El templo que renació del agua

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1. El templo
Fue construido en Moscú para conmemorar la victoria sobre los franceses en la guerra de 1812. El emperador Alejandro I quería construir un arco de triunfo, pero finalmente se inclinó por un gran templo en honor al Cristo Salvador de Rusia. Se declaró abierto un concurso que ganó el arquitecto Konstantin Tonne.
Su proyecto repetía el estilo ecléctico bizantino de los primeros templos de la Rus de Kiev, una construcción en forma de un cubo con caras de 82 y cien metros de alto medidos del suelo a la cruz de la cúpula mayor. En 1839 tocó a Nicolás I poner la primera piedra de la gigantesca obra que requirió cuarenta millones de ladrillos, cuatrocientos kilogramos de oro para el dorado de las cúpulas, mármol de siete coloraciones distintas traído desde lugares tan distantes como las canteras de Carrara, y la vida de cuatro emperadores. Cuando en 1860 se retiró el último andamio y se permitió la entrada al Templo, los moscovitas quedaron maravillados por el fino mosaico del piso, que repetía el ornamento de un tapete oriental. Los enormes frescos, que cubrían las paredes con motivos bíblicos y de la historia de Rusia, eran obra de los mejores pintores rusos de la época. El Templo era visible desde cualquier punto del Moscú de la época. El 26 de mayo de 1883, en presencia de Alejandro III, el Templo de Cristo el Salvador fue consagrado como la catedral principal de la Iglesia Ortodoxa Rusa y durante años fue símbolo del poderío de la casa rusa y de la religiosidad de un país joven, impetuoso, convertido en imperio escasos cien años antes. La espaciosa nave del templo daba cabida a siete mil quinientos fieles de pie, como lo exige el rito ortodoxo.
     64 años después, al mediodía del 5 de diciembre de 1931, el templo fue dinamitado, volado por los aires, por orden de José Stalin.
     La historia de la reconstrucción del Templo de Cristo el Salvador (en 1997 se levantó en el mismo lugar una réplica exacta del templo anterior) encierra en sí misma, como condensada, la historia de estos años en Rusia. También Rusia fue implosionada, y descubrir ahora el templo reconstruido tiene el efecto mágico de una aparición súbita, milagrosa, como si cuadros en secuencia inversa, en un filme, nos la mostraran al levantarse de las ruinas, armarse cascote a cascote, resurgir intacta del fondo del agua como en la leyenda rusa del Grad Kitezh, la ciudad sumergida.
     Quienes planearon reconstruirlo calcularon el efecto mágico que tendría su reaparición y, debo reconocerlo, el cálculo es justo. El templo impresiona. No imaginaba sus dimensiones. Nadie en Moscú, descontando quizás a los más ancianos, lo recordaba.
     Yo mismo llegué a dudar del éxito de un experimento que sabía movido por la nostalgia de la "Rusia que perdimos", según el título de un documental muy popular a principio de los noventa. La Rusia anterior al "golpe de Estado bolchevique" (ya no la Gran Revolución de Octubre) era un país con ríos de leche y orillas de jalea, que exportaba trigo a toda Europa. Este sentimiento de nostalgia, de reencuentro con el pasado, ha sido la constante de los años que van de 1989 a la fecha. Es como la reconstrucción mental del pasado de un hombre, el núcleo en torno al cual puede reorganizar su existencia. Porque Rusia es un país enfermo, que padece las secuelas de una violación múltiple.
     Cada vez que regreso de Rusia y algún amigo me pregunta por Gorbachov tengo la impresión de que me hablan de algo muy viejo. Entre Gorbachov y el dólar a 25 mil rublos hay un abismo, han pasado tantas cosas que en un país normal bastarían para tres generaciones: estallaron guerras en la periferia del imperio, se eligió el primer y último presidente soviético, se abortó una intentona de golpe de Estado, se proscribió y volvió a legalizar el Partido Comunista, el Parlamento fue bombardeado, el ejército ruso abandonó sus cuarteles en Europa Oriental y perdió una guerra en el Cáucaso, y creció, brilló y explotó una burbuja financiera.
     Haber concebido en medio de esa turbulencia una obra pacífica como la reconstrucción del Templo de Cristo el Salvador encierra una enorme carga simbólica. Haberlo concebido es un acto de imaginación; haberlo logrado en un plazo tan corto, menos de dos años en lugar de los cuarenta que tomó la construcción del anterior, es un milagro, aunque sea un milagro plagado de irregularidades, favoritismos y todos los otros males que aquejan a la sociedad postsoviética.
     A medida que me fui adentrando en la historia del Templo, más semejanzas le hallé con la última escena de Andrei Rubliov, el filme de Andrei Tarkovski. Creo habérselo contado a todas las personas que entrevisté en Rusia para este reportaje. ¿Recuerdan ustedes, les decía, la escena final, la escena de la campana, todo ese episodio? La ciudad yace en ruinas tras la invasión mongola, la población diezmada. Y lo primero que hacen sus habitantes, sin haberse repuesto de la matanza, del saqueo, es fundir una campana. Y como ha muerto el verdadero fundidor de campanas, es su hijo quien dirige las obras, un impostor. ¿No captan la analogía? Tampoco nadie en Rusia, en 1992, sabía construir un templo. Y sin embargo lo han hecho, es lo primero que han hecho después de años de poder soviético…
     No lo habían visto así, pero todos están de acuerdo conmigo. E inventan sobre la marcha: es una vieja tradición rusa, ¡qué bien que usted lo notó! Y viéndolos así, entregados al tono áureo y sepia de la nostalgia, no me atreví a preguntarles sobre otra antigua tradición rusa que refleja este bon mot atribuido a Karamzin, el primer historiador ruso, contemporáneo de la guerra contra Napoleón. Al preguntarle alguien en el extranjero qué pasaba en Rusia, cuáles cambios había notado en el país, respondió con un lacónico: "siguen robando".

2. La demolición
A. Pasternak, hermano de Boris Pasternak, presenció la voladura del templo desde la azotea de su casa:

Nuestra casa se estremeció con fuerza, sobre el templo se levantó una enorme nube de polvo, humo y finos cascotes que lo cubrieron todo. Lentamente, en grandes volutas, la nube subió abriéndose como un enorme paraguas que se extendiera sobre la plaza. Poco a poco, de debajo de la nube, comenzó a aparecer un espacio vacío: el templo ya no estaba allí.
La explosión fue precedida de una intensa campaña de ablandamiento de la opinión pública. Existía un plan, se dijo, para reconstruir Moscú y se precisaba el magnífico emplazamiento del templo, sobre una alta ribera del Moskvá, para un nuevo proyecto arquitectónico. En el lugar se levantaría el Palacio de los Soviets, el mayor edificio jamás construido. El propio comisario de educación, Anatoli Lunacharski, aprobó el proyecto y ensalzó el palacio que se construiría en su lugar, "en el centro mismo de Moscú, la ciudad destinada a convertirse en el centro rojo del mundo".
     El Templo, a menos de un kilómetro del Kremlin, era una presencia irritante para Stalin. Durante la década anterior el ex seminarista había fusilado y deportado a miles de sacerdotes, debilitado a la Iglesia con la campaña antirreligiosa más furibunda que haya conocido país alguno. Como colofón, concibió golpear el centro neurálgico de la ortodoxia, borrar su catedral de la faz de la ciudad, un acto tan bárbaro que la gente no dio crédito a los rumores más insistentes. Sólo cuando una comisión integrada por varios académicos e historiadores de arte comenzó a inventariar y retirar los objetos considerados de valor, la desaparición del Templo se dio por un hecho. Nadie protestó: la dura campaña antirreligiosa, la sangrienta colectivización forzada, eran señales de que el país se adentraba en una franja de terror abierto. Quien se opusiera a la desaparición del Templo podía también ser dado de baja por innecesario. En aquel entonces no se realizó ningún trabajo serio de documentación, porque jamás imaginaron que sería reconstruido alguna vez. Se arrancaron las planchas recubiertas de oro de las cúpulas y el mármol de las paredes se usó en algunas estaciones del metro moscovita en construcción. La comisión aconsejó enviar a un museo un ejemplar de cada uno de los objetos de culto y fundir el resto para reutilizar el metal precioso. También decidió conservar sólo parte del más célebre de los 42 grupos escultóricos que adornaban las fachadas del Templo, el de Alexander Loganovski, que fue trasladado al monasterio Donskoi, en las afueras de Moscú. Las campanas fueron arrojadas desde lo alto del campanario y se hundieron en el lodo por su propio peso, donde permanecieron hasta que fueron llevadas a los hornos de fundición. Del mismo modo se procedió con las cruces.
     Cuando sólo quedó el cascarón vacío del templo, se intentó desmontarlo con martillos neumáticos importados de Bélgica. La céntrica ubicación del templo obligó, en un primer momento, a descartar el uso de la dinamita. Pero los sillares de tres metros de ancho, soldados con plomo fundido, se resistieron al martillo. Dos meses después, ya bien entrado el invierno, Stalin, furioso por el retraso, ordenó dinamitarlo…
     Cuando se piensa en la velocidad con que se desmanteló el Estado soviético se tiene la impresión de que también se recurrió a la dinamita. Hoy Michel Camdessus, del Fondo Monetario Internacional, reconoce que quizá la política de apoyo incondicional a Yeltsin haya estado errada. "No nos dimos cuenta de que el desmantelamiento del sistema comunista significaba también el del Estado".
     Anatoli Chubais fue el encargado de hacerlo. En un plazo de menos de tres años transfirió el 70% de las empresas y fábricas del país a manos privadas. Su objetivo era crear en tiempo récord y a cualquier precio una clase media y alta. Rusia necesitaba ricos como un tren necesita una locomotora que tire de él. Y no importaban los métodos a los que se recurriera para lograrlos. La corrupción generada tampoco se veía como un problema demasiado grave. Había que lograr que los funcionarios pobres se enriquecieran lo antes posible. Sólo entonces, poseedores de fortunas personales, se volverían inmunes a la corrupción. En otras palabras: la corrupción hoy para remedar la corrupción futura.
     A cada ciudadano ruso se le entregó un voucher o cupón cuyo valor equivalía a toda la propiedad estatal rusa dividida por el total de la población del país. Sostuve en mis manos uno de aquellos vouchers (el de mi esposa) que, según Anatoli Chubais, alcanzarían el valor de dos Volga, el automóvil de lujo de la época soviética. Siempre supe que era un engaño. Resultó ser un engaño terrible, mucho peor de lo que imaginaba. La intención original era que todos pudieran comprar acciones de las fábricas o empresas privatizadas, lo que garantizaría una participación correspondiente en las ganancias. En la práctica, unos pocos fondos concentradores se hicieron con la mayoría de los vouchers (que llegaron a costar lo que una botella de vodka) y, por consiguiente, de las empresas liquidadas a precio de saldo.

De este modo, el gigantismo soviético se transformó de manera casi natural en esos conglomerados inquietantes dominados hoy por unos pocos "nuevos rusos". Es el caso de Boris Berezovski, la actual eminencia gris del Kremlin y dueño del gigante automotriz Avtovaz, y de un imperio mediático que incluye la estación televisiva ORT y el influyente grupo editorial Komersant; de Vladimir Guzinski, dueño de otro imperio mediático; del propio ex primer ministro Víctor Chernomyrdin y director del Gazprom, la mayor empresa de gas natural del mundo, con una presencia casi dominante en el mercado europeo, y de los hermanos Chorni, los "reyes del aluminio", dueños de la casi totalidad de las fábricas productoras de este metal en la ex URSS.
     Tanto el patriarcado moscovita como el gobierno ruso pretenden que la reconstrucción del nuevo templo (con un costo de 540 millones de dólares) fue financiada con donativos privados.

Las estelas del primer templo con los nombres de los caídos en la lucha contra Napoleón han sido sustituidas en el nuevo por estelas de granito rojo con los nombres de los donantes, todos hombres de negocios. Lista que incluye también a empresas occidentales como Phillips, McDonalds, al presidente Menem y al propio Berezovski. Sólo el padre Mijail, llavero mayor del Templo, me reveló quizá sin proponérselo la verdadera proporción del financiamiento: 20% de donaciones y 80% de dinero estatal. "La misma que para la construcción del primer templo".

3. El foso
En 1932, en el lugar que había ocupado el Templo se comenzó a cavar los cimientos del Palacio de los Soviets. En los planos el edificio recuerda los rascacielos de los treinta, con la diferencia de que su única función sería servir de pedestal a una gigantesca estatua de Lenin, de cien metros. A manera de comparación (a la que recurrió invariablemente la propaganda estalinista), el edificio más alto de la época, el Empire State Building, "sólo" alcanzaba 390 metros. Fue el mismo Stalin quien alargó la estatua de Lenin de los 68 metros del proyecto original a los cien, 52 más que la Estatua de la Libertad. El palacio se elevaría hasta los 416 metros y tendría un ancho de 250 y un frente de quinientos, lo que arrojaba un área total de 120 mil metros cuadrados. En sus seis mil habitaciones podrían trabajar cuarenta mil personas y contaría con una sala "menor" con capacidad para seis mil delegados y una mayor para veinte mil provenientes de todos los países de un mundo ya sovietizado.
     La obra nunca pasó de los cimientos. Lo único que en la práctica llevó el nombre de Palacio de los Soviets fue la estación de metro aledaña. Cuando Alemania atacó a Rusia en 1941 sólo se había construido una estructura de acero que fue rápidamente desmontada y utilizada para construir barreras antitanques en las afueras de Moscú. Durante más de veinte años, en el lugar donde había estado el Templo, negreó el inmenso foso rodeado por una valla, símbolo de la utopía totalitaria jamás alcanzada.
     A fines de la Perestroika, cuando se publicaron los primeros llamados a reconstruir el Templo de Cristo el Salvador, la Iglesia Ortodoxa Rusa vetó los proyectos de templos que no repitieran la arquitectura canónica ortodoxa y finalmente se decidió reconstruir detalle por detalle el templo original. Como Rusia se mantuvo en muchos aspectos al margen de la revolución arquitectónica del siglo XX, en el país no puede verse ni una de esas iglesias modernas como la de Le Corbousier en Ronchamp o la que está a pocas cuadras de mi casa en el Distrito Federal. Recuerdo haber visto publicada la foto de una de las maquetas presentadas, la de un templo como sumergido, del que sólo sobresalían las cúpulas. Una solución estéticamente bella y también sugerente, porque apuntaba a la situación de una iglesia que durante los años del poder soviético estuvo infiltrada y controlada por la policía política, al punto de que hasta ahora es frecuente leer denuncias públicas contra muchos sacerdotes a quienes se les acusa de haber estado al servicio de la KGB.
     Varios casos de corrupción en los que se ha visto envuelta la ior apuntan a un maridaje entre una iglesia que no ha aprendido a ser independiente y los herederos de un Estado que en el solo Moscú llegó a destruir más de doscientos templos y que hoy, quizá, busca redimir su culpa. En 1997 se destapó un escándalo que señalaba a la Iglesia Ortodoxa Rusa como la principal importadora del tabaco que se fuma en el país, trescientos millones de cigarrillos clasificados como ayuda humanitaria y exentas del impuesto aduanal. Otro caso, éste relacionado directamente con la reconstrucción del Templo, volvió a revelar que el mecanismo de financiamiento, con algunas variaciones, sigue siendo el mismo. En la prensa se filtró que Alexei ii, patriarca de toda Rusia, había solicitado al entonces primer ministro Víctor Chernomyrdin una licencia para exportar 650 mil toneladas de petróleo igualmente exentos del impuesto aduanal. El dinero de la venta sería destinado a comprar iconos para el templo en reconstrucción. Chernomyrdin no autorizó la venta del petróleo, pero aprobó un donativo de 11.8 millones de dólares para la compra de los iconos. Tras valorar varias colecciones, el patriarcado adquirió la de una firma de abogados de Zurich, con más de cien iconos y a un costo de doce millones de dólares.
     Pero si la Iglesia ha encontrado en el Estado yeltsiniano un aliado, la Rusia postsoviética encontró en la Iglesia el complemento ideológico capaz de llenar el vacío ocasionado por la caída del comunismo. En 1992 , Boris Yeltsin, a quien no le disgusta que lo llamen en broma Boris I, encargó a un grupo de sus asesores la creación de una idea nacional, un sustituto moderno de la vieja fórmula de Serguei Ubarov que tan bien le sirvió a la casa Romanov, la triada "Autocracia, Ortodoxia y Pueblo".
     El vertiginoso acercamiento con la Iglesia incluyó la consagración de edificios públicos por sacerdotes ortodoxos, la presencia de prelados en actos oficiales, intervenciones públicas de altos jerarcas de la Iglesia sobre temas de actualidad política. Pronto, sin embargo, Yeltsin se cansó de posar pensativo, cirio en mano, junto al patriarca Alexei II. La luna de miel con la Iglesia Ortodoxa Rusa terminó el verano pasado en San Petersburgo, durante el sepelio de los restos de la familia imperial, a la que la Iglesia se negó a apoyar porque jamás creyó en la autenticidad de los restos (comprobada por el doctor Maples, el mismo que aquí en México deshizo el entuerto provocado por el procurador Chapa).
     Así las cosas, Rusia sigue sin idea nacional. Y quizás el hecho más sintomático de esta ausencia sea que el nuevo himno ruso, adoptado en 1991 en sustitución del viejo himno soviético, no tenga letra. La melodía, tomada de la ópera La vida por el zar de Glinka, suena hoy en todos los actos públicos, pero los presentes deben permanecer mudos. Por otra parte, el fervor religioso de hace algunos años se ha disuelto en prácticas cotidianas de bajo perfil, como pintar huevos por Pascua y bautizar a los niños. Para aprovechar mi estancia en Moscú mi amigo William Suárez, un cubano que lleva nueve años en Rusia, me pidió que fuera el padrino de su hijo. Algo impensable antes de 1985, cuando bautizar a un niño podía malograr una carrera profesional. La otra novedad es que el niño sería bautizado en la fe católica y Elena, la esposa de mi amigo, se bautizaría ese mismo día, pues había resuelto cambiar de religión, al catolicismo.
     El padre Mijail, del Templo de Cristo el Salvador, se quejó de la actividad de las iglesias extranjeras: "Los misioneros extranjeros ven a Rusia como una tierra que debe ser convertida. Olvidan que este es un país ortodoxo, cristiano, desde hace más de mil años. Por eso el Estado ruso nos apoya". Es una referencia velada a la polémica ley aprobada por la Duma. Ante el empuje de las nuevas religiones la IOR ha recurrido a la protección estatal. La nueva ley impone severas restricciones a la actividad de católicos, mormones y otras confesiones, lo que en la práctica significa un monopolio virtual de la ortodoxia.

4. La alberca
En 1960, treinta años después de la voladura del templo, se abandonó finalmente la idea de construir el Palacio de los Soviets. Un grupo de arquitectos sugirió a Jrushov utilizar el enorme foso de los cimientos para construir una alberca, la mayor del mundo al aire libre. Un proyecto no menos alucinante que el anterior, aunque al menos éste con una utilidad práctica. Todo libro sobre el Moscú de mediados de los ochenta incluye una foto de la alberca ahora desaparecida. La foto de una vieja guía que conservo de mis primeros años en Rusia lleva este pie: "El deporte es un derecho de todo ciudadano soviético".
     Cuando la visité por última vez, en 1993, ya había dejado de ser la mayor alberca al aire libre de Europa, con un diámetro de 130 metros, seis metros de profundidad y una capacidad de 24 mil metros cúbicos. En los buenos tiempos el agua de la alberca se calentaba a 28 grados y el vapor formaba una nube que permitía bañarse en ella hasta en lo más frío del invierno. A partir de 1992, ya no se admitían bañistas. Recuerdo haber paseado por allí tras una visita al museo Pushkin de Artes Plásticas. En uno de los pabellones encristalados que habían servido de vestidores, funcionaba provisionalmente una concesionaria de la Volvo.
     La reconversión del foso en alberca marcó un giro de 180 grados en la proyección mental del imperio, un reajuste del futuro lejano a un presente hedonista. No es casual que ocurriera seis años después del XX Congreso del Partido que Nikita Jrushov usó para ajustar cuentas con el estalinismo. Lo que se ignora en Occidente es que Jrushov dio casas a la mayoría de los rusos, que en la posguerra sufrían la mayor crisis habitacional de su historia. En 1957 se promulgó una ley contra los excesos arquitectónicos, y se lanzó una campaña nacional para construir viviendas baratas. El Palacio de los Soviets clasificaba, sin duda, como un exceso arquitectónico, quizás el mayor, y se decidió darle ese uso más noble a sus cimientos.
     La desarticulación ideológica del poder soviético comienza con esta alberca adonde, figurativamente hablando, fueron a dar las aguas del "deshielo" jrushoviano. No deja de ser curioso que uno de los símbolos que 25 años después, durante la Perestroika, se usaron para condenar la descompostura del sistema, el del "estancamiento", haga alusión también a unas aguas muertas, como llegaron a estarlo las de la alberca abandonada en sus últimos años.
     El escritor Vladimir Sorokin, autor de novelas publicadas después de 1990, se ha inventado un estilo que refleja esa mezcla esquizofrénica de realismo socialista y Versace que caracteriza a la Rusia actual. Sorokin coincide conmigo en que el Templo debe ser visto como una "obra de choque" del capitalismo, a la manera de esas obras de los primeros quinquenios llamadas a ejemplificar la pujanza del socialismo. Lo que ha pasado es que por fin los sesenteros han accedido al poder e instituido un "colectivismo oligárquico": "Lo cierto es que desde los sesenta ya estaban listos para viajar en mercis [Mercedes Benz] pero Suslov [Mijail Suslov, el ideólogo neoestalinista de la época de Brezhnev] se los impedía. Hoy ya renegaron de la ideología comunista y han instaurado el verdadero poder soviético: viajan en mercis, sus hijos estudian en Inglaterra y no pasan sus vacaciones en el Mar Negro, sino en las Canarias."

Son, figurativamente hablando, los nadadores de la alberca. La mayoría eran jóvenes durante el deshielo jrushoviano, en la década de los sesenta. Crecieron sin el temor de la eliminación física de rigor (mortis) bajo el estalinismo y arribaron al poder en la segunda mitad de los ochenta. Es el caso de Mijail Gorbachov y el propio Yeltsin. Aunque también se les han sumado ahijados políticos, más jóvenes, como el economista y actual líder del partido Yablako, Grigori Yablinski, y el propio Yegor Gaidar, el padre de la terapia de choque.
     Uno de esos sesenteros exitosos es el pintor y escultor Zurab Tsereteli, presidente de la Academia Rusa de Artes. Me recibió en su oficina, grande como la sala de juntas de una empresa. En un extremo de su inmensa oficina tiene un inmenso escritorio de roble, y lejos, atrás, colgando de las paredes, fotos, también inmensas, de sus obras escultóricas, como la de Pedro i, que puso a Moscú al borde de la guerra civil entre los partidarios de desmontarla (dinamitarla: se llegó a descubrir un paquete de dinamita en su base) y sus defensores, entre ellos Yuri Luzhkov, el alcalde de Moscú. Inmenso también es el sello que Tsereteli luce en su anular, e inmensos los yugos en los puños de su camisa, de oro macizo, con sus iniciales en relieve y en georgiano.

Porque Tsereteli lo es (al igual que Stalin y que el Bagration de Guerra y Paz).
     La reputación de Tsereteli no podría ser peor: se le acusa de vínculos con la mafia (como a todo el mundo). Me recibe con cautela porque son frecuentes los ataques contra él en la prensa. Hace una excepción conmigo por venir de México. Rusia es un país democrático, parece querer recordarme cada vez que menciona la palabra "concurso", pero se calla que lo importante es ser amigo de quienes lo organizan. "Cuando se terminó el primer ciclo del Templo de Cristo el Salvador, se convocó a un concurso para determinar quien fundiría las cruces de las cúpulas. Yo lo gané. Las hicimos idénticas a las originales porque se habían conservado los bocetos". Antes de irme, en el patio, su secretaria me muestra las copias de las esculturas que ha colocado en la ciudad gracias a haber ganado, indefectiblemente, estos "concursos". Por último, puedo ver la maqueta de un parque de diversiones que Tsereteli comenzó a construir en la Isla de los Alces, en el río Moscú. Será un emporio al estilo Disneyland, pero con personajes de los cuentos folclóricos rusos, un proyecto de 1,500 millones de dólares. No se lo pregunto, pero no me cabe duda de que el gobierno moscovita de su amigo Luzhkov le ha cedido las 375 hectáreas de la isla a precio de ganga (o quizá ganó un concurso).
     Otro sesentero ilustre es el poeta Yevgueni Yevtushenko, aunque no pertenece a la élite de los "nuevos rusos". Yevtushenko es hoy profesor visitante de la universidad de Oklahoma y del Queen College de Nueva York. Lo visité en su casa de Peredelkino, el poblado de escritores a las afueras de Moscú, donde pasa los veranos. Cuando le cuento de "los concursos" de Tsereteli, tiene un gesto de desdén: ¿qué otra cosa esperar de un "conocido tesorero de la mafia"? Entonces le pregunté si ve bien que un Estado multiétnico y con un alto porcentaje de no creyentes ayude a reconstruir un templo ortodoxo, que se le dé ese uso al dinero de los contribuyentes. "También se han construido mezquitas, sinagogas y hasta templos budistas… No veo nada de malo, no olvides que Rusia es un país definido por la ortodoxia". ¿Qué diría si se comprobara que la mafia también ha dado dinero para la reconstrucción?, pienso preguntarle, pero no lo hago porque comprendo que sería una pregunta mal formulada. Según algunos analistas, en Rusia la mafia controla más del 70% de las empresas que pagan tributo a cambio de protección. Los que se niegan pueden terminar volados por los aires, porque en este país no se ha perdido el gusto por la dinamita. Fue ésta el "arma" utilizada durante el entierro del director de la Asociación de Veteranos de Afganistán hace unos años. Un asesino a sueldo lo había ametrallado días antes, y durante su sepelio, aprovechando la congregación de todo su clan, hicieron detonar una bomba que se cobró varias víctimas más.
     A pesar de todo, Moscú sigue siendo una ciudad segura, mucho más que el Distrito Federal. Los ajustes de cuentas de las mafias poco afectan al ciudadano común que la transita a cualquier hora de la noche sin temor a ser atracado.

5. El Cristo Salvador
En el desnivel de quince metros entre el emplazamiento inicial del Templo (la colina sobre la que se erigió el primero fue allanada cuando se construían los cimientos del palacio) y el nivel del río, han construido un templo inferior que no existía en el diseño original. Este templo funciona como una muestra de lo que será el templo superior una vez terminado (su inauguración se planea para el 7 de enero del 2000, durante la Navidad ortodoxa). Parece más un museo que un templo en funciones: sólo las mujeres tocadas con pañuelos que se persignan ante la puerta revelan la presencia del templo, porque la costumbre ortodoxa les prohíbe entrar con la cabeza descubierta.
     Adentro, en la fresca sala, rodeado por el débil resplandor de los cirios, experimento admiración por la obra ya hecha, aunque no sea sino una copia, como lo es el icono principal, una copia del original que bendijo Kutuzov antes de la batalla de Borodinó. Las pesadas puertas de bronce son, sin embargo, originales (fundidas en los talleres de Tsereteli), y el mármol de las paredes y el granito pulido del piso. Que yo sepa, el Templo es el único proyecto que ha sido llevado a término (descontando algunos de menor envergadura). La reconstrucción ha significado un inmenso trabajo de investigación científica. Los grupos escultóricos de las fachadas, los candelabros, los incensarios y demás objetos de culto indispensables para el funcionamiento de un templo han sido creados repitiendo técnicas antiguas. Y cuando ha sido necesario, se han vuelto a fundar escuelas como la de frescos, cuya técnica se había perdido.
     Un solo hombre imaginó cómo usar en su provecho el inmenso efecto propagandístico del templo reconstruido: Yuri Luzhkov, el actual alcalde de Moscú, un político populista de 62 años y uno de los más fuertes candidatos a la presidencia para los comicios del año 2000. Cuando accedió al gobierno de la ciudad en 1992 se propuso llevar adelante la obra que marcaría su paso por la alcaldía moscovita. No dudó en utilizar el dinero de la ciudad más rica de Rusia. Por toda ella pueden verse vallas publicitarias del grupo político Otezhetsvo (Patria) con una foto del Templo de Cristo Salvador y las palabras de Luzhkov: "Estoy convencido de que la reconstrucción del Templo marcará el comienzo de la resurrección de Rusia".
     Hay que admitir que Luzhkov es un excelente organizador. Supo crear un equipo eficiente que no sólo cabildeó exitosamente en la Duma enfrentando el más profundo escepticismo, sino que convenció a los nuevos ricos (parece que más a las malas que a las buenas) de que aportaran los fondos para llevar adelante el proyecto. A este equipo pertenece Mijail Posojin, un arquitecto de 51 años, director de Mospoekt-2, la empresa a cargo de la reconstrucción del Templo, quien me aseguró que el templo no sólo ha quedado bien, sino que fue mejorado.
     Es lo que todos quieren, una Rusia renovada, que tan sólo en apariencia repita la antigua. La nomenclatura de hoy es una copia también remodelada de la soviética (60% de los nuevos ricos provienen del aparato burocrático soviético). Posojin viste un traje azul de excelente corte y corbata gris que le hace juego. Seguro de sí mismo, es amigo personal de Luzhkov y Tsereteli. Cuando se entera de que quiero entrevistar a este último tiene un gesto: levanta el teléfono y le habla primero a su oficina y luego a su celular. "Ya está. Mañana te recibirá". Cuento esto porque ilustra lo que en Rusia se llama telefonnoye pravo (derecho telefónico). Todo se resuelve mediante influencias.
     Pero lo que ha fallado en Rusia es la concepción voluntarista bolchevique, la idea de que el capitalismo se puede construir. En esencia, el fracaso de estos diez años repite el de los setenta años anteriores de la construcción del socialismo. La élite gobernante no ha dejado de ser bolchevique en cuerpo y alma; su incomprensión de los mecanismos del mercado es patente y patética. Yeltsin ha pretendido gobernar mediante decretos (su número asciende a varios miles) y nada ha hecho en campos tan importantes como la privatización de la tierra, la protección de la pequeña empresa, la creación de una base jurídica que asegure la inversión extranjera. El primer gabinete que ajustó el gasto público al presupuesto fue el efímero de Serguei Kiriyenko y tal vez ésta no fue la última causa de su destitución. No así la de la crisis que estalló al reventar de la prodigiosa burbuja financiera que alimentó, quizá sin proponérselo, el Fondo Monetario Internacional.
     No creo que para nadie en Rusia fuera un secreto el uso que se daba a los créditos extranjeros. Todos estos años la relación de la nomenclatura ex comunista con Occidente se ha regido, en cierto modo, por la psicología del urka o delincuente sin escrúpulos hacia el fraer u hombre común, con sus principios anticuados: se puede y se debe engañar a gente así. Si dan dinero para reconvertir Rusia a la economía de mercado (o para lo que sea) sería un crimen sacarlos de su error. Cuando sobrevino la crisis, se encontró un culpable: Occidente, el FMI, que se negó a seguir prestando dinero a manos llenas; y, también, dejándose llevar por la vena mística, la maldición que parece pesar sobre Rusia. "Este país parece condenado a no ser nunca un país normal. Como si sobre el país pesara una maldición, la misma que pesa sobre el Templo. Porque en el siglo XVIII, mucho antes de la alberca y el primer templo, en ese lugar existía un monasterio que también se destruyó para construir el templo original. Y la abadesa maldijo el lugar. Toda esa mole [el templo nuevo] se está desplazando hacia el río. No lo dicen, es un secreto", me dice Yevtushenko.
     Cuando en unos días el rublo pasó de seis a 25 por dólar y Yeltsin declaró la moratoria de pago de varios sectores de la deuda externa, la situación empeoró visiblemente y corroboró el augurio de Solyenitzin, el cuadro de absoluta desolación que pinta en su Rusia en el abismo. "La producción industrial de Rusia ha caído a la mitad desde 1989, no bajó tanto ni cuando la guerra con Alemania, que sólo decayó un cuarto […] La amistad de los pueblos soviéticos, que tanto se cantó en odas y baladas, en un instante se transformó en odio…" Y nada se ha hecho, denuncia, para aliviar la tragedia de los 25 millones de rusos que quedaron fuera de las nuevas fronteras de Rusia, en los países de la CEI. Ni tampoco se tiene conciencia del peligro del Cáucaso musulmán, ni del vergonzoso desmoronamiento del que fuera el segundo ejército del mundo…
     En provincia la situación es aun peor. Los jubilados reciben su pensión con un atraso de meses. En julio de 1997 Yeltsin prometió públicamente liquidar los atrasos para el 31 del mes. Lo hizo, pero al mes siguiente volvieron a llegar con retraso porque las pensiones de toda una provincia son colocadas en inversiones a plazo fijo por los mismos funcionarios encargados de repartirlas. Las fabulosas riquezas de los rusos que enternecen a más de un cronista provienen de los sueldos sin pagar, de esas pensiones atrasadas.

A pesar del tono patético de Rusia en el abismo (que recuerda el célebre "No puedo callar" de Tolstoi), lo cierto es que los rusos sufren ahora una nostalgia nueva, una nostalgia reforzada con el brillo del neón y del esmalte de los inomarki (coches extranjeros). La gente comenzó a comprar casas, a salir al extranjero. Olia, mi sobrina política, viajó por toda Europa y cumplió su sueño de conocer Grecia, de donde se trajo dos abrigos de visón. Dos compañeros míos de curso, Yasha London y Sacha Glazkov, ganaron su primer millón de dólares en menos de un año.
     Vladimir Osinin, del Fondo para la Reconstrucción del Templo de Cristo el Salvador, la persona que me sirvió de anfitrión durante mi visita al Templo, me invita a subir al mirador antes de irme. Allá en lo alto, con el Kremlin a la vista, Osinin me confiesa su propio plan para enriquecerse. Hace un verano, Osinin, de 49 años, viajó a Jerusalén y vio allí peregrinos de todo el mundo. Quisiera dar albergue y comida a peregrinos de toda Rusia… "¿Qué hacía usted antes de 1989?", no puedo evitar preguntarle. "Era químico", me confiesa. "Suena bien, muy bien… Un negocio excelente…", le digo con franqueza. Entonces, por si alguna vez se me ocurre peregrinar, me entrega su tarjeta de visita, en ruso y en inglés (al dorso). Es como si todos tuvieran, pienso, un frente cirílico, tradicional, sereno, y un anverso en inglés, emprendedor, agresivo, nuevo. –Agradezco a Jean Meyer los materiales que me proporcionó sobre
la Iglesia Ortodoxa Rusa y el papel de ésta en la política
de la Rusia postsoviética
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(La Habana, 1962) es escritor y traductor. Anagrama publicó en 2007 su novela 'Rex'.


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