El escritorio y la caja negra

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Entre las diversas formas de corrupción gubernamental que se presentan, hay una decisiva que impide combatir la propia corrupción al término de cada periodo: el saqueo de documentos o de archivos. La búsqueda de la transparencia en escenarios de cambio de gobierno resulta inviable cuando las distintas gestiones —la entrante y la saliente— involucradas en el proceso asumen posturas intermediadas por los intereses políticos o partidarios, en lugar de servir al interés civil y a las obligaciones de la responsabilidad pública.
La Ley de Responsabilidades de los Servidores Públicos, en su artículo 47, fracción IV, obliga a cada funcionario a "custodiar y cuidar la información que por razón de su empleo, cargo o comisión, conserve bajo su cuidado o a la cual tenga acceso". Además, el funcionario debe evitar "el uso, la sustracción, destrucción, ocultamiento o inutilización indebidas de aquélla". Sin embargo, solucionar el problema implica no sólo la honestidad de los funcionarios, sino lograr que mejore el marco jurídico de la administración pública. En diciembre de 1997, al tomar la antigua Regencia del Departamento del Distrito Federal, la primera gubernatura por voluntad del electorado, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano del Partido de la Revolución Democrática (PRD), enfrentó un vacío informativo por parte de las autoridades de salida, pertenecientes al Partido Revolucionario Institucional (PRI). Este vacío dificultó la toma del poder.
     Entrevistado en su despacho, el actual subsecretario de Gobierno, Javier González Garza, asegura que, "sin duda, lo más relevante en aquel momento fue la falta de información. En esta oficina se había girado la orden para que se borrasen todos los archivos". González Garza recuerda que también se detectaron otras anomalías, como la "desaparición" del coordinador de Comunicación Social, Amado Treviño: "luego nos enteramos de que su puesto no existía, que no estaba en la estructura. No estaba en el organigrama, pero todo mundo sabía que él era el jefe. Era el tipo que se relacionaba con la prensa, con los medios, pero no existía". El nuevo gobierno pronto descubrió que había desaparecido, además, un conjunto de computadoras. "Dijeron que esas computadoras", precisa González Garza, "no las había comprado el gobierno. Y a la fecha nadie sabe quién era el dueño".
     "Suponte que tú tienes esta oficina", continúa González Garza, "y desaparecen los aparatos que tienes. Esos aparatos tienen un sellito, un número de inventario. Pero cuando tú llegas lo que te dicen es: 'le voy a entregar esto'. Y lo único que te entregan es una mesa… y nada más". En su peso real, el episodio ilustra acerca de ciertos hábitos en las gestiones priístas que habían regido hasta esa fecha la capital mexicana —sede también de los poderes constitucionales. Sus detalles dibujan, de arriba hacia abajo, la picaresca del estilo sexenal de gobernar del PRI. Al desmantelar la oficina que ocupó Amado Treviño, el operador de comunicación del regente Óscar Espinosa Villarreal (1994-1997), se hallaron documentos comprometedores sobre presuntos tratos discrecionales de éste con gente de la prensa, la radio y la pantalla chica. Al parecer, eran una rutina de la Regencia del Distrito Federal.
     El subsecretario de Gobierno perredista afirma: "más que un esquema de control de la prensa, es un esquema de formas de trato absolutamente conocido. No creo que mediante éste se controlase mucho, o que haya servido ese control para algo. Era una forma de trato en la que, efectivamente, se daba dinero y se pagaban silencios, como se sigue haciendo. TV Azteca paga dinero para obtener silencios. Pero ese es otro problema, esa es mi opinión".
     Al desatarse el escándalo en la primavera de este año, trascendió que en su momento Amado Treviño, operador de comunicación del gobierno de Espinosa Villarreal, había ocupado una amplia oficina con un ventanal edilicio que contemplaba el Zócalo. Detrás del ventanal, Treviño despachaba en un escritorio de madera de estilo afín a la burocracia del Estado posrevolucionario: vasto y sólido. El problema, al reformar la oficina para nuevos usos, fue cómo deshacerse de tan inhábil mueble. A pesar de que corrieron versiones en los corrillos periodísticos o en comentarios publicados acerca de la singularidad del mueble, o de la existencia de un compartimento secreto en éste que resguardaba documentos comprometedores, Javier González Garza esclarece el episodio: "lo que pasa es que pedí que cambiaran el escritorio, porque era demasiado grande e incómodo, y yo quería algo normal. Cuando voltearon el escritorio, después de haber sacado los cajones, que se revisaron y en ellos no había nada, se cayeron algunas cosas. Eso fue lo que pasó".
     Además de las instrucciones para la dieta del funcionario y su control de peso —"creo que el señor estaba un poco gordo", recuerda el perredista— había una lista con nombres y cantidades dinerarias al lado, que parecían señalar gratificaciones a periodistas. La lista de los gratificados, corrieron las versiones en forma oficiosa, era una bomba al prestigio, de por sí marchito, de los vínculos entre el poder priísta y cierta prensa mexicana. Se dijo que había nombres famosos que, a la fecha, se han mantenido ocultos. ¿Por qué? Las autoridades perredistas amagaron con dar a conocer la lista, pero jamás retomaron el asunto, quizás debido a que, en una época preelectoral, un escándalo semejante les traería más daños que beneficios. Sin embargo, el subsecretario de Gobierno González Garza ofrece sus razones: "Esa lista la tengo yo. En esa época tuve muchas presiones para darla a conocer, pero lo que hice fue reportarla a la Contraloría. No tengo ningún derecho a decir que un periodista es corrupto porque aparece en una lista. Cualquiera puede aparecer en una lista. Imagínate que tú y yo, aquí sentados, nos ponemos a decir: 'A ver: ¿cuánto gana fulano de tal? Tanto'. Y lo ponemos en una lista y la dejas por ahí. Nadie tiene derecho a utilizarla".
     El revuelo que ocasionaron los indicios de sobornos a periodistas amplió el reino de la sospecha, y el episodio se volvió más escandaloso cuando, al investigar las cuentas que dejó la administración de Espinosa Villarreal, el gobierno perredista halló un memorándum firmado por el último regente de la Ciudad de México en el que instruía a su oficial mayor, Manuel Merino García, ahora prófugo de la justicia, acerca de retirar fondos de la partida presupuestal de "comunicación social".
     La gubernatura del Distrito Federal afirma que existen cuarenta recibos informales firmados por Merino García que registran la recepción del dinero, pero están "desaparecidos" los comprobantes o facturas. El ex oficial mayor aduce que ya entregó dichos documentos, en tanto la gubernatura del Distrito Federal ha denunciado que éstos nunca estuvieron en los archivos que recibió al principio de su gestión. Se presume que tal carencia de comprobantes no puede indicar sino un típico soborno a periodistas y comunicadores. El tradicional "unto", "chayote", "mordida", "propina", "regalo" o "embute", es decir, "dinero obtenido por medios ilícitos", como define el diccionario.
     González Garza afirma que los recibos encontrados se respaldan bajo el rubro de "atención a periodistas" o "atención a medios de comunicación", pero categoriza: "no hay facturas. Insisto en una cosa, no me importa qué gobierno sea: si un gobierno le pide a un periodista que haga algo, un capítulo de un libro que va a publicar, o una síntesis informativa o lo que sea, es un trabajo que el periodista sabe si lo acepta o no". El funcionario perredista declara que "eso no es suficiente para sacar una lista, anunciando que hemos descubierto a los corruptos. Eso hubiera sido una responsabilidad muy grande y por lo tanto nunca fue pública". La falta de pruebas concluyentes —y el sigilo sobre la lista aquella— facilitaría pensar que esto se ha vuelto una coartada política, que sólo contribuye a refrendar los malos manejos.
     A pesar de que Merino García devolvió en algún momento 135 millones de pesos, la cantidad en discordia asciende a 420 millones de pesos, y el cargo de por medio es peculado, del que se ha inculpado a Óscar Espinosa Villarreal por haber firmado aquel memorándum. Hasta el momento, el proceso de procedencia de juicio en su contra y su desafuero como secretario de Turismo se han entrampado en el Poder Legislativo, organismo al que corresponde sancionar los hechos en primera instancia. Al conocer el caso contra Espinosa Villarreal, el magistrado Manuel Ancona, del Tribunal de lo Contencioso Administrativo, ha argumentado que la Dirección General de Auditoría que fincó responsabilidad contra Manuel Merino García carece de competencia para auditar la partida presupuestal en entredicho, la número 3,605 del Departamento del Distrito Federal. Por la vía legal, estarían dadas las condiciones para la exoneración tanto de Manuel Merino García, por el principio constitucional que prohibe juzgar a un persona dos veces por el mismo delito, como de Óscar Espinosa Villarreal, cuya responsabilidad dependería del cargo a su subalterno.
     El caso se dirige al ámbito anecdótico que, sin embargo, encierra una metáfora sobre las posibilidades del autoritarismo mexicano y su tripleta de saberes ilícitos, convertidos en cultura política: 1) corromper para gobernar; 2) manejar la típica doble moral que consiste en publicitar la honradez en tanto se explota lo contrario; 3) establecer tratos verbales para nunca dejar huella de posibles delitos. Aunque la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos dicta en su artículo 47 que todo servidor público tendrá las obligaciones de "resguardar la legalidad", y en consecuencia actuar con "honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia", los hechos suelen contradecir este mandato. El candidato a gobernador por el PRD, Andrés Manuel López Obrador, ha llamado a Espinosa Villarreal la "caja negra del sistema", en alusión a que éste ha sido protagonista de polémicos manejos lo mismo de la Nacional Financiera en los años felices del salinismo, que en su desempeño a cargo de los dineros de la campaña presidencial de Ernesto Zedillo. A pesar de que por ley el Archivo General de la Nación (AGN) tiene entre sus atribuciones "concertar con las dependencias del Ejecutivo federal, entidades y municipios el rescate, organización, conservación y aprovechamiento del patrimonio documental de la nación", en la práctica dichas atribuciones permanecen a la zaga de las acciones de cada dependencia. Éstas se sujetan, a su vez, a las leyes de la administración pública. Entre la concertación y la operatividad, se suele atestiguar un vacío de vigilancia sobre los archivos oficiales.
     La Ley General de Bienes Nacionales dispone, en su artículo 2, fracción xi, que son bienes del dominio público los "muebles de propiedad federal que por su naturaleza no sean normalmente sustituibles, como los documentos y expedientes de las oficinas", además de los "archivos fotográficos", piezas, manuscritos incunables, especímenes de la flora y fauna, colecciones científicas, cintas magnetofónicas y "cualquier otro objeto que contenga imágenes y sonidos", entre otras cosas. Se advierte aquí la falta de actualización de la ley respecto de los nuevos soportes tecnológicos, por ejemplo, la información computarizada. La propia ley establece que los bienes del dominio público, como lo prescribe el artículo 16, son "inalienables e imprescriptibles", y nadie podrá, en tanto permanezcan bajo tal estatuto, reivindicarlos ni poseerlos. Asimismo, las autoridades a cargo de los bienes y recursos de la nación se obligan a custodiar, elaborar y actualizar los catálogos e inventarios de dichos bienes.
     Las sanciones previstas por la ley a quienes incumplan el término de un mes para entregar bienes del dominio público van desde los dos hasta los doce años, y las multas oscilan entre las trescientas y las quinientas veces respecto del salario mínimo que se halle vigente. En caso de violaciones, y al margen de las autoridades a las que corresponda perseguir y sancionar los delitos cometidos, el artículo 98 señala que la "autoridad administrativa podrá recuperar directamente la tenencia material de los bienes de que se trate". También la Ley de Régimen Patrimonial y del Servicio Público prevé, en su artículo 16, la protección a los "documentos y expedientes de las oficinas", y sanciona con una multa de entre trescientas y quinientas veces el salario mínimo en vigencia la explotación, uso o aprovechamiento de un bien público. Idénticas sanciones se prevén en dicha ley a quienes no devolvieran en treinta días un bien a la autoridad competente. En una situación semejante, la autoridad administrativa podrá actuar para recuperar el bien.
     La contraloría interna de cada entidad pública deberá sancionar en términos administrativos las transgresiones que se descubran. La Ley de Responsabilidades de los Servidores Públicos indica que las sanciones incluyen desde el "apercibimiento público o privado" hasta la sanción económica o la "inhabilitación temporal para desempeñar cargos o comisiones en el servicio público". Y si hubiera de por medio "lucro, daño o perjuicio" aumentará el grado de sanción en lo económico y en lo temporal. La historia del escritorio de Amado Treviño, y la caída de su caso en la maraña jurídica, es la historia de muchos de los escritorios y oficinas de los regímenes priístas a lo largo de más de setenta años de gobierno. En parte significativa, su tenebrosidad emblematiza la de los resabios del viejo sistema presidencialista y el partido oficial. A su vez, advierte sobre la persistencia transhistórica del arquetipo que allí encarna a pesar de los cambios en el país. Como en el caso de los elefantes, cuyos cementerios se dice permanecen ignotos, así sucede con las cajas negras y los escritorios del sistema priísta. Este es, sin duda, otro de los mecanismos que han alargado su vida.-

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