El triunfo

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Querida L.

 
     Por razones largas de explicar visité ayer un sitio extrañísimo. Es una tienda descaradamente llamada “El Triunfo” que acaban de abrir aquí cerca, en la avenida Miguel Ángel de Quevedo. Si bien vende cosas, la tienda induce pesadillas. Me pregunto si te inquietaría tanto como a mí… ¿te diría lo que me dice?
     No sé cómo describírtela. Mira, las cosas que ahí se venden pertenecen a los giros comerciales del objeto decorativo y del mobiliario casero. Es un imperio hipnótico de plásticos fosforescentes y macramés irisados, burbujas tornasoladas y popelinas etéreas, nácares pujantes y terciopelos tisú. Todas estas versátiles materias se han metamorfoseado en los más inverosímiles objetos. Hay un Michael Jordan de plexyglass, hay venusdemilos hechas con piel de vaca y davides de miguelángel de vidrio burbujeante. Hay salas escarbadas en la mitad de un Chevrolet Impala y otra sala que mezcla el big bang con Luis XV (¡cien mil pesos!). Hay pingüinos de lentejuelas, budas de chaquira y zebras de mosaico. Ahí encuentras el gnomo que carga un reloj versalles o el contrabajo que se convierte en cava. Hay grandes secciones de “arte” vernáculo: ídolos y animales africanos, dioses orientales, santacloses normandos. Un ingrediente espeluznante es que todo en la tienda es de tamaño natural y está fabricado en China.
     Claro, es el non plus ultra de la chabacanería, el vademécum de la cursilería chatarra, el sudor del mal gusto cuando copula con un burgués (grande o pequeño), el sentido de la vista como inducción al suicidio. Es como música de Liberace pero tridimensional; como un catálogo del penthouse de Mauricio Garcés o el Partenón de Durazo. Pero la tienda apuesta a la certeza de que abunda gente en México con un poder adquisitivo proporcional a su vulgaridad. Imagino que somos el mejor mercado de los fabricantes, quizás junto a las Filipinas. Saben que en México hay una clase propensa a la vanagloria, cuyas expresiones de grandeza suponen adquirir una estatua hiperrealista de un caballero en esmoquin (tamaño natural) que en vez de cabeza tiene una pantalla y un foco. Saben que en México millones la quieren para alumbrar la sala donde su ejemplar del Quijote cobija una televisión perpetua de vedettes y padrotes.
     ¿Quiénes compran eso? ¿Quiénes querrían eso? Vi a los predecibles: el exlíder estudiantil que culiatornilló curul, el funcionario de la sep que de joven se disfrazaba de Maricruz Olivier en Monterrey, el narcogerente con incisivo de oro y esclava zodiacal, el maraquero de la banda Los Kakis… Una pareja me impactó: la dama era una abundante pompadour de escarpín puntiagudo, embutida en muselina, que acarreaba su papada de papaya zurcida de perlas y detrás, orondo, su marido de tupé rojizo, corbata plastrón, vientre despampanante y lentes oscuros de lamé. Se detuvieron ante una escultura de cristal rosicler. Representaba a una mujer que, por alguna razón desconocida, lleva en su vientre translúcido un fetito de hule rosa. Llena de sí, situada en su epicursi, la señora se detuvo en seco, se declaró “extasiada” y retumbó tres escalofríos. El marido solidario le palmeó, comprensivo, el cherry mousse de la espalda. Pero la caricatura engaña: es obvio que el 95% de la población nacional se habría extasiado.
     Bueno, dirás, ¿y a mí qué? Tienes razón. Pero en pocos sitios he atisbado de forma tan patente el termómetro mental de esa pobre burbuja de la olla social, nuestra pobre burguesía. El amor al ornato de una clase de ornato. Se percibe ahí, contundente, la significación quintaesenciada de un México que solemos olvidar, el México facundo. Y da terror. Edmund Burke escribió que la fealdad es una idea sublime cuando va unida al terror intenso. Y ahí sucede. No es sólo que el sitio sublime el triunfo irremediable de la vulgaridad, con la consecuente derrota de todo lo que alguna vez quiso ser “bueno, bello y verdadero”; no es sólo que este niágara de contrahechuras sea el incienso que los riquillos queman en el altar de su coquetería. Es también que el triunfo de “El Triunfo” fija la norma del gusto y la estética que ostenta nuestra clase, la que norma a su vez la medida del triunfo sociocultural. Una clase media que exige realismo, a condición de que sea de krystal. Cualquier cosa que la aleje de su conciencia de provenir del lodo. Esa clase media en cuya aparición miró Vasconcelos la única justificación del millón de muertos, la clase laboriosamente edificada por siglos de enseñanza, la que tantos sermones escuchó sobre su responsabilidad como vanguardia del proletariado, la clase de cuya pericia trepadora tanto se ufanó la Patria urgida de profesionistas, la clase en cuya supuesta capacidad para la crítica y la libertad, la lectura y el pensamiento, puso la historia tantas expectativas, la clase cuyo diploma es un cromo viewmaster de un payasito chillón.
     En fin, más que tienda es el museo terminal del error. Las guías de turistas deberían incluirlo para que los turistas que buscan a México en Coyoacán, lo encuentren. –

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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