Ilustración: Ari Chacón

El asesinato

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En esta pensione milanesa del Corso Venezia las habitaciones de los hombres son ocho: ocho cajones de muy delgada y apolillada madera gris de tres metros de ancho y tres de alto que no alcanzan hasta el techo, de modo que nos oímos roncar y musitar y –en el caso de Haruki, el japonés– a veces gritar en las noches. El precio de estos precarios habitáculos, incluidos los tres alimentos, es muy económico, pero los propietarios, la familia Casavecchia, compuesta de padre y madre y dos bambini, cuentan con otros ingresos.

En realidad, es posible que los Casavecchia no sean propietarios sino solo encargados de este peculiar negocio.

En el mismo primer piso que nosotros, pero del otro lado del patio interior, se encuentran el comedor de la pensión, un recibidor grande y triste que utilizan tanto los huéspedes como los Casavecchia, y la cocina y las habitaciones de estos en forma de ele. Directamente arriba, en una ele un poco más larga, habita otra fuente de ingresos de esta familia un poco brusca y bruta, sin duda, pero también simpática y hasta cariñosa. Se trata de La Signora, una madrota de gran cabellera negra –tal vez teñida–, grandes pechos, grandes ojos y gran desplante, y sus pupilas, que son siete, seis nativas y una española, Pilarica, que me adoptó como su protegido desde el principio, gracias a mi carita de adolescente guapillo y a que compartimos el idioma.

Para el desayuno y la cena, las Signorine se presentan individualmente (cuando se presentan) y sin sentarse juntas todas. La hora de la comida es otra cosa: acuden todas sin falta a la gran mesa principal y comen, con todas las alegrías y complicidades y envidias de un clan, con la rotunda Signora en la cabecera, desde donde eleva la plegaria ritual para agradecer los alimentos y la salud de cada día. Por otra parte, el delgado y pequeño Haruki, dos agrios agentes viajeros –Gli Taciturni–, un viejo señor al que todos, en broma y en serio, llaman Commendatore y tiene aspecto de burócrata viudo y jubilado, Luigi el milusos y yo nos desperdigamos o reunimos en las mesas aledañas y observamos con discreción el espectáculo de La Signora, severa o afectuosa, furibunda o tierna, generosa o déspota, dama y madama, matriarca: una verdadera Hera.

La madama conocida como La Signora exige y obtiene tanto la obediencia de sus pupilas como el respeto de los pensionados (solo hombres solos) y, ante todo, de los casi serviles Casavecchia, cuya hija de seis e hijo de ocho años la tratan como una zia, una tía, importante y reputada. Ella, la gran puta, les regala chocolatines, estampas de santos, calcetas de lana y juguetitos de plástico que en Europa –tan cerca aún de la guerra y tan lejana de Estados Unidos– todavía son novedades insólitas. Si se entera de que han hecho algo malo, los regaña solemnemente, ante la satisfacción de la madre, signora Caetana, que para tal efecto los denuncia.

La Signora, por lo demás, no solo se viste con buena ropa sino que exige de sus pupilas, especies de sobrinas, que se vistan bien (por hondos que sean sus escotes), que conversen sin vulgaridades (todos somos gente decente) y que eviten los dialectos regionales (Italia es una sola). Asimismo, la madama siempre porta en el tobillo izquierdo –arriba del huesito– una cadenita fina de oro de la cual pende alguna piedra semipreciosa que cambia a menudo. Ese adorno, en ella, no es vulgar. Cuando se sienta en el sofá del recibidor y pasa una gran pierna sobre la otra con fabuloso siseo de las medias, ese fetiche la hace ver como una soberana de algún reino de los que acaban en tán: Kazajistán, Uzbekistán, Pakistán, etcétera.

Italia es un país donde las cosas inanimadas tienen una belleza prodigiosa y las mujeres y los hombres son también más hermosos que en casi todas partes. Y todo es real –sumamente real, como las piedras y los espaguetis– en Italia, desde que eran etruscos y aun antes, pero la vida es como irreal, como una charada que oculta lo que realmente ocurre. Yo supongo que solo unos cuantos cardenales, cuatro o cinco industriales, seis o siete políticos y tres capi de la mafia saben lo que sucede, pero no el presidente ni el papa ni la gente.

A La Signora, por cierto, yo no le agrado. No diré que me detesta, porque sería darme aires, pero sí que le soy antipático, un mosquito que aparece por el comedor y la sala en pleno noviembre milanés. Il ragazzo comunista, me tilda. Y nunca se digna mirarme. Yo también finjo ignorarla, como si un animal de su soberbia especie no me resultara completamente fantástico.

Primero por ignorancia y luego con afán de molestar, no espero a que La Signora dé gracias a Dios por los alimentos. Es pueril de mi parte, pero el hecho es que me da gusto desafiar a la representante del orden y la autoridad. Yo soy joven y extranjero, les digo en silencio. Yo no tengo que acatar sus reglas.

También la hace arrabbiarsi un tanto la displicente coquetería que a veces me dedica la más jovencita de sus empleadas y educandas, Giulia, extrañamente apodada La Fidanzata, es decir La Novia.

Lei è comunista? –me preguntó cierto día Haruki, que entre sus extrañezas orientales cuenta la de pertenecer a una de esas familias convertidas hace siglos al catolicismo por los misioneros españoles y novohispanos.

Le aseguré que no lo soy. Y menos ahora que estoy esperando, desde hace ya tres semanas, mi visa para entrar a los dominios del tal Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios –nada menos–, país con el que México no tiene relaciones diplomáticas. Deseo radicar en Madrid y conocer los usos y costumbres de esas gentes que les pegaron tan grande susto a mis antepasados.

Cada día o cada tercer día me apersono en el consulado y cada día o tercer día el vicecónsul Urdapilleta se sonríe y me saluda con una especie de entusiasmo:

–¡Vaya, el ateo mejicano!

–¿Ya llegó mi visa, caballero?

–No, señor mío, su visado no ha llegado –declara rimando con gusto.

Urdapilleta es muy feliz cada vez que me dice que aún no reciben autorización de Exteriores para que me pongan un sello azulado en el pasaporte. Sus tres asistentes, que por su edad no deberían ser tan calvos, también se sonríen.

El día mismo que llegué a Milán, caía la primera nevada del año –todavía ligera– y de la pensión me apresuré al Consulado, donde me entregaron un largo cuestionario que llené concienzudamente bajo la mirada del insípido y abominable Generalísimo Franco en su retrato oficial.

–¡No, señor! –exclamó Urdapilleta–. ¡No se puede poner que no tiene religión! ¡Todo mundo tiene una religión!

–Yo, no.

–¡Anda! Usted es mejicano y por consiguiente católico. No me diga que no lo han bautizado.

–Sí, pero.

–¡Pues escriba “católico” y ya!

Y escribí “católico”, porque la dictadura de Portugal es aún peor y los ibéricos son los únicos países en los que se puede vivir con muy poco dinero.

Además, estoy en Italia, donde ser católico es como ser humano en otras partes y los curas andan por las calles casi en el mismo número que las motonetas Vespa. En el ultralaico México nunca ves a un sacerdote con su uniforme de empleado de Dios. Aquí caminan para allá y para acá de día y de noche, generalmente con prisa y vestidos de negro. ¡Tienen mucho que hacer! ¡La gente peca y se confiesa y peca y se confiesa!

Y también se ven frailes vestidos de blanco, de marrón, de negro. Y entrando y saliendo del Duomo –la catedral– se observan mujeres y más mujeres y más mujeres vestidas de negro, como si una buena parte de los italianos se hubiera muerto en los últimos meses y días.

La Iglesia, el señor cura, el obispo, el arzobispo, el cardenal, su santidad, la religión. Escucho esas palabras a todas horas en las conversaciones ajenas y las leo en los periódicos y revistas. ¿Realmente estamos en 1963?

Italia es un país poco espiritual y muy terrenal, pero no por ello es, perdón por repetirme, menos irreal. El idioma engaña, además. Uno cree más o menos entenderlo, pero se trata de un espejismo vil. Incluso parecería que el latín del que proviene el italiano no es el mismo latín que el progenitor del español y el portugués.

A dos pequeñas cuadras del célebre Duomo, las putas están ordenaditas y muertas de frío en los lugares que les tocan, con sus abrigos, sus bufandas, sus pañuelos y pañoletas, uno o dos sombreros. Al iniciar la jornada de trabajo, se persignan.

Al cobrar sus primeras liras del día, se persignan.

Al volver a casa, se persignan.

En los pasillos del elegante pasaje Vittorio Emanuele II, entre las tiendas de antigüedades, los sastres, las galerías de pintura, los restaurantes y heladerías y cafés finos, a veces vislumbro a mujeres guapas y elegantes inmóviles o semiinmóviles, pero es posible que no sean prostitutas y estén esperando a sus amigos, parientes o esposos. Se ven extrañas, fuera de orden, en una sociedad donde las mujeres en la calle siempre parecen andar con otras mujeres o con sus hijos, sobrinos o nietos.

Aquí todo es famiglia, famiglia, famiglia. Si usted cree que la pegajosa familia mexicana es asfixiante, váyase a Italia a morir de sobredosis de monóxido de carbono familiar.

En la pensión, La Signora es la mamá de todos nosotros, empezando por mí, el muchachito malcriado. Si no le besamos el anillo al saludarla es solo porque no es obispa o marquesa. Es casi incomprensible que esta sociedad hiperbólica no haya urdido aún un bonito título, como Excelentísima Señora Putanesca, para honrarla.

Los Carabinieri que una o dos veces por semana traen las cajas de cartón y de madera del contrabando de cigarrillos y licores (la tercera fuente de ingresos de los Casavecchia) deben de ser aún un poco rústicos, porque miran a La Signora con pasmo, como se mira a las damas de las grandes familias de antaño y de siempre.

Mientras descargan los Philip Morris, Chesterfield, Lucky Strike, Camel, Player’s y Dunhill, la miran de reojo, más que a las jóvenes que amaestra para que procuren placer y se comporten decentemente. Al cargar las cajas de coñac y whisky y champán que vienen sin sellos de aduana, y las de Campari sin sellos de Hacienda, fingen que no se esfuerzan. La Signora sigue cenando como si esos fantasmas no estuvieran vestidos tan lindos ni fueran imágenes de la ley.

Ella vive en un mundo más elevado.

En un mundo menos elevado, Pilarica y yo a veces nos zampamos un helado o un capuchino y vamos a la función vespertina del cine, donde ella suele dormirse en mi hombro derecho mientras yo veo películas gringas o francesas y me esfuerzo por entender el italiano al que están dobladas. Es muy ignorante y me temo que tonta (y ronca un poco), pero es buena chica y podemos estar en silencio sin malestar. Cuando nos tropezamos con la política, no nos enojamos pero perdemos el gusto de estar juntos y comentar la conducta de los italianos o el aspecto de las cosas o el sabor de las golosinas y bebidas. Como muchacha convencional y conservadora que es, Pilarica defiende a Franco y me recita los horrores que cometieron los republicanos.

–¿Para qué quieres ir a España, dime, si odias al Caudillo y te mofas de lo que ha hecho por la paz?

–Me interesa conocer el país –respondo.

–¿Y por qué no estudias? En París, por ejemplo, donde la gente es cínica y atea como tú. Lo que tú deberías hacer es estudiar.

–Ya te dije que soy escritor.

–¡A buen seguro que los escritores también deben cursar estudios, ir a la universidad!

–No es así, Pilar.

–No me digas que eres escritor. Un escritor es otra cosa, un señor, qué sé yo, con pipa y barba. Lo que tú eres es un crío que no sabe lo que hace.

–Bueno, me voy, ya es hora de que vayas al trabajo.

Pilar hacía sus veinte metros de trottoir siempre en la misma calle, a espaldas de la catedral. No tenía permitido cambiar de sitio. De que se observaran las ordenanzas se encargaban los inspectores municipales y los dos padrotillos de La Signora, que nunca ponían pie en nuestra pensión familiar.

–¿Ya has ido al consulado?

–Esta mañana.

–¿Y?

–Nada todavía.

–¡El hijo de perra del vicecónsul nunca te dará el visado! Estoy segura que hace mucho que ha llegado, pero él te dice que no para burlarse. Estoy segura.

–¿Por qué? ¿Lo conoces?

–Que si le conozco. Es el que me hace vérmelas negras cada vez que Sanidad le turna mis papeles. Es un coñazo.

Me sorprende su lenguaje, pero me abstengo de hacer algún comentario.

–¿Quiere que lo hagas con él?

–Hombre, claro. Y gratis.

–Nada más falta que te pida cariño.

–Eso.

Antier que fuimos al cine, la enorme sala estaba casi desierta, apenas unas seis personas aisladas. De pronto Pilar me abrió la bragueta y quiso sacarme la pinga, pero me negué tan dulcemente como pude. Insistió otras dos veces, al cabo de un rato, pero no se lo permití. La pobre quería de esta manera agradecerme por llevarle a Madrid a su hermana Genoveva (bautizada así por la santa de Brabante) una medalla bendecida por el famoso cardenal milanés, como quiera que se llame.

Aparte de esa tentativa agradecida, nunca hemos tenido el menor contacto sensual. Yo no deseo a Pilar excepto en la medida en que deseo a casi todas las mujeres de Milán y el planeta menores de treinta años. Según entiendo, estoy en la cima de mi producción de espermatozoides y erecciones, pero eso no me quita lo precavido. Yo creo que en un cine nunca voy a mojar mi chinchulín, aunque esté toda Rita Hayworth en la pantalla. Me da horror ponerme a jadear como perro y echar mecos para todos lados y luego hacer el papelón en la comisaría.

Traté de explicárselo a Pilarica, pero el hecho es que se sintió. Con la mejor fe del mundo, ella quería darme las gracias por llevar la bendita medalla a su hermana menor, que trabaja para una fundación que apoya a los misioneros en África.

Hoy hemos salido Pilar y yo a media mañana. Logré convencerla de que soy su amigo aunque defienda mi bragueta en el cine. (En la pensión sería impensable que me diera las gracias.)

El aire se siente singular, desacostumbrado, acaso misterioso.

Algo ha pasado o está pasando. Lo sé, lo percibo.

–¿No sientes nada extraño? –pregunto–. Llevo tres semanas en esta insípida ciudad, ya creo conocer sus ritmos en el área del Duomo.

–Hay menos coches. Hay menos gente –corrobora Pilarica–. Tal vez se anunció una tormenta de nieve.

–Por ahora no nieva.

–Quizá ha sucedido algo.

Caminamos otras dos calles y media y el ambiente se ha tornado aún más extraño, aunque la niebla ha levantado.

–Vayamos al Duomo. Allí sabremos, tal vez –sugiere ella.

Cambiamos nuestro derrotero a la derecha sin decir más. Algo insólito sucede en la ciudad.

Conforme avanzamos se empieza a percibir un sonido un tanto agudo, humano, quizá femenino.

Sí, ¡son gritos de mujeres!

Son gritos de pena. De aflicción.

Son lamentos del alma.

Apretamos el paso en vez de alejarnos. ¿Por qué hay mujeres llorando en la calle?

¿Por qué motivo lloran las mujeres fuera del hogar y del velatorio?

De pronto, negras urracas con sus grandes narices ítalas gritan a voz en cuello:

È morto! È morto! È morto!

Alguien de sexo masculino ha muerto. Alguien que era muy importante para estas mujeres.

Pilar y yo entramos tomados del brazo en el seno –más bien los senos– de la multitud. No tengo idea de qué es lo que siento, pero es estremecedor.

¿Estoy excitado, tengo miedo?

Busco los ojos de Pilar, que también quiere saber qué es lo que siento yo. Nos abrazamos, pero casi de inmediato sentimos que debemos separarnos, porque nadie más se abraza o entrelaza los brazos.

È morto! –gritan con dolor las mujeres de negro.

È morto! –claman.

En junio murió Juan XXIII, el “papa bueno”, como lo llamaba la gente. ¿Habrá muerto el nuevo papa?

Sería terrible para los italianos y supongo que para los católicos en general.

È morto! –repetir las palabras las proclama de nuevo en toda su primicia, todo su horror–. È morto!

Las mujeres gritan y sollozan y lloran como si se les hubiera muerto un primo o sobrino. Son cientos y cientos o más bien unos pocos miles de hembras de cuarenta, cincuenta y sesenta años que gesticulan y se estrujan las manos y claman al cielo, del que se han desvanecido casi todas las brumas de fines de noviembre. El aire está límpido como un vidrio.

No siendo italiano, el escandaloso desconsuelo me parece grotesco –falto de dignidad–, pero de todas maneras ya me hiela la sangre.

Me parece escuchar la palabra “ucciso!”.

¿Habrán asesinado al papa?

Pilar tiene el rostro desencajado, ¿ya sabe quién murió?

Busco su mirada, pero ella mira hacia el Duomo, no sé si porque allí reside su dios o porque de allá vienen o deberían venir las voces que nos revelarán lo que ha sucedido, los terribles hechos.

No sé cuántos segundos o minutos transcurren en que solo oímos los mismos gritos y sobre todo luchamos, agarrados de la mano, por que no nos separen estas mujeres vestidas de negro. Hay momentos en que nos clavamos las uñas para seguir juntos.

A causa del tropel no podemos hablarnos, y además no sabríamos qué decirnos.

El gentío se está cerrando. Yo me dirigía con mi amiga al consulado español a enterarme de “las buenas noticias” que me habían prometido por teléfono, que igual solo era que mi solicitud de visa no había sido rechazada y las autoridades de Madrid la seguían “considerando”.

De súbito se abre un espacio de unos tres por tres metros en el que una jovencita de mi edad, de cabellera negra y ojos oscuros y bella figura y voz potente, aparece vestida de negro como sus mayores. ¿Es una actriz? ¿Una aparición?

–¿Por qué asesinaron a Kennedy? –grita esa chica que me revela que no soy la única persona joven en esta creciente muchedumbre.

Pero sí soy el único varón entre todas estas dolientes.

–¿Por qué asesinaron a Kennedy?, ¡era un hombre bueno! –clama la bella.

Il presidente Kennedy è morto! –proclaman otras mujeres.

Kennedy è stato ucciso! –gritan sucesivas voces.

A mí el personaje de John F. Kennedy me es antipático, con su peinado de caricatura y su sonrisa de niño rico y su acento de Boston, pero el hecho del asesinato, más allá de la teatralidad mediterránea, me horroriza.

Pilar está junto a mí y solloza y solloza sobre mi pecho; yo lagrimeo, no sé por qué, y la abrazo fuerte. ¡Cuánto cariño le tengo a esta madrileña que me adoptó como amigo!

Ha muerto un semidiós para estas plañideras. Era gringo, católico y con sex appeal, el muñeco.

–¡Lo asesinaron por ser católico! –gime Pilar, acostumbrada quizás a lamentar las muertes violentas de misioneros españoles en África.

En el griterío y el oleaje impredecible de las mujeres gemebundas, un instante después pierdo de vista a Pilar y siento pánico entre todas estas señoras enloquecidas por la muerte de un Amado, un Elegido, casi un Justo.

Sus organismos hipersensibles en estos momentos detectan quiénes sienten lo que ellas sienten, quiénes realmente padecen como ellas.

No encuentro a Pilar y no voy a encontrarla.

Tengo que salir de aquí, ¡tengo que salir de aquí!

¿Por qué carajo gritan y gesticulan tanto? ¿No eran impasibles los romanos?

Estas mujeres me asustan, casi me aterran. El dolor las transforma y las hace impredecibles y muy poderosas.

¿Por qué están aquí? ¿Por qué demonios no están sumisas en sus casas, preparando los alimentos, lavando la ropa, limpiando los pisos, en espera de los hijos y el marido?

¿Las convocó algún cura, como Dionisio a las ménades que despedazaban no solo a quienes se les oponían, sino también a quienes las espiaban, como yo ahora?

Les arrancaban los músculos con la fuerza sobrehumana del fanatismo, les desgarraban los cartílagos, les mordían las carnes.

Quiero correr pero no corro. Sería tanto como decir que soy culpable.

Pero de todas formas soy culpable. Soy testigo del dolor y de las lágrimas y de la furia de estas mujeres.

Huyo –me escabullo– entre la cacofonía de gritos y llantos y sollozos. Abro mucho los ojos, como si estuviera muy alterado.

De hecho lo estoy, evidentemente.

De pronto Giulia, la pupila más bonita de La Signora, La Fidanzata, se aparece frente a mí, a la vez asustada y furiosa. No entiende qué está pasando, quién es ese muerto que hace gimotear a tantas hembras, presidente de qué. Por lo visto, ver llorar a sus mayores es algo intolerable para La Novia, algo que la altera insoportablemente. Me habla muy rápido, lloriquea a su vez, quiere que yo, tan despreciable, la ayude.

Su sensualidad narcisista, aunque erizada de histeria, me tranquiliza un tanto. Siento que estar con una mujer joven quizá me protege de las hembras que gritan y lloran sin cesar, como repeticiones interminables de la actriz Anna Magnani.

Donde hubo muchedumbres masculinas alzando el brazo derecho para saludar a aquel mamarracho de Mussolini, hay hoy una multitud femenina berreando por un político gringo que trató de invadir Cuba. ¿Tal vez hubo o habrá una misa en la catedral?

–¡Sácame de aquí! ¡Estas brujas están locas!

Cojo a La Novia de la mano izquierda y trato de abrirme paso hacia los límites de la multitud, dondequiera que se encuentren, sin mirar a nadie a los ojos.

Las putas no están en sus puestos de trabajo… Los varones miran de lejos con ojos asustados y burlones… Arroyos de mujeres vestidas de negro caminan apresuradas hacia el corazón de la plaza… El clamor crece, el eco crece, la emoción crece…

Por fin salimos. Caminamos rápido toda una cuadra antes de meternos en un zaguán abierto para retomar el aliento.

–Pero ¿quién es ese presidente Kennedy, me lo vas a explicar? –pregunta furiosa, insolente.

Me le quedo viendo y trato de meterle la lengua entre los labios y ella, furibunda, no se deja. No sé qué se ha apoderado de mí. El deseo, por supuesto, pero ¿por qué con esta fuerza loca, o más bien idiota?

Giulia trata de rasguñarme el cuello (no la cara), pero la cojo de las muñecas con una fuerza desconocida.

È morto, è morto, è morto –entona como cantinela infantil un puñado de mujeres que se sigue de largo del zaguán.

Las campanas del Duomo repican violentamente. A mí me suenan como si celebraran la muerte de Il presidente.

Me he alejado de Giulia, que me mira con desprecio o despecho.

Animale! –me grita.

Me asomo con cautela a la calle y, como veo que se acerca a media cuadra una docena de mujeres embriagadas de dolor, felices de tristeza, echo a correr antes de que La Fidanzata me denuncie.

È morto, è morto! –celebran y yo las oigo como si aludieran a mí.

Al correr, el aire helado me quema la garganta y me marea.

Me imagino que Giulia se unirá a sus mayores. ¿O se quedará sola, escondida, espantada?

La he abandonado.

La he agraviado como un imbécil. ¡No se besa a La Novia en la boca!

Las calles siguen casi desiertas, pero en ciertas esquinas el eco se oye con cierta nitidez:

È morto, è morto, il poveretto!

A la entrada del edificio, en la planta baja, Luigi y Haruki se felicitan que yo llegue con bien y me dejan recuperar el aire antes de subir conmigo al comedor. Ambos me palmean la espalda.

Luigi me explica con una amable sonrisa que Pilar llegó hace rato y manifestó su preocupación por mí. La Signora dio instrucciones de que le dieran una tisana y guardara cama con una bolsa de agua caliente y la flaquita Luciana como acompañante.

–La Signora está furiosa y muy preocupada con lo que sucede. Para ella, la ciudad se ha vuelto loca. Dice que las mujeres deberían haberse quedado dentro del Duomo.

Y Haruki en su sucinto italiano:

Per La Signora, scandalo grave.

Luigi agrega:

–También se queja de que los curas de ahora no sirven para maldita la cosa.

En el comedor, La Signora fuma un Balkan Sobranie y ha decretado asueto para sus pupilas, que se han recogido en sus aposentos del segundo piso. No por duelo, por cierto, sino por lógica. ¿Quién se iría de putas en un día como este?

Il signore Casavecchia hoy está sentado en la cabecera de la mesa principal y me sirve dedo y medio del Rémy Martin que trafica. La Signora, los Taciturnos y un nuevo inquilino de gran nariz ya se han tomado su dosis de coñac y todo el mundo guarda silencio con solemnidad.

El señor de la casa porta una banda negra en el bíceps derecho.

Dentro de una hora o así nos servirán la comida, pero por ahora la cocina también guarda silencio.

Me pregunto si describirles la chillería que hay alrededor del Duomo. Tal vez la señora de la casa esté allá ahora mismo, pegando de gritos, inconsolable y enloquecida. Mejor callo y pongo cara de circunstancia.

La Historia ha escupido sangre y salpicado por todas partes. ~

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