El peatón por los aires

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Yo quiero seguir siendo peatón de la tierra y peatón del aire. (Da un salto.) Quiero andar por los aires sin recurrir a la mecánica artificial. (Da otro salto.)
Eugène IonescoLo reducido de las banquetas es inversamente proporcional al tamaño de nuestra barbarie. Hay ciertos barrios en los que las avenidas parecen haber ido ganando terreno a la decencia inmobiliaria —como la arena rigurosa del desierto— hasta dejar sólo un borde vergonzoso y escuálido, que el peatón en su miseria no puede más que confundir con un oasis. Obligado al equilibrismo ambulatorio, avanza a duras penas por ese hilo de cemento amarillo-tránsito, cuidándose de no caer en los abismos que a cada lado lo acechan, infestados de monstruos velocísimos e infames, más peligrosos que los que alguna vez pudieron sospecharse en la corriente del Nilo. Tras haber recorrido las calles de la Ciudad de México, ¿quién piensa todavía con excitación en los safaris?
     Cuando el problema que debe sortear el aprendiz de paseante no tiene que ver con un asunto de dimensiones, allí están los accidentes del terreno para importunarlo; imperfecciones variopintas que algún malévolo urbanista desperdigó con saña por las banquetas de la urbe. Es por lo menos notable que no podamos completar diez pasos sin que antes nos fastidien escalones, raíces de árbol, cuarteaduras, hundimientos y coladeras voraces, que si bien dan colorido y aventura a nuestros paseos, impiden que los disfrutemos en esa importante mitad que corresponde a la contemplación del paisaje. No es ninguna propuesta revolucionaria la observación de que para disfrutar en toda su plasticidad de las caminatas, mínimamente se requiere de una locomoción despreocupada. Pero tal es la familiaridad con el suelo a la que nos vemos constreñidos, tal la atención que debemos prestar al acné de la corteza terrestre, que incluso he llegado a creer, en tardes de extrema suspicacia, que esas irregularidades topográficas de las banquetas, esa absoluta negación de la lisura y el plano horizontal, no son más que una estratagema de las autoridades a fin de que mantengamos la cabeza en permanente posición agachada. Si a eso sumamos los obstáculos a modo de perros, tubos, cadenas, pedazos de perros, coches invasores, teporochos, postes de luz, mesas de restaurante al estilo "dolce vita tardío", boñigas humeantes, jardineras, puestos de tacos y demás linduras que se interponen en nuestro camino, no queda ningún lugar ya no digamos para nuestros pies, sino tampoco para la duda: la sociedad in toto está empeñada en la desaparición del peatón, y no ha esperado para el cumplimiento de sus torvos propósitos la mediación de ningún decreto.
     Situémonos por un momento en la mente del automovilista común, artífice principal del desprestigio del "arte de levantar el pie" y de sus aplicaciones como medio de transporte: más allá de esa cacería de viandantes que todos sin excepción alguna vez hemos practicado, y que en muchos casos sin una conciencia claramente homicida consiste en pisar con rabia el acelerador siempre que algún pobre diablo emprende el modesto heroicismo de cruzar una calle —¡ah, esa postal huidiza del peatón volando adolorido por los aires!—, no es difícil adivinar el bajo concepto en que los tiene —ciudadanos de segunda clase. Ni apenas se apoltrona en su papel de conductor, la maquinaria del improperio y la execración se enciende entre sus sienes, acaso en correspondencia estricta con el número de caballos de fuerza que rugen tras su volante. Desobligado, lerdo, indigente, vago y hasta pseudoestudiante son los apelativos que de manera espontánea acuden a su cabeza cuando por alguna debilidad inconfesable se le ocurrió ceder el paso a un peatón; y no transcurren tres segundos de espera sin que esos apelativos sean escupidos uno tras otro, atronadoramente, casi siempre precedidos de un amigable "¡apúrate!"
     Quizá como resabio caprichoso de una época aristocrática ya remota o del todo inexistente (en la que cualquier trabajo físico se consideraba indigno, especialmente si se encaminaba a algún fin), el automovilista considera aborrecible y de mal gusto el hecho de que para desplazarnos tengamos todavía que servirnos de nuestra propia fuerza. Y tan grande es su malestar y su repudio, que día con día se ve impelido a combatir, en ocasiones a través de la erradicación directa, esa plaga peripatética que el orden establecido no ha logrado eficazmente. El consumo conspicuo —cuando no el vulgar alarde— ha tenido seguramente mucho que ver con el desdén hacia los pies en movimiento, con la abominación altiva de dar un uso práctico a nuestros músculos motrices. Pero la aristocracia que consagró ese alarde y esa forma de rechazo se encuentra ahora en la desconcertante situación de sentir suya la responsabilidad de salvar al planeta, por lo que caminar no tardará en convertirse en un gesto de urbanidad ecológicamente correcto y, antes, tal vez muy pronto, en una ocurrencia chic. Lástima que para ese importante advenimiento tengamos que esperar andando solamente en nuestra imaginación, paseando por esa región del aire que todavía no logra rechazarnos.
     "Hablar y pensar son las formas de caminar de la mente", observó Balzac. De allí que los paseos y las largas caminatas hayan estado siempre emparentadas con la digresión y el talante discursivo; de allí que estas actividades se ejerciten mejor cuando son realizadas simultáneamente. El buen estado de ánimo de los pies contagia a las terminaciones nerviosas, y éstas, a su vez, en un flujo alegre y cíclico, comunican su beneplácito a los tendones y falanges. No puedo por desgracia jactarme de pensar mientras camino —el reino de los ejes viales selló definitivamente el tiempo del flâneur—, pero buscando desconsoladamente un puente peatonal en medio de una encrucijada, he atisbado la terrible verdad de este simple aforismo:
     La civilización son las banquetas.

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(ciudad de México, 1971) es poeta, ensayista y editor.


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