aire pensativo, con el terco espesor de las horas sin rumbo, se engastaba en la piel como una especia, borrando el crepitar de nuestros nombres. Invisibles a todo, sólo el vapor del río supo ofrecernos algo semejante a un cuerpo. Obedientes al aguijón del frío, respiramos su aliento alquitranado hasta formar con él un nuevo rostro, hecho de espera y de esperanza, y otra vez fuimos vulnerables. –

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(Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente 'Perros en la playa' (La Oficina, 2011).


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