Eduardo Chillida: el reino del vacío

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La obra de Eduardo Chillida nos enfrenta con un fundamento. El arte es lo que no perece y siempre está sucediendo. Una obra de arte no sólo se contempla: mira  ella también, pues desde su interior palpita el corazón de un encuentro.
     Las obras de Eduardo Chillida establecen un lazo entrañable con la mirada que las acaricia. Se abren por las líneas secretas de su unión. Se trata de obras monumentales en su expresión, que unen dos o más piezas por hilos casi imperceptibles. El Uno de Chillida está severamente cuestionado. La unidad tiene una fractura que permite a su vez la cohabitación del Dos. Esa fractura o esa línea es el emblema de la división del ser y es a la vez la única posibilidad del amor.
     Cuando entramos en un museo que exhibe una potencia artística de esta naturaleza, podemos vernos empujados a otra dimensión: aquella en la cual el imposible es y fascina y está allí, ante nuestros ojos, ejerciendo su existencia, dominando desde su particular expresión. El museo sufre entonces una transfiguración: se convierte en templo. Y la mirada también se transforma: ya no se mira solamente, se participa del acto del ver en cuanto actividad contemplativa. Esto le pasa a los espacios que cobijan en su seno trabajos tan trascendentes como los del escultor Eduardo Chillida.
     Las esculturas de Chillida son verdaderas obras de la inmortalidad, incluso si desaparecieran catastróficamente. Son inmortales porque ya tocaron y trastocaron nuestras fibras más íntimas. Nos trascienden. Han establecido un movimiento desde su férrea y sólida unidad hacia nuestro interior más vano. Hueco, quiero decir. Porque el vacío anda circulando, vagando entre los recovecos de su obra, soltando vocecillas agudas que nos humillan: Ésta es la Segunda Puerta de la Libertad, y como por ella entras, sales. He aquí una radical bienvenida al reino del vacío. El vacío que nos inquieta y nos protege, a la vez, lanzándonos a nuestra pequeñez primigenia, montándonos como demonio lacerante, soplando dentro nuestro como sólo Dios sabe.
     La inquietud de Chillida viene de los propios lenguajes de la naturaleza: de la piedra, de la luz, de la sombra, del hierro, de los árboles. Chillida cumple con una proporción mayor, y a la vez la más rigurosa y ética para un artista: cederse a sí mismo para que, por su hacer, los elementos trabajados depuren y establezcan su propio y legítimo lenguaje.
     Ni esas verticales que alcanza y atraviesa la horizontal, en señal memoriosa de la cruz, en seguimiento de su nada; ni el diálogo y la suntuosa cadencia entre círculos cortados, medias lunas tajadas por el unánime trazo de Occidente y su pensamiento vertical; ni tampoco la deslumbrante luz que cuaja y se filtra en el alabastro, remontando la belleza más arcaica, el arte más sobrio y primigenio: nada de estas conjunciones plásticas, en su esplendor, deja de traslucir una punzante humildad: el ayer desnudo. El cante jondo, el arabesco, la densidad oscura del Cantábrico confrontada con el sol mediterráneo.
     Y esas circunferencias abiertas y acariciadoras, participándonos del garigoleo árabe, nos inician en la lectura de la eternidad, como si se tratara de moradas, apuntando en la más severa rectitud de la línea y, a la vez, en la complejidad espiritual. Y nos llevan hacia la desnudez de la nada, con la más absoluta entrega. Y si ésta es la segunda puerta para la libertad, ¿cuál será la primera? Acaso el calabozo en el que San Juan de la Cruz entonó en precavido silencio su Cántico. Ése por cuyo muro entraba sólo un dedo de luz.
     Yo entro y salgo por la puerta de Chillida y el viento me roza con sus alas, y me llama, y me bendice la inclemencia. Y esa libertad me arrebola. Y de pronto el espacio es un solar inmenso y el mar entra con una violencia dulce y monótona. Y el espacio deja de serlo. ~

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